1980. Ciclo C
5º Domingo de Cuaresma
23-III-80 Carmelo
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.» E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?» Ella le respondió: «Nadie, Señor» «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».
SERMÓN
El acabado de escuchar, es el único pasaje evangélico que nos diga que Jesús haya escrito algo –katégrafen- y es posible que ni siquiera lo escrito hayan sido letras, un gesto distraído, quizá, en medio de la tristeza de su meditar ensimismado frente a la escena penosa que le presentaban.
Jesus y la mujer adúltera. Iglesia inferior de San Pio da Pietrelcina. San Giovanni Rotondo, Marko Rupnik.
Por supuesto que sabía escribir, como sabía leer –según nos muestra el evangelio cuando nos lo hace ver leyendo a Isaías en la sinagoga de Cafarnaúm-. Ni siquiera sus enemigos le negaban el título de ‘Rabí', ‘Maestro', que, entre los israelitas, suponía leer e interpretar la Escritura. De todos modos, si en otros pueblos el escribir y leer era solo propio de las clases cultas o de cronistas o comerciantes o embajadores que debían dar cuenta de sus misiones -no hay que olvidar que la escritura moderna nace en un pueblo de viajeros y comerciantes, los fenicios- entre los judíos, el pueblo de las Escrituras, de la Biblia, ningún miembro más o menos piadoso podía dejar de saber leer el texto sagrado.
Pero, la verdad es que, a pesar de nuestra certeza de que Cristo sabía escribir, excepto este pasaje, no nos consta el que Jesús haya escrito nunca nada. Más bien, aunque años después se muestra, apócrifa, una supuesta correspondencia suya con el rey de Edesa, Abgaro, parece que nada dejó escrito de sus enseñanzas. ¡Imagínense cómo, de haberlo hecho, se hubiera guardado, al menos, su recuerdo! Se conservan las cartas de Pablo, redactadas quince o veinte años, apenas, después de la muerte de Jesús, ¡cómo no se iban a recordar las de él!
Pero, ya que estamos en el tema de escribir, y sin entrar en el tema de la historia de la redacción del nuevo Testamento, que otras veces hemos tocado, sería interesante saber cómo llegan las Escrituras a nuestras manos.
Los católicos, comprándolas, por supuesto. Y no tan baratas. Los protestantes, en cambio, a veces las regalan, financiados como están por las sociedades bíblicas americanas.
Pero estas llamadas Biblias que adquirimos en las librerías ¿qué son? Evidentemente traducciones de las versiones que se suponen originales. Como Vds. saben, Cristo hablaba, muy probablemente, arameo. El hebreo, fuera de ciertos círculos jerosolimitanos ya, al parecer, no se hablaba más. En esa época sería ya una lengua muerta que conocían solo los eruditos, al modo del latín hasta hace unos decenios.
Pero el arameo, aunque hacía siglos había sido la lengua franca de de esas zonas, era ya menos que una lengua. Casi un dialecto, hablado solo por los judíos más conservadores, y en provincia.
El idioma que, en la época de Jesús, todo el mundo conocía -que permitía entenderse a la gente -desde Egipto a Roma- era el griego, extendido a todas partes por las conquistas de Alejandro. De tal manera que, cuando el evangelio rompe la estrechez de su marco judío y se hace universal, se expresa de inmediato en la lengua griega, en la cual, por otra parte, doscientos años antes, ya había sido traducido el Antiguo Testamento en la famosa versión de los LXX. Y griego, seguramente, también habló Jesús.
El latín, dado el reciente dominio de Roma sobre los antiguos reino helénicos y orientales, era solo entendido por las clases altas. Quizá algo supiera nuestro Señor.
Así, pues, el Nuevo Testamento –evangelios, epístolas y Apocalipsis- está escrito originalmente en griego. Y griego habría que saber si uno quisiera acercarse con rigor a la Escritura, cosa que, gracias a Dios, no es necesaria para hacernos santos.
Pero ¿qué es lo que conservamos? ¿Las cartas manuscritas originales de San Pablo? ¿Así como conservamos los manuscritos de Santa Teresa de Ávila o de Santa Teresa del Niño Jesús o de Lugones? ¿Podemos hacer la grafología de Marcos o de Mateo o de Juan? De ninguna manera. Todos esos escritos originales, si alguna vez los hubo –porque nótese que Pablo dictaba sus cartas y solo añadía alguna frase de su puño y letra al final- se han perdido.
Y, entonces, ¿cómo han llegado a nosotros los textos?
Como en la actualidad, en esos siglos anteriores a la imprenta, existían los editores, los libreros. La industria del libro, en el tiempo de Cristo, era ya de antigua data en Grecia y en Roma.
Se sabe que, en Roma, las librerías -“tabernae librariae”-, se concentraban, curiosamente, en el mismo barrio que el de los zapateros, el Argileto. Se conservan los nombres de libreros y editores famosos, Tito Pomponio Atico , de la época de Cicerón; en la de Augusto, los hermanos Sosii; durante la dinastía de los Flavio, Trifón, editor de Marcial y Quintiliano.
