2002. Ciclo A
5º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo". Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?". Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él". Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo". Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará". Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo". Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día". Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama". Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás". Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!". Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?". Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado". Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!". El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".
SERMÓN
(GEP 17-03-02)
Cuando hablaba de vida, el griego, idioma en el cual se redactaron nuestros evangelios, poseía por lo menos dos términos. Uno "zoé", de donde proviene nuestro vocablo "zoología"; otro " bíos " de donde, por ejemplo, "biología", con la misma raíz semántica "bi" de "vida". Empero, para los helenos de la Grecia clásica, estos términos, aparentemente sinónimos -zoé y bíos- apuntaban a sentidos diferentes. Bíos , utilizado ya desde Homero, designa el tiempo de la vida, y luego el modo, el estilo de vida y por lo tanto al vivir humano. De tal manera que, para Aristóteles, por ejemplo, había varios modos de vivir: la vida, el bíos, centrada en el disfrutar (apolaustikós), la volcada a la acción (prakticós) o la política (politikós) y, la más digna, la contemplativa, (theoretikós), la de los filósofos o dedicados al estudio de las cosas, al saber. Aún en el lenguaje vulgar bíos termina por designar algo más que lo que nosotros tildamos como biológico: lo cotidiano, lo que tiene que ver con la existencia humana, el oficio o profesión o puesto que ocupamos en la sociedad y aún a los bienes de fortuna que permiten vivir. Sobre todo bíos más allá de la biología adquiere una connotación ética -vida buena o mala- que le da su tono.
Zoé, el segundo término mencionado, en cambio, designa más precisamente lo vital, lo que distingue al viviente de lo inanimado. Vida que, como sabemos, puede clasificarse a su vez como lógica, racional (logiká zoa), humana o irracional, (áloga), animal. El término tiene una connotación hondamente natural, en nuestro lenguaje "biológica": lo que tiene que ver con la proliferación y el engendrar y el crecer de hombres, animales y plantas. Lo vital sería lo ubérrimo, lo sano, lo no enfermo.
Pero cuando estos términos comienzan a ingresar en el ámbito del lenguaje bíblico, poco a poco van cambiando de significado. El hebreo tiene clara conciencia de que la vitalidad de los seres, su existir, su capacidad de engendrar "creced y multiplicaos" proviene de una vitalidad, una zoología superior, que es la vida suprema del origen de todo existir, del Viviente por excelencia que es el mismísimo Dios.
Más aún se entiende que el verdadero viviente es Él, el poseedor de la verdadera vida, el Dios vivo, contrariamente a los dioses muertos a los cuales sirven los demás hombres en el corralito de esta tierra. Los seres zoológicos, comprendido el humano, que pululan en el tiempo terreno no son sino manifestaciones temporales, participaciones caducas, agitaciones finitas de ese supremo vivir sin término y en plena riqueza y en plena salud que es el de Dios.
Por eso, ahora, lo que en el pensamiento griego parecía superior, el bíos con respecto a la zoé , en el mensaje evangélico pierde envergadura, importancia. El puro vivir humano, ético, terreno, su dirección mundana, referida al ámbito de lo humano y secular, comprendiendo todos los intereses y preocupaciones de la existencia humana, incluso riquezas y bienestar, ni para san Pablo ni para Juan tienen importancia real: pertenecen a la esfera del mundo. Perderse en los asuntos de la vida cotidiana (del bíos dice Pablo a Timoteo -2 Tim 2,4- ) (...tou bíou pragmateíais...) es olvidar el destino de cada uno como luchador de Cristo. El bíos en los evangelios no es más que la vida humana cerrada en si misma y cuyos cuidados y satisfacciones distraen al hombre del destino que Dios le ha señalado. La vida de la 'carne', del 'mundo', en el vocabulario paulino de nuestra segunda lectura de hoy. En la predicación primitiva esta manera puramente humana de vivir termina por considerarse un ámbito que está en competencia con las exigencias que Dios impone al hombre.
Lo verdaderamente vital, en el lenguaje del nuevo testamento -a diferencia de los griegos- es la zoé . La zoé es, ahora, antes que nada, la vitalidad fecunda y feraz de Dios capaz de descender al hombre por la gracia de Jesucristo.
Ser cristiano para el Apocalipsis -usando lenguaje mitológico-es estar inscripto en el "libro de la vida" (to biblío tes zoés), poder beber del "agua de la vida" o comer del "árbol de la vida" -todo ello identificado con Cristo- y, finalmente, ser galardonados con la "corona de la vida", la corona victoriosa de los mártires, de los testigos de Cristo. "Yo soy la vida" (la zoé), dice Jesús, el "pan de vida", el verdadero Viviente que promete vida. Pero no el bíos, la vida efímera y recortada de este siglo, de este cosmos, sino la divina zoología, la inextinguible zoé de Dios. Precisamente la palabra Zoé es preferida por los autores apostólicos porque, contrariamente a Bíos , es vida que solo puede recibirse -como la recibe uno de sus padres- 'gratuitamente'. Contrariamente al bíos del griego clásico, obra precaria de los hombres que, a pesar de todo su orgullo y esfuerzos, no pueden construir su existencia más allá de sus acotados límites y de la muerte. La Zoé divina no se obtiene con esfuerzos de hombre, sino por condescendencia de Dios.
