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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2005. Ciclo A

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45 (Jn. 11,1-45 ó 1-7.20-27.33b-45)
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo". Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?". Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él". Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo". Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará". Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo". Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día". Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama". Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás". Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!". Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?". Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado". Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!". El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".

SERMÓN
(GEP 13/03/05)

Hace unas semanas me llamaron de una editorial para pedirme un artículo sobre qué respuesta la Iglesia podía dar a cataclismos tan terribles para la vida humana como el Tsunami con sus 240 000 muertos.

Como el libro juntaría mi artículo con otro de un musulmán, un protestante, un judío y no sé qué otros representantes de un combo de religiones decliné la -por otra parte-, amable invitación, aduciendo compromisos impostergables. Esto de andar poniendo en pie de igualdad diversas opiniones con la enseñanza de la Iglesia no hace sino perturbar a la gente, aún cuando no se trate de temas que atañen al dogma o a verdades fundamentales. Aún solo comiendo ravioles que se retrate a un sacerdote al lado de un bonzo, de un maestro zen, de un muslim y de un pastor evangelista, no sirve sino para confundir. Como si se hiciera una mesa redonda donde se juntaran un médico recibido en una Facultad en serio, otro que falsificó su título, un propagandista de las flores de Bach, un curandero, un mano santa, un lápidoterapeuta, una bruja y un sanador.

Pero la cuestión es que, el ya olvidado Tsunami, aunque impresionante, es un fenómeno que, aún en su excepcionalidad, entra dentro de las generales de la ley. La cifra de muertos apenas modifica las estadísticas de las 64 000 personas que mueren en el mundo por día y por diversas causas.

Tampoco parece una cifra impresionante la de 200 personas que mueren en una discoteca, si uno piensa que en la Argentina mueren 600 personas por mes en accidentes de tránsito. Siete mil por año. Sumados a los 120 000 que quedan baldados o mutilados.

Es verdad que las estadísticas nos consuelan cuando nos dicen, por ejemplo, que, en Francia, solo mueren por año, fulminadas por rayos, 15 franchutes -si bien es verdad que unos 2000 vacunos-; o que, en España, hay apenas 700 asesinados por año. Comparados con los nuestros, una cifra irrisoria. En realidad en la península ibérica más mueren por suicidio: anualmente 2500. Cifra que aumentará ahora que gobierna Zapatero. Nada comparable, de todos modos, a los 8 millones y medio de muertos de la primera guerra mundial y a los 70 millones de la segunda; ni a los 20 millones asesinados por Stalin durante su gestión comunista; ni al millón de católicos asesinados en Biafra -ante la indiferencia del mundo-, hacia el 70 y el otro millón de cristianos liquidados por el Islam en Sudán en el 2002. Tampoco mucho que ver con los 48 millones de seres humanos asesinados antes de nacer en Estados Unidos entre 1973 y el 2004.

Y tampoco comparable con los seis mil quinientos millones, por lo menos, de seres humanos que morirán en el mundo en los próximos cincuenta años, que son los que en el día de hoy habitan nuestro planeta.

El que mueran todos juntos, o separados, o dispersos en diversos continentes y distintas circunstancias, el que lo hagan el mismo día o el mismo año, en realidad, es un cambio de circunstancia sin consideración. El problema continúa siendo no el estadístico, sino el de la muerte de cada cual. En todo caso el de la enfermedad, el accidente o la muerte mía, o la de mis padres, o mis hermanos, o mis hijos, o mis amigos. En todo caso, en el Tsunami, el de Shu Ming y sus padres desesperados y el de cada uno de los Shu Ming no importa el número que alcanzaran. Hablar de grandes cifras es como hablar de la desaparición masiva de los dinosaurios a fines del período cretácico. ¿A mí que me importa? En todo caso su extinción permitió que prosperaran los mamíferos y entre ellos los primates y, finalmente, el hombre.

El duque de Edimburgo, el príncipe Carlos, Brigitte Bardot, los partidos verdes estarán preocupados por la aniquilación de las especies y llorarán seguramente la desaparición del 'Tiranosaurus rex' y aún del virus de la viruela o, más tiernamente, el peligro de extinción del oso Panda. Pero lo cierto es que, aparte sus aspectos útiles o nocivos para el hombre, ningún animal tiene sentido por si mismo. La muerte de sus individuos siempre está subordinada a la prosperidad o no de la especie, y aún la desaparición de las especies está en función de la aparición de otras.

