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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1975. Ciclo A

5º Domingo de Cuaresma
16-III-75

Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo". Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?". Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él". Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo". Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará". Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo". Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día". Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama". Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás". Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!". Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?". Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado". Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!". El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".

SERMÓN

Ya en el horizonte se perfila la silueta de la ciudad santa, Jerusalén. El dibujo de las sendas que el hijo del Hombre ha hollado en Palestina, buscando a sus ovejas perdidas, apunta ahora decididamente, en su tramo final, al horrendo monte del Calvario. En algún lugar de los talleres de la fortaleza de Pilatos, confundidos en un montón hay cuatro clavos forjados esperando y dos tablones. Y hay una planta de espinos, aún inocentes, agitada por el viento.
Se acercan, sí, los días terribles de la Pasión, la angustia de la derrota y del abandono, la sangre y la tortura, el miedo, los rostros contraídos del rencor y del odio, la infamia de la condena y de la desnudez, la agonía acerba, el ahogado grito de la muerte, el silencio sin esperanzas del sepulcro.
Y de tal manera el suplicio en cruz marcará el momento culminante de la vida de Cristo que, desde entonces, dos maderos cruzados serán el símbolo por antonomasia del cristiano.

Y ¿qué es esto? ¿Qué adoramos, cristianos? ¿Qué extraño sadismo o masoquismo nos lleva a depositar nuestra fe y nuestra esperanza en ese fúnebre signo de muerte? ¿Qué extraña y morbosa manía nos conduce a emplazar en nuestras casas e Iglesias este lóbrego emblema?
Como respondiendo a nuestra perplejidad y prevenir nuestro escándalo –perplejidad que se re renueva en todas las angustia y cruces de nuestra vida‑ Cristo, como prefacio a su Cruz y su calvario, hoy nos habla de ‘vida’ y se presenta triunfador sobre la muerte, en Lázaro. Y el domingo de Pascua completará su respuesta luminosa en el epílogo triunfal de su Resurrección.

No: el cristianismo no se solaza en la muerte: habla de vida y, al hablar de vida, habla de alegría, habla de felicidad, habla de gozo y plenitud. Pero no de la vida, la alegría, la felicidad que nos vende el mundo bobo, falsa vida y felicidad abrevadas en la abdicación de lo que el hombre tiene de más noble: su espíritu e interioridad, breve satisfacción de los sentidos, orgasmo del instinto, aturdimiento sensitivo epidérmico deleite, pedestre horizonte, perecederos bienes y que puede comprar el oro de Rockefeller, sino de vida verdadera, Vida con mayúscula, Vida divina, Vida imperecedera, sin sombra de enfermedad, de desgracias, ni de muerte.

De allí que la Vida que transfunde Cristo ha de pasar por el camino de la Cruz, porque aspirando a las alturas ha de aniquilar antes en nosotros todo lo que hay de bajo y de grosero, de burdo e innoble, de bestial e inhumano y, por lo mismo, se gesta en el sacrificio y la disciplina, en la muerte a todo lo que nos envilece, en la mortificación del egoísmo mezquino que constriñe nuestros ímpetus de grandeza a los pequeños imites de nuestro yo, en la sujeción de nuestras pasiones, al señorío noble de nuestra razón iluminada por la fe, en el olvidar nuestros planes humanos y el mirar de nuestras cortas luces para asimilar el sabio querer de Dios.

La cruz cristiana, en sus múltiples manifestaciones en el correr de nuestra vida, no es, pues, la renuncia absurda del demente que se autodestruye o suicida o despilfarra, ni la resignación fatalista del que a la desgracia no sabe enfrentar el coraje de la lucha. Es, en el fondo, la hábil negociación del comerciante que, a trueque de mayores bienes, se desprende de menores, del que a ínfimo precio de pichincha obtiene opulenta hacienda, del que casi casi con billetes falsos consigue lo que compra. Porque, como dice San Pablo: “Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, superior e incomparable” y, en otro lugar, “los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se manifestará en nosotros”.
El cristianismo es, por tanto, afirmación de vida, pero de una Vida superior, sobrehumana, producto del amor de un Dios enamorado de nosotros que quiere transmitirnos su propia divina Vitalidad y venturanza y que, para ello necesita que le hagamos lugar vaciándonos, transformando en moneda que Él acepta misericordiosamente los girones paupérrimos de nuestro yo. Porque “el que quiera salvar su vida la perderá; aquel que la entregue por amor a mí y a los demás, la encontrará
Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi, anquen muera vivirá y todo el que vive y cree en mi no morirá jamás
“¿Crees esto?”
“Creo, Señor.”

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