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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1995. Ciclo C

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de muje­res. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, incli­nándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.» E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?» Ella le respondió: «Nadie, Señor» «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».

SERMÓN

En nuestros días, sin pena ni gloria -literalmente-, ha desaparecido el adulterio como figura criminosa. Ante todo porque la misma sociedad ha perdido los anticuerpos del repudio moral a las parejas adúlteras, recibiéndolas y tratándolas igual que a las legítimas, y ha visto su legitimación -legitimación trucha, por supuesto- a través de la ley del divorcio, pero, segundo y más concretamente, porque, por la ley 24.475, publicada en el Boletín Oficial del 7 de Marzo, se acaba de eliminar del Código Penal el artículo 118 referente al delito de adulterio.

Por supuesto que nadie llorará la eliminación de una ley a la cual nadie acudía.

Amén de que los antecedentes legislativos del delito, tienen una historia algo tortuosa.

Es interesante, por ejemplo, ver cómo, en los códigos más antiguos que se conservan, así como en los pueblos primitivos aún vivientes, las leyes matrimoniales, y el adulterio en particular, ocupan un lugar frondosísimo y central.

Es sabido que, para el hombre primitivo, la mujer y los hijos se contaban como propiedad del varón: una de las tantas propiedades, pero, ciertamente, de las más importantes. Todavía hoy en África, la posición de un hombre depende de la cantidad de hijos que posee y de las esposas que, para ello, es capaz de mantener. Los hijos, a la vez que son fuerza de trabajo relativamente barata y dan poder al padre, también, al portar la semilla paterna, son su garantía de sucesión y de pervivencia. No es extraño, pues, que esa propiedad y al mismo tiempo la pureza de la sucesión sean, en esta mentalidad, valores fundamentales. Precisamente adulterio viene de falsificación, adulteración del hijo, introducción dolosa de un bastardo en la descendencia... Fíjense que, por ello, las leyes son implacables solo con las mujeres. En el marido, para estos pueblos, el adulterio es solo una picardía, ostentación de machismo.

Las leyes de Ur-Nammu, 2000 años antes de Cristo, por ejemplo, dicen: "si la esposa sigue a un hombre y lo hace dormir en su seno, se entregará a la muerte a esa mujer y se librará al hombre". En el Código de Hammurabi, 1700 años antes de Cristo, se dice: "Si la esposa de uno es sorprendida con otro hombre, se les atará a los dos y se les arrojará al agua." Pero, si no es sorprendida y solo acusada, se la arrojará solamente a ella.

La leyes asirias son algo más complicadas. Las recopiladas por Teglatfalasar I -1100 AC- dicen: "Si uno sorprende a su mujer con otro y los mata a ambos; no hay culpa para él." Si, en cambio los lleva a un tribunal puede pedir o la muerte para ambos o que le corten la nariz a su esposa y lo hagan eunuco al amante a la vez que le cortan las orejas." Son solo algunos ejemplos. Pero del marido adúltero nunca se dice nada. En las lenguas antiguas adúltera siempre es femenino.

La legislación judía no era mucho más benevolente. Bastaban dos testigos para condenar a muerte a la mujer. Y la lapidación era la forma habitual de este castigo. Después de Cristo los fariseos cambiaron esta forma -benévolamente- por la estrangulación.

Nuestro código de 1887 por supuesto era mucho más suave: la pena era de un mes a un año de prisión; pero continuaba la injusticia de que la figura de adulterio solo tocaba a la mujer; el marido era penado solo si se amancebaba establemente.

Como ven un asunto sórdido, mezcla de discriminación de la mujer, cuestiones de propiedad y vendetta siciliana.

Cristo está muy lejos de estas cuestiones formales. Es claro que no por eso desprecia la ley ni, por supuesto, disculpa a la mujer.

Pero de hecho, su doctrina ha revolucionado el concepto de matrimonio y del amor humano.

