1989. Ciclo C
5º Domingo de Cuaresma
Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.» E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?» Ella le respondió: «Nadie, Señor» «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».
SERMÓN
Sin más que, a medida que transcurre la Cuaresma y nos aproximamos a la Pascua , lejos de insistirse en notas lúgubres, ni hablar de espantosas penitencias, ni pintársenos la abominación del pecado… más y más se tornan consoladores los textos y más la liturgia quiere aproximarnos a la misericordia de Dios. El domingo pasado ‘el hijo pródigo'; hoy, esta ‘adúltera perdonada'.
Sin duda que la figura de esta mujer que ha traicionado a su marido y a la ley de Dios es patética en sí misma.
El adulterio de la mujer era una transgresión terrible en medio Oriente. Atentaba contra la legitimidad de la sucesión y era, además, un horrible delito contra la propiedad privada. Porque, por supuesto, el pecado era solo para la mujer, considerada propiedad del marido. El hombre, en cambio, podía tomarse libertades extramatrimoniales sin problemas.
Ya el Código de Hammurabi y también las leyes hititas, las sumerias, las asirias, condenaban a muerte a la mujer casada y a su compañero eventual -lo común era atarlos juntos y ahogarlos-. Aunque la cosa era más matizada que entre los judíos porque el marido podía perdonar la vida, en ciertos casos, a la mujer y, solamente, cortarle la nariz y, al intruso, también las orejas y otras cosas.
Entre los judíos en cambio, la pena era siempre la muerte. La costumbre decía ‘por lapidación' y, en tiempos después de Cristo, ‘la estrangulación'. Entre los musulmanes aún es la lapidación.
El varón en cambio -como decíamos- no tenía problemas –sí, por supuesto, el que se metía con una mujer casada-, pero, aún en ese caso, como vemos en este episodio y en otro célebre del Antiguo Testamento -el de Susana-, la que terminaba por pagar siempre era la mujer. El varón solía escaparse raudamente.
Pero Cristo no se mete en estas cuestiones de propiedad y de sucesión legítima o de vendettas y de leyes formales que no tocan el fondo de las cosas. De hecho sabemos que su doctrina cambia totalmente el concepto de matrimonio. No se trata estrictamente de un contrato, no una compra, no el predominio del varón sobre la mujer, sino una alianza de amor mutuo en que las partes son iguales y en donde la fidelidad exterior e interior -con una sola mirada se adultera- es signo del verdadero amor, el total y definitivo del hombre y la mujer, porque reflejo del amor incondicional de Dios a sus elegidos. De allí que para el cristianismo cometerá adulterio no solamente la mujer, sino también el varón, cuando traiciona su compromiso y palabra marital.
Pero en esta escena no se trata de dar una enseñanza o no sobre el adulterio o la fidelidad. Ni es cuestión de cargar las tintas sobre esta patota infame que utiliza y avergüenza públicamente a una persona usándola de instrumento para atacar a Cristo, sin importarle nada la mujer como tal, y aún aprovechando la ocasión para satisfacer sus instintos sanguinarios en el anonimato del grupo.
Cuando Jesús rompe magistralmente el clima de patota y cada uno, enfrentado con su conciencia, vuelve a ser gente, se van retirando uno a uno.
Si el episodio alcanza aquí su calidad evangélica y paradigmática no es por el pecado de adulterio en su sentido restringido, ni por su enseñanza sobre psicología de masas, sino porque ya el Antiguo Testamento, para describir la malicia de todo pecado, lo había asimilado al adulterio. Porque como la relación de Dios con su pueblo -entre Jahvé e Israel- había sido vista como relación de amor y la Alianza definida como matrimonio, toda infidelidad a Dios y a su ley era llamada adulterio, prostitución, fornicación. Así lo describen Oseas (1), Ezequiel, Isaías, el Cantar de los cantares. También así lo describirá el nuevo Testamento, cuando concibe las relaciones de Cristo con su Iglesia como las de esposo y esposa.
Sí, el pecado siempre es eso, una opción contra Dios o a las espaldas de Dios, fuera del querer de Cristo, violando su amor y, por lo tanto, adulterando y prostituyéndonos.
Pero allí está nuestro evangelio de hoy. Puede que algunos quieran encontrar su lección más bien colocándose de parte de los acusadores y sacar en conclusión que no hay que juzgar ni condenar ni adoptar actitudes semejantes. Pero la cosa no va por allí y ni siquiera se trata de si el adulterio ha de ser punible o no, ni es un alegato a favor o en contra de la pena de muerte, ni que las autoridades legitimas no deban condenar y castigar. Nada que ver.
Aquí los protagonistas únicos son Jesús y la mujer, ‘la misericordia y la miseria' –como decía Agustín– y, de este encuentro, nunca sale condenación, vituperio, castigo, sino perdón y cambio de vida: “vete y no peques más.”
Tu miseria y mi miseria -nuestra miseria-, esta cuaresma, frente a Jesús. Lo que digan los demás, aprobando o condenando, hoy no nos importa. Solo nosotros y Jesús. Jesús y yo. Y Él perdonándome y yo perdonado, y saliendo otra vez, limpio, sano, a luchar para ser mejor.
1- Oseas incluso dramatiza en su propia vida, casándose con una prostituta, esta relación de Dios y su pueblo. Cf. Os 1, 2-9.