2001. Ciclo C
5º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.» E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?» Ella le respondió: «Nadie, Señor.» «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».
SERMÓN
(GEP 01-04-01)
"Si la esposa de uno es sorprendida acostada con otro hombre, se les atará a los dos y se les arrojará al agua ." Así ordenaba el código babilónico de Hammurabi en el siglo XVIII antes de Cristo.
Las más antiguas legislaciones de los pueblos primitivos consideraban al adulterio como uno de los delitos más graves, pasibles generalmente de la pena de muerte. No era cuestión de pecado o de tabú sexual, ya que incluso en sociedades muy promiscuas respecto al uso de la sexualidad para otros estados, se seguía siendo terriblemente severos con la mujer casada. Es que el adulterio era, por una parte, un delito contra la propiedad, ya que la mujer se consideraba propiedad del varón, por otra, ponía en peligro la legitimidad de la prole ya que subrepticiamente podía introducir a un extraño entre los hijos.
Lo cual desde ya nos hace ver que se trataba de un crimen propio y exclusivo de la mujer casada y su cómplice, no del varón casado que podía ser dueño de todas las mujeres que quisiera, y no solo era libre con respecto a ellas sino que resultaban bien detectables quiénes eran sus hijos legítimos y quiénes los bastardos.
Israel no era ajeno a esta concepción primitiva y, en los más antiguos códigos bíblicos, aparece el adulterio femenino como merecedor de la crudelísima forma de muerte realizada públicamente por lapidación popular, casi linchaje.
Pero la noción de 'adulterio' poco a poco va derivando a la de 'infidelidad' en contacto con la purificación que de la noción de matrimonio va realizando su aplicación a las relaciones de Dios con Israel. En efecto, cuando los profetas comienzan a parangonar estas relaciones no ya a las del creador con la creatura, el propietario con su propiedad, el rey con su súbdito, el señor con su siervo, sino a las del marido con su mujer -comparación que queda espectacularmente plasmada en el bellísimo poema de amor del Cantar de los Cantares-, la misma noción del matrimonio se va purificando. Es desde el paradigma del amor de Dios por los suyos como paulatinamente el matrimonio, más allá de sus aspectos reproductivos, serviles y puramente sexuales, se va concibiendo en Israel como una extraordinaria forma de amistad, en la cual cada uno ha de buscar fielmente el bien de su cónyuge, a la manera como Dios busca obcecadamente el bien de Israel. Romper esa amistad o mancillarla no es solo una cuestión de estafa o de fraude o engaño -el delito de adulterar o falsificar la prole-: es una terrible forma de infidelidad, traición a la palabra empeñada, al amor, a la amistad conyugal. Pero de rebote, si el amor de marido y mujer había crecido al ejemplo del amor de Dios, ahora la ruptura del amor debido a Dios se podía denominar también una especie de adulterio, de infidelidad.
Esta era, al final de la época profética, una de las formas más comunes de describir el pecado: adulterio. Israel cuando peca y se aparta de Dios es un pueblo adúltero, peor, infiel, que ha faltado al deber de responder con recíproco amor al amor incondicionado que Dios le tiene. Por supuesto que aquí el adulterio, la infidelidad solo puede provenir del ser humano. Dios es siempre el mismo: una vez que ha dado su palabra, no se arrepiente, no se vuelve atrás, no engaña, su amor es inconmovible como su propio infinito e inmutable ser...
Cuando los teólogos judíos, a fines del siglo VI AC, en medio de los avatares de su historia preñada de idolatrías y pecados -las infidelidades y adulterios de Israel-, a pesar de todo perciben que Dios sigue inconmovible al lado de su pueblo, que aún después de los desastres terribles del exilio permanece fiel al lado de ellos, modifican la 'teología de la alianza' que la 'escuela deuteronomista' había elaborado un siglo antes y la transforman en 'teología de la promesa' . La alianza era la manera que los teólogos del Deuteronomio y sus seguidores usaban para describir sus particulares vínculos con Yahvé. Esta alianza giraba principalmente alrededor del legendario Moisés y se pensaba como una especie de 'pacto' -a la manera de los que hacían los monarcas asirios con sus vasallos-, en donde las estipulaciones, obligaciones y prohibiciones, garantizaban, si se cumplían o no, la benevolencia y protección o el castigo del monarca poderoso. Así -según los deuteronomistas-, Dios hacía depender su amor al hombre, su protección, del acatamiento a los mandatos e interdicciones de la ley mosaica, a los mandamientos. Las calamidades del pueblo de Israel, según esta escuela, provenían de la falta de observancia de estos mandatos; castigos de Dios merecidos por las infracciones a las estipulaciones de la Alianza.
