2004. Ciclo C
5º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.» E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?» Ella le respondió: «Nadie, Señor» «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».
SERMÓN
(GEP 28/03/04)
Es curioso que Santo Tomás de Aquino , en su Suma Teológica , en la primera parte que dedica al estudio de Dios en si mismo, de sus atributos y de su obrar, destinando una cuestión a cada uno de los atributos, considera conveniente tratar de Su justicia y Su misericordia en una sola. Es que, aún en el hombre, la misericordia es algo que se integra a la justicia, como cuando un deudor que, en estricta equidad, ha de devolver una suma a un acreedor, porque lo ve en mala situación le retorna cinco veces más. Esa misericordia, ciertamente, supera lo justo, pero de ninguna manera se le opone.
Y en Dios, más aún, porque su misericordia antecede a toda justicia. La justicia, en su acepción más simple, ya lo sabemos, es 'dar a cada uno lo suyo', lo que es debido, lo que corresponde. Y si bien es cierto que cada creatura, una vez en la existencia, parecería tener derecho a todo lo que le es necesario para desarrollarse y alcanzar su plenitud, y esta justicia Dios no se la niega, el hecho de ser, de existir, de haber nacido, ya no pertenece al campo de lo justo o lo debido, porque la nada de la cual somos creados y que nos antecede en la existencia nada es y, por lo tanto, no tiene ningún derecho. Antes de haber sido concebidos, ninguna justicia podía pretender que naciéramos, que fuéramos creados. No es la justicia, pues, sino la bondad, la liberalidad y la misericordia de Dios las que están en el origen de la existencia. De tal manera que, antes que la justicia, en Dios obra la misericordia, de la cual en todo caso se nutre Su justicia.
Pero si todos tenemos un concepto más o menos estudiado de justicia quizá no hayamos reflexionando suficientemente en el de misericordia. Es claro que en Dios existe supremamente la justicia, ya que Él es la suma Sabiduría creadora y, en las acciones, la norma de todo actuar. La creatura procede justamente en la medida en que se deja guiar por ese Su saber y Sus normas. Pero ¿la misericordia? ¿No parece ser un atributo demasiado humano?
Se dice misericordioso -decía San Agustín - al hombre que tiene el corazón lleno de miseria -' miserus cor' , en latín-. Pero no de la miseria propia, sino de la que, por compasión, vive por el otro. El misericordioso es aquel que sufre la tristeza ajena como propia y trata de solucionarla o paliarla como si fuera de él. A Dios, ciertamente, en su infinita beatitud, no le corresponde, estrictamente, entristecerse. Eso -lo de entristecerse por la miseria ajena hasta la muerte- se lo dejamos al Corazón de Jesús, a su humano penar.
Pero sí cabe a la bondad de Dios el tratar de remediar la tristeza y las carencias ajenas. Por ello, según el mismo Santo Tomás de Aquino, aunque Dios no pueda sentir dolor, la misericordia "le compete máximamente; pues lo único capaz de remediar las tristezas y carencias son los bienes, y el primer origen de toda bondad y todo bien es, precisamente, Dios". Y así Santo Tomás explica: "el origen de toda perfección, valor y bien en este mundo es la bondad de Dios". En cuanto esas perfecciones y bienes se dan de acuerdo al orden y a la sabiduría divina, emanan de Su justicia . Pero en cuanto lo que concede lo sea a modo de remedio, de superación de penas, carencias o dolores, viene de Su misericordia . En el fondo, porque, a partir de la nada que lo antecede, todo, en el hombre, es carencia 'hacia' su supremo fin, detrás de toda acción de Dios respecto del hombre, más acá y más allá de la justicia, se encuentra Su misericordia.
La justicia humana para ser auténticamente justa debería ajustarse a la justicia y, por supuesto, también la misericordia de Dios. Porque si es verdad que la misericordia es la plenitud de la justicia, también es verdad que sin justicia no puede haber misericordia.
Y ya sabemos que, sin verdadera justicia, no puede haber sociedad. Si el que trabaja, invierte, estudia, construye, inventa, es eficaz, inteligente, no tiene derecho a lo suyo, y los funcionarios del Estado disponen de sus bienes a su voraz arbitrio; si la ley protege al delincuente y maniata al honesto y aún le impide defenderse; si los encargados de administrar justicia se someten a otros poderes y lucran con ella -además de llamar justicia a insoportable maraña de leyes y al paulatino crecimiento de normas contranatura-; si es la ignorancia, la molicie, la incapacidad, la prepotencia, la insubordinación, la inmoralidad, la sodomía, lo que da derechos y no la honestidad, la capacidad y el trabajo; si el país es manejado por un pequeño grupo de hombres encaramados a resortes artificiales de poder y nombrados en repartijas nocturnas de listas sábanas, complicidad de periodistas y acomodo de algunos poderosos empresarios inescrupulosos... es improbable que pueda hablarse de justicia y, mucho menos, de misericordia, aunque bautizada de justicia social u otros inventos, que, a la larga, han promovido la injusticia y creado muchísimo más pobreza que la que decían querer erradicar.