Pero también el término "muerte" alcanza, tanto en Pablo como en Juan, un significado superior al de la pura muerte biológica. La muerte física desempeña en la visión cristiana solo un papel accidental. En realidad el final de la vida es parte integrante de la biología humana. El acabarse natural y poco dramático -y mucho menos trágico- de la existencia, prescindiendo de las circunstancias que puedan hacerlo más o menos doloroso o cruel, es el destino innato y normalísimo de todo ser zoológico, incluso del hombre. Sin embargo en el nuevo testamento la muerte alcanza categoría de 'contraria a la vida', adversario maligno del vivir, cuando se refiere a la Vida con mayúsculas que ofrece Dios. Por ello se transforma en signo de definitiva perdición, en pérdida inconsolable y definitiva de la posibilidad del vivir divino. Ahora sí, morir es un drama, una tragedia contraria a la salvación, a la salud. El mismo término salud en el nuevo testamento potencia su significado más allá de lo médico y se transforma en sinónimo de salvación. El horror de la muerte ya no es, para Pablo, para Juan, el tener que morir, sino la incapacidad de realizar la vida, de alcanzar la divina salud.
Cuando uno lee nuestro evangelio de Juan hay que tener cuidado de interpretar los términos vida o muerte de modo superficial. La vida a la cual se refiere pertenece propiamente a Dios; la muerte consiste en perder aquella definitivamente. La verdadera muerte para el cristiano no es acabar la vida, es no encontrar la vida divina, la vida eterna.
Jesús es capaz ciertamente de restaurar la vida física, como en este caso de Lázaro, pero ese no es el verdadero milagro. El verdadero milagro es que Él da la Vida verdadera (la zoé) a aquel que cree, en comparación con la cual la vitalidad física recuperada por su amigo de Betania no es más que una vida superficial. Porque la fe no viene a salvar al hombre de la desgracia de la mortalidad humana, sino de la muerte que significa perder la vida que Dios por amor nos ofrece.
Por eso Juan no duda en afirmar que el que cree ya tiene la vida eterna -aunque tenga que pasar aún por el morir temporal a esta vida que no es vida-. La resurrección de los muertos, en el lenguaje de Juan, no es la de los que se levantarán hipotéticamente de sus tumbas de tierra o mármol, sino la de los que resucitan de la incredulidad que los cierra en este mundo y en esta vida y mediante la fe los abre al vivir divino. "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú sígueme, ¡vive!". El creyente, el que guarda su palabra, dice Juan, no verá la muerte. La que detectan los médicos con sus respiradores y monitores y encefalogramas y ondas planas no interesa, sino en la medida en que pueda estar acompañada de la segunda muerte, la perdición.
De tal manera que para el cristiano su vivir no está signado por su biología, por su existir puramente humano, bueno o malo, en destino oscuro y precario, breve y frágil, limitado por el cansancio final de su fisiología, capaz solo de ser rescatado en el recuerdo -más efímero aún- de los seres queridos o de las placas que borra el tiempo o de los estudiosos de la historia, sino que está substancialmente sostenido en el vivir de Dios, en su Zoé , su 'zoología' inserta en nuestra biología y ya entonando su canto permanente a la vida, a la alegría, al encuentro de amor con Dios plenamente realizado en el definitivo Reino.
Por eso hoy, nosotros, cristianos, a los diez años de la aviesa explosión que destrozara nuestro templo, nuestro pensionado de ancianas, nuestra casa parroquial y segara tantas vidas humanas, no venimos a recordar mustios a nuestros muertos sino a celebrar en la fe a nuestros vivos, a nuestros vivientes en Cristo, partícipes ya plenamente de la Zoé divina, después de su paso por este vivir terreno. No hemos transformado tampoco nuestras ruinas en una inmensa lápida conmemorativa, en recuerdo de muerte y en reclamo de venganza o de humana justicia. No levantamos nuestros puños en enconados reclamos, ni exigencias indemnizatorias. No revolvemos odios ni rencores ni ya, a esta altura, exigimos picotas y culpables. Alzamos nuestras voces, nuestros cantos y nuestras manos al cielo dando gracias. Mostramos la vida triunfando sobre la muerte, el amor sobre el odio, en nuestra hermosa iglesia Madre Admirable reconstruida, en nuestra parroquia pujante, llena de amor, de deseos de servir a nuestro prójimo, de alabar a Cristo, de perdonar. Desde ya resucitados, desde ya viviendo el vivir de Dios, de Cristo el dador de Vida.