Pero eso no lo aceptaron los teólogos posteriores del ámbito sacerdotal. Dios no mutaba tan fácilmente sus amores y sus humores, y mucho menos los hacía depender, a la larga, del cumplimiento de un pacto, contrato o alianza en que, mal que bien, el hombre, aunque lejanamente, pudiera presentarse en una situación de igualdad, de par a par, con respecto a Dios. Es allí cuando, yendo más atrás de Moisés y resucitando las historias de los patriarcas, esta escuela teológica de los sacerdotes jerosolimitanos elabora la teología no de la alianza, sino de la promesa . Esa promesa que Dios había hecho en los lejanos orígenes de Israel y que María recordará en su 'Magníficat': "ha socorrido a su pueblo Israel, acordándose de su misericordia, como había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre". María no recuerda la alianza, recuerda la promesa. Así, en el último período del antiguo testamento, las esperanzas de Israel se dirigen no al pacto, dependiente de la observancia y lealtad siempre febles y lábiles del hombre, sino al inconmutable prometer del querer divino. Ya no se habla de alianza sino de promesa o, más fuerte aún, de esa que es entre los hombres como la definitiva promesa, la última voluntad: el testamento. Es una lástima que por ignorancia hoy se llamen a los libros bíblicos Antigua y Nueva Alianza, volviendo a estadios superados de la revelación, cuando lo correcto es seguir diciendo Antiguo y Nuevo Testamento.
Eso también es el matrimonio y tanto más el matrimonio cristiano, no una pura alianza condicionada, rescindible si alguno no cumple lo esperado, sino un verdadero testamento, una voluntad última, una donación inconmovible, postrera y definitiva de todo lo que uno es a su consorte; donación que no se puede revocar y de la cual ninguno de los dos podrá volverse atrás. Ese, a imagen del amor de Dios -perfectamente vivido por Cristo en su amor incondicional y hasta la muerte por su Iglesia-, es el verdadero amor matrimonial, tanto de parte del varón a la mujer, como de la mujer al varón.
El adulterio, la infidelidad, es tanto más grave respecto a Dios y respecto a la manera sacramental de vivirlo en el matrimonio, cuanto es un compromiso juramentado e irreversible que yo se que, por más que infiel quebrante mi honor y mi palabra, la otra parte no puede romper. Dios se nos ha entregado en Cristo para siempre. También el cónyuge verdaderamente cristiano queda atado indisolublemente por una palabra que es su última voluntad, su testamento, en donde expresa delante de Dios -de donde saca su firmeza-, el consentimiento de entregarse totalmente en irretornable amor, en definitivo testamento. No se trata de una mera alianza, un pacto, que, roto por una de las partes, la otra quedaría libre para tampoco cumplir. Es un sello indisoluble en donde sale de testigo y garante nada menos que el mismo Dios. De allí que cualquier otra forma de convivencia transitoria, condicionada, pasajera, contratada, pactada, podrá ser alguna manera de relación entre un varón y una mujer, pero jamás un verdadero matrimonio; jamás un amor que corresponda plenamente a nuestra dignidad de hijos de Dios.
Cuando la Iglesia en continuidad legítima toma la posta del viejo pueblo de Israel que, en muchos de sus integrantes, se disuelve en la secta farisea o en racismos que la apartan de la línea de prolongación con su historia, sigue viviendo el amor de Dios como un matrimonio, ahora concretizado en el Hijo que entrega su vida por ella. Como Cristo a su Iglesia ha de vivir su donación la mujer a su marido; como Cristo a su Iglesia ha de vivirla el marido a la mujer, en una reciprocidad en la cual el varón y la mujer ya se encuentran definitivamente iguales, y el adulterio cuenta con el mismo peso de gravedad suma, de vileza traidora, tanto para el uno como para el otro.
De tal manera se vive en el primitivo cristianismo el amor matrimonial como sacramento, como signo e imagen del amor de Dios que, aún cuando tímidamente, hacia el siglo II y III, la Iglesia va entendiendo que, aún para los pecados cometidos después del bautismo, existe otra oportunidad de perdón, la de la penitencia, la confesión, hay empero algunos pecados que se excluyen incuestionablemente de este perdón, entre ellos el adulterio. Mucho tiempo debió pasar, muchas luchas doctrinales y aún cismas dentro de la Iglesia - Montano , Novaciano -, para que finalmente se admitiera que aún el adulterio podía llegar a ser perdonado en el sacramento de la confesión. Aún allí las penitencias que se debían llevar adelante en la disciplina primitiva duraban toda la vida.
Esto es probablemente lo que explique que esta escena magnánima de Jesús perdonando a la adúltera falte en casi todos los manuscritos antiguos de los evangelios. Su primera aparición en los textos griegos se registra en un códice del siglo IX. Ya lo contiene, empero, en occidente, la versión latina de San Jerónimo, en el siglo V.