Pero cuando la aparente justicia trabaja sobre la mentira, sobre la tergiversación de los hechos, creando culpables entre inocentes y declarando víctimas a los delincuentes; cuando la historia se deforma de tal modo que terroristas marxistas y asesinos son transfigurados en pacíficos e ingenuos idealistas y las defensas institucionales de la sociedad -defensas sin las cuales ninguna nación puede subsistir- son sistemáticamente calumniadas como insaciables vampiros sedientos de sangre, sádicos torturadores y mercaderes de recién nacidos, ya la justicia se transforma, no solo en monstruosa revancha y venganza de derrotados vueltos al poder, sino en mentira diabólica llena de vesania y ruindad que solo puede seguir envenenando el corazón de los argentinos, poniéndolos a merced de sus adversarios de siempre... si no del mismísimo Adversario por excelencia.
Pero el evangelio de hoy nos traslada a las antípodas de este ambiente asfixiante y perverso. Es curioso que, en los manuscritos que nos llegan de las Iglesias de Oriente, este pasaje no figure sino hasta el siglo V. La disciplina penitencial de la Iglesia de entonces, después del bautismo, consideraba como imperdonables, aún con el sacramento de la penitencia entonces en evolución, tres pecados: el de homicidio, el de adulterio y el de apostasía. Este evangelio parecía, pues, excesivamente laxo como para figurar en la lectura pública eclesiástica. La Iglesia romana, en cambio, trae el evangelio de la adúltera en todas las versiones latinas que han llegado a nuestras manos y cuyos manuscritos se remontan al siglo III. Es verdad que existe un cierto desconcierto en cuanto a su ubicación y atribución. Varios manuscritos lo colocan como parte del evangelio de Lucas. Y los exégetas actuales parecen favorecer esta autoría, ya que encuentran en el relato más rasgos lucanos que joánicos. Son discusiones eruditas que no nos interesan: el episodio pertenece ciertamente al texto inspirado recibido por la Iglesia, y así lo tomamos.
En la magnífica película de Mel Gibson , la mujer de este episodio se identifica con la pobre María Magdalena. Es una atribución impropia. Ya San Gregorio Magno , para disminuir el papel de María Magdalena en la primitiva Iglesia, la había identificado arbitrariamente con María de Betania y con la pecadora anónima de Lucas. Magdalena hoy en día es sinónimo de arrepentida. Lo cierto es que esta identificación es incorrecta. Se trata de tres mujeres distintas, y la María Magdalena de la historia no tiene nada que ver con una mujer pública convertida. Mucho menos con la adúltera con la cual la identifica Gibson por motivos cinematográficos y a partir de las revelaciones privadas de Ana Catalina Emmerich .
A Jesús se lo ve, en la película, trazando en el polvo con su dedo el dibujo de una serpiente. No es una mala idea. De hecho los antiguos intérpretes, los Padres de la Iglesia, se devanaron los sesos pensando en qué es lo que habría escrito por dos veces Jesús en el piso como para que los judíos dejaran su agresividad y su inquina y, avergonzados, uno a uno se retiraran... Pueden encontrar las diversas teorías en cualquier comentario a Juan. La cuestión es que, dado que la escena es colocada por el evangelista en el templo, es decir en uno de los pórticos o enormes aleros que, sostenidos por columnas gigantes, rodeaban el perímetro del patio exterior de lo que era propiamente el templo, y todo había sido magníficamente construido por Herodes en mármol traído de Grecia y baldeado cotidianamente por los levitas, difícilmente hubiera polvo alguno en donde marcar ninguna letra o dibujo. El gesto de Jesús de pasar el dedo por el suelo, sentado sobre sus piernas cruzadas como estaba, es simplemente un gesto de ensimismamiento, como refugiándose en su interior y su contacto con el Padre para respirar aire puro, en medio de esa turba más maloliente de suciedad interior que exterior, que lo embargaba de tristeza. Pero por ellos mismos daría su vida días después, asumiendo en su cuerpo y su corazón, toda esa miasma, todo ese odio, toda esa malevolencia...
Ancianos libidinosos y malos: empujar avergonzada a una jovencita sorprendida en un mal paso. No hay que pensar en la adúltera veterana, en la mujer que realmente traiciona a su marido, a Dios y a su palabra, o al marido infiel que traiciona a su mujer. No se trata tampoco de los adulterios legalizados de nuestros días.