La cosa cambia en el ser humano, porque allí lo que causa problema y angustia, no son el millón o los cien mil o los cincuenta que aparecen en los recuadros estadísticos -y que, por otra parte, son reemplazados inmediatamente por otros números, de tal modo que la población humana en los últimos tiempos va siempre en aumento- sino que interesa la persona. El que muere, con nombre y apellido, el que es llorado por sus seres queridos que lo sobreviven. Llorado al menos por un tiempo. Por un tiempo -digo- en el doble sentido: por un tiempo lo lloran y por un tiempo lo sobreviven; todo es cuestión de saber esperar.

Por eso a veces me asombra, al correrse de vez en cuando esas profecías de que está próximo el fin del mundo, cómo mucha gente se asusta, pregunta, sufre angustias. No se dan cuenta que, de hecho, el fin del mundo para cada uno es el momento de su propia muerte y que, en la práctica, está bastante más cerca de lo que pensamos. ¿Quién me puede asustar diciéndome que el fin del mundo vendrá en los próximos veinte años?, cuando sé, sin necesidad de profecía alguna, que -siendo muy optimista- dentro de los próximos veinte años me voy a morir, simplemente porque así es la naturaleza, y mi reloj biológico ya hace mucho tiempo que ha superado la cantidad estándar de tic tacs. Solo puedo pedir a Dios que me haga la gracia de no morir babeando, ni entubado en una sala de terapia intensiva, sino -confesión previa y unción- de un lindo ataque al corazón o, mejor, si Dios me da la gracia, mártir, degollado por un musulmán o baleado por algún matón marxista -cosa que ya no parece imposible, dada la calaña de la gente que ha ocupado el poder en nuestro país-.

En fin, lo que Dios quiera. De todos modos, aunque sea verdad que 'un bel morire tutta la vita onora ', no me importa demasiado cómo ni cuándo se produzca mi muerte, sino lo que debo hacer todavía con la vida que me resta. Al fin y al cabo, dice la Escritura, Dios no nos ha creado para la muerte, sino para la vida. Y el Tsunami, aún el Tsunami K, para aquellos que vivieron y viven como Dios manda y en fe, no fue ni es instrumento de muerte sino de verdadera vida. Para los que lo sufrieron y sufren y para los que por él tuvieron y tienen que reflexionar en la impredecible hora del final, que de una manera u otra a todos nos toca, pero que, en las modas contemporáneas, deja de ser tema de conversación y se oculta debajo del césped siempre verde de los jardines de paz y los memoriales, o en las salas de terapia donde apenas te dejan pasar y ver a los tuyos.

Al evangelista Juan no le interesan las estadísticas, ni tampoco el llevar adelante un catálogo minucioso de las intervenciones y palabras de Jesús. Rescata lo substancial, lo que puede servir a su presentación de Cristo. En su evangelio, antes de pasar al tema de la glorificación de Jesús a partir del capítulo 13, lo hace ver a través de lo que Juan llama signos -y los demás evangelistas milagros-. Signos, recalca el evangelista, porque no quiere presentar al Señor como un mano santa, un taumaturgo, sino como alguien que, con estos hechos llamativos solo atribuibles a la mano de Dios, muestra lo que es y lo que significa para nosotros. A partir de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná, el primero de los signos, Juan solo narra cinco más, relacionados todos con la vida, con la luz: dos curaciones; multiplicación del pan; vista al ciego de nacimiento, culminando todo con la vuelta a la vida de su amigo Lázaro. Todos estos hechos sirven a Juan de introducción a discursos en donde el Señor se presenta como la verdadera bebida, el verdadero pan, la verdadera luz, la verdadera vida. Más aún: solemnemente: "Yo soy el agua" -en sus diálogos con Nicodemo y la Samaritana-; "yo soy el pan"; "yo soy la luz" -lo oímos el domingo pasado-; "yo soy la resurrección y la vida": el evangelio de hoy.

Y en todo esto no juega la estadística, los grandes números. Por más que intentara investigar el período de vida pública de Cristo la Organización Mundial de la Salud no percibiría ningún cambio ni en la salud de la gente, ni en su alimentación, ni en la situación de los no videntes, ni en la mortalidad general. Pero a Dios no le interesan las cifras, la humanidad en general, la raza esta o cual: a Dios le interesan las personas. Jesús es el pastor que conoce a cada oveja por su nombre. Y eso trata de destacarlo Juan cuando, en estos signos, siempre intervienen personajes bien reales, con su nombre, bien identificados en sus familias, en sus relaciones, en su patria y convicciones. Nicodemo, la Samaritana, el ciego, son personajes bien característicos, cada cual con su psicología inconfundible. Y hoy el Señor no saca de la tumba simplemente a un ser humano, un NN de una gran matanza o catástrofe, sino a un amigo, con sus hermanas, con su casa, con su apego a Jerusalén, Lázaro, a quien llora, y que le seguirá siendo amigo.