Se ve que durante mucho tiempo anduvo como una tradición suelta y oculta que muchos cristianos conservaron celosamente. A pesar de ello, amén de haber sido recogido canónicamente por la autoridad de la Iglesia, el relato en si mismo lleva la marca indeleble de la personalidad de Jesús y es perfectamente coherente con su accionar y enseñar. Es una joya de los actos y palabras de Cristo que los primeros cristianos tendieron a ocultar por temor a que, en asunto tan importante como el del matrimonio, se introdujera una cierta laxitud en la Iglesia.
Y, sin embargo, Jesús de ninguna manera está tomando a la ligera la culpa de la mujer, tanto es así que sus últimas palabras son "no peques más". Probablemente el texto quiera mostrar la misericordia extrema de Cristo justamente frente a uno de los peores entre los pecados. Lo que si está reprochando, en todo caso, es la indignidad de todo ese espectáculo machista que ofrecen estos israelitas que empujan a la mujer a la vergüenza en una especie de morboso exhibicionismo, a lo 'Gran Hermano', y en donde, más que proteger la institución del matrimonio, lo que se quiere es dar cauce a su insana sed de escándalo, de espectáculo subido, de venganza pequeña, casi de sexo sádico. Jesús inclinado y escribiendo distraídamente en el suelo es signo de la distancia enorme que existe entre la visión compasiva del pecado por parte de Dios y la crueldad inmisericorde con que el hombre suele juzgar las culpas de los demás, en condenas casi sin juicio ni defensa ni apelación, que destruyen famas, hogares, reputaciones, convivencias.
Al grupo vociferante de los dispuestos a ser verdugos de la mujer no le interesa la teología del matrimonio, ni siquiera el pobre marido que ve como los adornos de su frente se hacen públicos por algo que él quizá hubiera podido resolver en el ámbito de la intimidad con su mujer y su familia. Son un grupo que han enviado los fariseos y escribas para jorobar a Jesús, pero, por otra parte, brutalmente divertidos con esta perspectiva de mezcla de sangre y de sexo, fórmula siempre infalible de los best-sellers, con la cual, en esa jornada, introducirán picante regocijo en a lo mejor su normal vida burguesa.
Que no son del todo malas personas lo muestra el final de la historia. "Uno a uno, empezando por los más ancianos", frente a la actitud llena de dignidad y humanidad de ese gran señor que era Jesús, "se fueron retirando" en silencio. Esa extraña sensación que tenemos los hombres de que, cada uno en particular no somos del todo malas personas, pero que, en la locura colectiva, de grupo, de espectadores en simbiosis con la televisión o los espectáculos, somos capaces de realizar y tolerar las peores cosas, sacar de nosotros el aspecto más perverso... Jesús en sus palabras y porte logra romper esa red de complicidades en el mal que ha hecho de esos hombres una jauría de fieras, una barra brava, y los ha vuelto a su individualidad, a su interioridad, al fuero de sus conciencias, a su personalidad auténtica. Allí esos hombres han recuperado la cordura y la vergüenza y dejan a Jesús solo con la desgraciada pecadora ahora también ella no puro espectáculo, no defendiéndose de su infamia frente a la agresión brutal de los otros, sino dueña de su pecado y -después de hablar con Jesús-, de su arrepentimiento.
Pero es evidente que la escena, más allá del episodio particular, tiene, en su integración al evangelio, un fuerte cariz simbólico. Así como el adulterio es la figura misma del pecado, de la traición a la promesa de amor de Dios, así la adúltera se transforma en símbolo de todo pecador.
Ese pecado que no es una cuestión de reprobación o juicio público de los demás, tampoco el miedo que pueda producirme la amenaza del castigo divino, sino la íntima conciencia de mi infidelidad, de mi falta de respuesta al amor incondicionado de Jesús, del que me ha entregado y entrega constantemente su vida por mi, del que en mi bautismo me ha dado para siempre su palabra de amor... y que yo vivo en continuas grandes y pequeñas infidelidades, despreocupado... -a lo mejor, incluso, por la certeza de su seguro perdón-. Abofeteo a quien se que no me va a responder; muerdo la mano del que me da; traiciono a quien su palabra le impide traicionar; vuelvo con impune indiferencia mi espalda a quien se que jamás me dejará de amar....
¡Pobre Jesús que, una vez retirada la mujer, ha quedado solo en medio del atrio del templo! ¡Qué soledad su alma grande entre la miseria de los hombres! También yo me retiro del confesionario perdonado. Y quizá también yo lo deje solo... El evangelio no aclara si la mujer volverá o no volverá a pecar... ¿Volveré a pecar yo? ¿No se acaso que su promesa, su amistad inconmovible lo tienen atado? ¿Para qué ser fiel si lo mismo, a pesar de todo, se que el seguirá siéndome fiel?
María, Madre, Señora, ¡no me permitas seguir jugando con el amor de tu hijo Jesús!