La mujer -afirmaba la turba de bellacos- debía ser 'apedreada'. Apedreada, no simplemente la pena de muerte, a veces atroz, que se imponía a la adúltera común. Y es bueno apuntar aquí que jamás habla el Antiguo Testamento, en odiosa desigualdad, de que el marido adúltero pueda sufrir ninguna pena ni acusación. Había mujeres adúlteras, infieles; no maridos. Pero la muerte a pedradas, indigna, pero quizá relativamente clemente, estaba reservada no a la verdadera adúltera sino a la 'prometida', aún no casada, pero ya ligada legalmente a su futuro marido, si era sorprendida transgrediendo el contrato. Jovencita, pues, de no más de doce o trece años, atado su futuro a veces a un desconocido con el cual habían negociado la boda sus padres. Sin opción, sin amor; hoy la Iglesia declararía nulo un matrimonio semejante. Vaya a saber quién tendió una celada a su corazoncito adolescente, o quién se enamoró perdidamente de ella y la atrajo a su torpe consuelo, en la desesperación, a lo mejor, de un próximo matrimonio con alguien a quien no conocía ni quería. Pero no cedamos a la falsa piedad. Comprensible; pero ciertamente la joven había estado mal.
(Sin embargo, una experiencia semejante deben haber pasado María y José cuando ella, comprometida con éste, antes de convivir, se encuentra embarazada. José, hombre santo -'justo', dice Mateo-, sin dudar de la inocencia de su prometida, en lugar de acusarla, decide, antes de su sueño esclarecedor, abandonarla en secreto. La culpa del embarazo en todo caso caería sobre él y María sería aceptada por todos con el hijo de su prometido marido fugado.)
Pero aquí están estas bestias sedientas de espectáculo -y espectáculo morboso, prohibido en horario de protección al menor- arrastrando a la chiquilla en medio de la multitud que deambula por el templo, para tender una trampa a Jesús. O se muestra misericordioso, haciendo caso omiso a la ley de Moisés; o pierde su fama de profeta bondadoso, corroborando la espantosa ley. (Como curiosidad: cuando más tarde, después de la caída de Jerusalén, el judaísmo oficial -no los judíos, ya que los primeros cristianos eran todos judíos- se separa del cristianismo bajo la conducción de los fariseos y declara herejes a los cristianos, los rabinos mitigarán la pena y, en lugar de mantener la de muerte a pedradas, impondrán a las adolescentes adúlteras la pena de morir estranguladas. Poco habían aprendido de Jesús.)
Así, pues, no hay que buscar palabras escritas en el suelo ni signos esotéricos. Es la majestad y bondad que irradia la figura de ese hombre inclinado hacia el suelo; es el silencio azorado de los discípulos que lo rodean; es quizá la visión de la pobre mujercita avergonzada obligada a estar de espectáculo allí parada a la vista de todos; es, por fin, la frase cortante y afilada de Jesús que penetra sus endurecidos corazones, lo que finalmente despierta en esos hombres -pasado el momento de regocijo exaltado de la barra brava, vueltos a su individualidad, otra vez personas- rescatando esa chispa de bondad que nunca deja de latir en el fondo de ningún hombre, aún el más corrompido, lo que los lleva a retirarse poco a poco, empezando por los más ancianos. Ellos, que también fueron alguna vez jóvenes y que han visto tanta maldad en el mundo y quizá se han malacostumbrado a ella, y que saben que hay pecados adultos muchísimo más perversos que los de las debilidades adolescentes.
No necesitan decirse nada. También ellos miran al suelo y se van retirando. Cuando vuelvan a sus casas no se atreverán a contar ni a su mujer ni a sus hijos ni a sus nietos en que patota bestial han estado mezclados, y quizá, esa noche, no dormirán tan bien como de costumbre, y en sus vigilias, recordarán la escena de ese hombre magnífico, descolocándolos con su breve frase y su actitud de apenado desprecio, y a la pobre chica humillada, con sus ojos bañados en lágrimas, que bien podría ser una de sus hijas, una de sus nietas...
¡Ancianos de Israel! ¿es éste el pueblo elegido por Dios y preparado durante tantos siglos para honrar y recibir al Mesías? ¿Qué le espera a él, a Jesús, el hijo de María, sin defensa, sin valedores, sin abogados que le defiendan, sin prensa que lo apoye, sin organizaciones ni piqueteros que vociferen y lo rescaten, sin maridajes de intereses, frente al poder ominoso de los partidos, del contubernio de influjos despóticos, de pretensiones de autocracias en ciernes...?
Pero todavía, cuando se han ido todos, Jesús y la adúltera frente a frente, no son los hombres los que impartirán justicia: es el corazón de Cristo, transido por la justicia de Dios que es, antes que todo, misericordia. Y allí, finalmente, se encuentran solos, como dice San Agustín, 'la miseria' y 'la misericordia'. La suprema justicia de Dios.
La justicia de los hombres crucificará a Cristo. El responderá con la justicia de Dios: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".
"Vete niña, yo tampoco te condeno, no peques más"