Muchos relatos legendarios tratan de completar lo que el evangelio calla de la vida de Lázaro después de haber retornado a este mundo. No vamos a mencionarlos. Lo que de todos modos se supone es que Lázaro volvió a esta vida para tener luego otra vez que morir. No es esta la vida a la cual Dios y Jesús llaman a su amigo. El hecho solo sirve como signo de la verdadera resurrección. No la vuelta a la tierra, el regreso de los muertos vivos -como en esas desagradables películas de miedo-, sino el paso definitivo, la transformación, la metamorfosis a la vida plena y divinizada cuyo primer ejemplar será Jesús. Esta llamada resurrección de Lázaro hay que escribirla con requeteminúsculas, porque solo apunta simbólicamente a la que inaugurará Jesús, en su humanidad glorificada, en la gloria de su hora, de su Cruz.

Así como este mundo y sus bellezas -por más marcadas que estén de caducidad y dolores- son como el anticipo, o la huella, o la prueba, del poder, el saber y la bondad y hermosura divinos, la resurrección de Lázaro -en realidad la vida de cada uno de nosotros- no quiere sino ser signo, anticipo, de la Vida sin sombras, sin límites, sin penas, que vive Dios en si mismo. De la cual Vida, mediante Jesús, quiere hacer partícipe al hombre, si es capaz de desprenderse, en fe, esperanza y caridad, de su anclaje en este mundo, en su yo, en sus apetitos egocéntricos y sus posiciones egolátricas.

Lázaro es un personaje real, en su individualidad única, como reales son, más allá de los papeles y los gráficos, cada uno de los vivos y los muertos que se señalan en los grandes números de los sociólogos y los economistas. Dios no ofrece la Vida al hombre en general, sino a vos, a aquel, a mí, cada cual con su intimidad teñida de historia, de realizaciones y fracasos, de promesas de futuro y de nostalgias de pasado, de hechos de los cuales podemos estar orgullosos y contentos y de los que no quisiéramos que nadie se enterara, imbricados con otra gente con su nombre y apellido, con idioma y patria, cuyos dolores nos duelen y sus alegrías nos alegran. Lázaro, precisamente porque no es un anónimo, se transforma en el representante de cada uno de nosotros, de los amigos de Jesús, de los amigos de nuestros amigos, y hermanos de nuestros hermanos, y pertenecientes a nuestras casas y enarbolando nuestras banderas.

Para el poder de Dios quien, por otra parte, mantiene a cada ser humano en su existencia, y escruta hasta la última entretela de su personalidad, uno o diez es lo mismo que seis mil quinientos millones o un millón de millones. Porque, en el fondo, Dios no sabe contar: en la simplicidad infinita de su ser, es como si todo lo creara y fuera para cada uno; no piensa en millones a la vez, toda su mirada está concentrada eterna e infinita en vos, y todo lo conduce en tu vida como si vos fueras el único de quien se ocupa.

Épocas difíciles estas en que, como el hombre no tiene el poder ni la bondad de Dios, los que manejan los destinos de los pueblos a cualquier nivel, solo piensan en el número, en el padrón electoral, en el monto del impuesto que extraído uno a uno de personas que lo sufren en su viva carne, para ellos es una cifra más de origen anónimo y de la cual sacar tajada.

El manejo estadístico, mediático, el imperio de las encuestas y, por supuesto, en la pirámide, el interés mezquino del que solo le importa perpetuarse en el poder, ejercerlo para su beneficio, para sus allegados, para sus cómplices. Peor, cuando para medrar en el poder lo hace a costa de la verdadera prosperidad de la Nación. Y para poder tiranizar, dividir y corromper. Peor si no solo actúan en vulgar narcisismo comprometiendo la felicidad de los mismos que los votan, sino enfrentándose desaforadamente con los que podrían ayudar a la Nación y aún atacando lo más sagrado, violando todas las normas, enfrentándose como energúmenos con la misma Iglesia.

Pero al fin y al cabo su accionar no pasa de su pequeña parcela de bienes y tiempo en este mundo. Para lo importante no somos polvo estadístico, para Dios no somos encuesta. Para la verdadera Vida, a la cual tiene que apuntar todo cristiano y buscarla en santidad, solo importa nuestra relación con Cristo y con los nuestros, nuestros próximos, nuestro prójimo, aquellos a quienes podemos conocer, amar e influir y, por lo tanto, ayudar a crecer y hacerse santos y llegar a la verdadera Vida, en Cristo Nuestro Señor; en María, nuestra Dama.

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