Ya para El el matrimonio no se trata ni de tabús sexuales, ni de un mero contrato y, mucho menos, de una compra o adquisición por parte del marido, sino de una alianza de amor mutuo en donde las partes son iguales aún en el respeto a la patria potestad y en donde la fidelidad es algo más que un lecho incontaminado. Esa fidelidad se nutre de un compromiso interior y viril en donde, si se rompe, se es capaz de adulterar solo con la mirada. Alianza de amor que es signo y reflejo del amor incondicional y definitivo de Dios por sus elegidos y en donde no solamente, pues, la mujer sino también el varón comete adulterio cuando traicionan su compromiso y palabra marital.

Pero en la escena evangélica de hoy no se trata de dar una enseñanza sobre al adulterio o la fidelidad conyugal; ni solo de una lección de Señorío y magnanimidad a esta patota infame que utiliza y avergüenza públicamente a una persona y aún intenta su muerte solo para usarla como instrumento para atacar a Cristo, y de paso satisfacer sus instintos sanguinarios en el anonimato del grupo.

Jesús no solo devuelve a la mujer su posibilidad de ser mujer, sino que rompiendo magistralmente ese clima de patota devuelve a cada uno su conciencia de hombre y les hace recuperar su dignidad: vuelven a ser gente y se van retirando uno a uno.

Pero si el episodio alcanza aquí su calidad evangélica y señera no es por el pecado de adulterio en su sentido específico, sino porque en la nueva concepción del matrimonio el adulterio se hace metáfora del pecado, de la ruptura de comunión con Dios, de la infidelidad a su amor.

Ya el antiguo testamento había comenzado ver las cosas así: toda traición a Dios y a su ley había sido vista por los grandes profetas como adulterio, prostitución, fornicación... Oseas, Isaías, Ezequiel, el Cantar de los Cantares... El mismo Cristo será visto por el nuevo testamento como el esposo de la iglesia y, por la piedad cristiana, como el esposo del alma.

Ezequiel clama: " Han cometido adulterio, están ensangrentadas sus manos, han cometido adulterio con sus ídolos, con sus basuras, y hasta a sus hijos los han entregado a ellas "

Ese otro gran y patético profeta que fue Oseas va más lejos todavía: representa incluso esta infidelidad de Israel casándose el mismo con una adúltera: " El Señor me dijo, ve, ama a una mujer que ama a otro y que comete adulterio, ámala como ama Dios a los hijos de Israel, mientras ellos se vuelven a otros dioses y gustan de sus placeres ."

Pero allí mismo Oseas, en nombre del Señor, se vuelve a su pueblo, su adúltero pueblo y le recuerda su noviazgo, el tiempo del desierto, antes de la entrada en la Tierra Prometida y promete que lo volverá a él, y en palabras hermosísimas dice: " A ella, finalmente abandonada, que ha descubierto sus deshonras a la vista de todos sus amantes, yo vestiré su desnudez, la seduciré, la llevaré otra vez al desierto y allí le hablaré a su corazón. Y ella me responderá como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Y me llamará mi esposo. Y yo tendré compasión de la "no compadecida" y diré a "No es mi pueblo", "Tú eres mi pueblo" y él dirá "Tu eres mi Dios" .

Porque eso es siempre el pecado una opción en contra del amor de dios, de la fidelidad a él, no siempre una maldad, un crimen, sino simplemente vivir la vida olvidados de su amor, extraviados en las distracciones del tiempo, en las futilidades cotidianas, en el descuido o indiferencia a su querer y a nuestra condición de cristianos...

En esta Cuaresma que in crescendo nos va haciendo sentir en sus lecturas el reclamo de Dios, y ya nos hace llegar, el próximo domingo, al misterio del amor que muere por nosotros en cruz, que el domingo pasado nos habló de perdón en el hijo pródigo devuelto al padre y hoy nos habla de conversión en la chusma que se transforma en gente y en la mujer que se recupera a la vida, hagamos un esfuerzo más de silencio, de reflexión, solos, como la mujer que queda finalmente sola frente a Jesús y, allí, en la soledad de nuestro diálogo con él, Él mirándonos a los ojos, 'vete, no peques más', renovemos nuestro compromiso, acudamos quizá al sacramento de la confesión y, en dignidad cristiana y alegría, retomemos el camino de la plena fidelidad.

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