¿Qué hacían, pues, los autores? Escribían sus obras y las leían en los círculos literarios, en la peñas literarias de entonces. Si gustaban, se animaban a financiar una edición; o encontraban a un Mecenas, como Virgilio o un editor que oliera el buen negocio. Y las editoriales no eran sino empresas en donde numerosos esclavos, griegos en su mayoría, se encargaban de copiar a mano lo que otro iba dictando del manuscrito original. Así salían tiradas de treinta a cincuenta copias, generalmente en papiro, más barato que el pergamino. Las tablas enceradas o la arcilla eran utilizadas solo para cortos informes, para billetes, para ejercicios –para estos últimos también la pizarra-.
Pompeya (siglo I d.C.). Pareja de pompeyanos: él con un volumen, ella con unas tablillas enceradas y un punzón.
De todos modos –salvo el pergamino- era material de poquísima duración, salvo en climas muy secos como Egipto.
Fíjense Vds. que el manuscrito más antiguo que tengamos de Homero es del siglo X ¡después de Cristo!, es decir dieciocho siglos posterior al autor. Para Esquilo tenemos un manuscrito en Florencia, del año 1000. Para Platón y Herodoto dos o tres manuscrito del siglo X. Virgilio es excepcionalmente favorecido con un manuscrito del siglo V.
Y nosotros ¿qué tenemos? Las colecciones más antiguas, completas, son los siguientes. El códice Vaticano , del siglo IV; el Sinaítico , de la misma época; el Alejandrino , principios del V; el Bezae , del norte de África, del siglo V; el palimpsesto de San Efrén (1) (sXII); el de Washington del siglo IV, de origen egipcio.
Palimpsesto de San Efrén
Manuscritos posteriores, hasta la invención de la imprenta tenemos centenares. Y éstos mencionados son Nuevos Testamento completos. Fragmentos, sobre todo en papiros egipcios, se han encontrado también centenares y más antiguos. Se han hallado hasta fragmentos de comienzos del siglo II. Es decir ya casi copias directas de los originales.
Por otra parte hay que decir que, a todos ellos, junto con las antiguas traducciones latinas, sirias, coptas y árabes, más las citas hechas por antiguos autores cristianos, son substancialmente iguales. De tal manera que la seguridad de poseer el tenor original de los textos no es comparable con ningún otro autor anterior a la imprenta. Nadie, por otra parte, hoy, lo discute.
Pero, justamente, la perícopa (2) que hemos leído hoy, el relato ‘de la adúltera', nos trae especiales problemas, porque, en griego, no aparece en ninguno de los códices que he mencionado, exceptuando el Bezae, africano. Se lee, en cambio, en algunos manuscritos de la antigua versión latina –la Vetus Latina -, en la Vulgata -la traducción de San Jerónimo, que siempre usó la Iglesia Romana- y, también, en versiones sirias y etíopes. Nunca la mencionan los escritores eclesiásticos griegos hasta el siglo XI. Los latinos, en cambio, desde San Ambrosio, la conocen perfectamente. También Papías, muerto hacia el 135, parece conocerla.
En muchos manuscritos, aparece ubicado este pasaje en otros contextos. Alguno en el evangelio de Lucas. El estilo, según los eruditos, no parece ser el de Juan.
¿Qué habrá pasado? Hay muchas explicaciones, pero la más plausible es que, cuando aún no había sido fijada la canonicidad del texto, a muchos pastores -obispos y sacerdotes- les pareció que la lectura de esta escena de Jesús y la adúltera podía llevar a creyentes poco ilustrados al laxismo. Cuando resultaba un gran esfuerzo, dadas las costumbres de la época, predicar sobre la santidad del matrimonio y la plaga de la infidelidad, se veía como debilitada esta doctrina con este pasaje tan aparentemente permisivo. Y por eso, los griegos, lo suprimieron, transformándolo en el único del Nuevo Testamento del que pueda dudarse su autenticidad.
Sin embargo la Iglesia católica lo considera ciertamente auténtico y como tal lo ha recibido en su canon bíblico. La misericordia y el amor de Dios son ciertamente más grandes que la pobre justicia humana.
Cristo, por cierto, no aprueba el adulterio, ni se muestra indulgente con el pecado como tal, ni impide que el delito sea perseguido y penado por la ley. Al contrario, pero, a aquel que se arrepiente y quiere cambiar de vida, no niega su perdón, por más terrible y vergonzoso que haya sido el crimen cometido.
Yo, por mi parte, ya alcanzados los cuarenta, como los ancianos del evangelio que sueltan las piedras y se retiran antes que los demás, dejando atrás mis intolerancias juveniles en la experiencia de mi propio pecado y debilidad, no quisiera encontrarme con otro Jesús, sino con éste, el de los códices y manuscritos completos de la Iglesia romana. El de la parábola de la oveja perdida y la del hijo pródigo. El del que me dice, cada vez que me confieso, “yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”
1- El término “palimpsesto”, se deriva de dos palabras griegas: palin , que significa “de nuevo”, y psestos , que significa “borrado” o “raspado”; de modo que un manuscrito palimpsesto es uno cuya escritura anterior se ha raspado para que el pergamino pudiera usarse “de nuevo”. Un tratado de san Efrén estaba escrito encima de la escritura bíblica. De ahí el nombre del códice. Incluye 64 páginas del Antiguo Testamento y 145 del Nuevo, procedentes de un original de 238.
2- Una ‘perícopa' (del griego , pericopé, "corte") es un grupo de versículos del Antiguo o Nuevo Testamento con que forman una unidad de sentido.