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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1996. Ciclo A

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo". Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?". Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él". Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo". Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará". Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo". Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día". Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama". Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás". Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!". Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?". Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado". Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!". El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".

SERMÓN

Qué es la muerte -la disolución del individuo y, en el caso, de los hombres, la disolución de la persona- es algo fácil de definir. Quizá sea menos sencillo, en cambio, el determinar exactamente, el instante preciso del morir, lo cual trae algún problema, por ejemplo para los transplantes de órganos y para saber cuándo es lícito extraerlos a una persona presuntamente muerta.

Sea lo que fuera de ello, todos sabemos que la muerte es, al menos de este lado, el límite extremo del tiempo que cada uno tiene para vivir.

Y el hombre, llamado desde muy adentro a la inmortalidad, vive como algo que repugna su ser el pensamiento de la muerte; y hace bien. Dios nos ha creado para la vida y, más precisamente aún, para la vida eterna.

Y sin embargo el don de la vida eterna no pertenece a nuestra naturaleza: es algo que podemos recibir solamente como regalado por Dios.

De hecho, naturalmente, como todo organismo biológico, el ser humano está programado genéticamente para morir. No se trata solo de accidentes, guerras, enfermedades, hambre, todos factores que pueden ser más o menos precavidos por el hombre. De hecho, la medicina contemporánea ha logrado en nuestros países occidentales prolongar 20 o 30 años el tiempo y la calidad de vida con respecto a nuestros antepasados de no hace más de uno o dos siglos. Se trata de un mecanismo mucho más sutil, una especie de reloj biológico que introducido en el ADN de nuestras células las programa para hacer morir nuestro organismo, aún en condiciones óptimas, en un límite incapaz de superar los 120 años.

Según los biólogos es una cuestión de renovación de células o mejor dicho de cromosomas que tiene, en los vivientes, por culpa de unos fragmentos especiales de los cromosomas, posibilidades limitadas. Estos fragmentos, llamados telómeros, están situados en los extremos de las cadenas de ADN y protegen el material hereditario. Pero cada vez que una célula se divide creando nuevas células que hacen a la renovación y salud del organismo, se pierden pedazos de esos telómeros. En el ser humano después de cincuenta divisiones estos telómeros se gastan por completo, el mensaje genético queda desprotegido y las células comienzan a degenerar, desorganizarse, provocando, finalmente, la muerte del individuo.

Curiosamente las únicas células capaces de dividirse indefinidamente -porque fabrican una enzima, la telomerasa, capaz de reparar a los telómeros- son las del cáncer.

También es sabido, por otro lado, que existen genes encargados de suicidar a las células -por apoptosis , es el terminajo biológico- para mantener el equilibrio orgánico, la homeóstasis , respecto de las que nacen, y que en determinado momento, también manejados cronogenéticamente, producen el envejecimiento, deterioro y muerte del ser vivo.

Y ya es el momento de preguntarse: en los planes de Dios, ¿qué significado puede tener esta programación cruel de la muerte de los individuos?

Los mismos biólogos responden que esas muertes individuales son la oportunidad de la mejora y superación paulatina de las especies. Si los individuos no murieran las especies no hubieran progresado nunca ni evolucionado. Incluso sabemos que, en la gran historia de la vida, aún la desaparición de enteras especies ha favorecido el desarrollo de otras superiores. Los obsoletos dinosaurios tuvieron que desaparecer, después de ejercer el reinado más largo de la historia de la vida sobre la tierra, para que pudieran desarrollarse los mamíferos y finalmente aparecer el hombre. Sin muerte esto no hubiera nunca sucedido.

El problema pues de la muerte recién lo trae el hombre, porque el es el único animal que, además de individuo de una especie, es peraona, que sabe que ha de morir, y el único capaz de proyectarse a la ambición sin límites de una vida que intuitivamente siente no está destinada a finiquitar. Y a menos que esté totalmente abatido, cansado, envejecido, deprimido, dolorido -fuera de sus naturales cabales- nunca querría dejar.

De allí que cuando todavía conscientes aún jóvenes en los inicios de una enfermedad o en la víspera de una batalla, no haya momento más fatídicamente temido para uno o para los seres queridos, que el instante de la muerte. Contrariamente a lo que dicen, certeramente a su nivel, los biólogos, sobre la naturalidad y acción benéfica del morir, la persona humana ve a este fin como el peor y más terrible, al menos por lo definitivo, de los males.

Y así es, el hombre, dejado a su pura naturaleza, no tiene nada que pueda hacerle superar la frontera extrema de su morir, solo el deseo -a veces inconsciente- del fondo de su persona, hambriento de vida.

Pero esa hambre de vida no tiene posibilidad de ser saciada en este mundo. Ni siquiera si la ingeniería genética lograra controlar nuestro reloj biológico y pudiera prolongar indefinidamente la existencia. Alargar por miles o aún millones de años la biología humana en el tiempo solo podría llevar al tedio, a la locura y a la soledad. A la falsa y maligna inmortalidad del cáncer. Como hoy dicen los médicos, no es tanto el tiempo de vida lo que hay que prolongar a toda costa, sino su calidad.

Y eso es finalmente lo que Dios, mediante Cristo, viene a ofrecer: no la vida artificial o milagrosamente prolongada, como la de Lázaro que retorna a la vida para luego deber volver a morir; sino la del mismo Cristo resucitado, que no retorna sino que supera esta vida y la renueva en calidad de vida divina. No un larguísimo tedio humano prolongado en años, sino la calidad inmarcesible, siempre joven, de lo eterno, vivida en plenitud que no se deshace ni estira en instantes sino que se zambulle en altura y profundidad.

Pero, porque precisamente es un cambio de calidad que se realiza en metamorfosis de lo humano a lo divino, ha de sufrir el salto, el hiato terrible de la muerte biológica. Y esa muerte es bien muerte. Y Jesús es Dios, pero también es bien hombre y sus lágrimas bien humanas, a la vez dolor de amigo, y dolor de Dios por la muerte de sus hijos, muerte signo de una muerte peor que la misma muerte, porque en el hombre que se niega a abrirse al don de Dios, es muerte a la posibilidad de la vida verdadera.

La resurrección de Lázaro, en la realidad, quizá haya sido un hecho casi macabro ¿quién habrá podido luego tratar con naturalidad a este hombre vuelto de la tumba? Algún novelista lo ha retratado luego pálido, evitado por la gente, a pesar de los perfumes con que intentaba ocultarlo casi oliendo aún a esos cuatro días de yerto encierro, como el perfume ácido de las flores marchitas de los velorios de antes del cual uno quería deshacerse cuando salía a la calle respirando hondo...

Y los chicos de hoy están acostumbrados a esas películas ridículas de los muertos vivientes que surgen horribles y putrefactos de las tumbas para fastidiar a los vivos.

En todo caso, nada de eso es la Resurrección a la cual apunta Cristo y de la cual la de Lázaro no es sino un símbolo, un signo.

Lázaro no interesa, aunque la leyenda diga que llegó a ser Obispo de Chipre y, muerto treinta años después, el emperador León VI le haya construido en el 890 una Iglesia y un monasterio en su honor en Constantinopla.

El evangelio de hoy no se interesa en Lázaro, se interesa en Cristo. Y lo presenta mucho más allá de la esperanza de Marta, que a la manera de Pedro, lo proclama Mesías, hijo de Dios, capaz de liberar a los judíos y precipitar los últimos tiempos en donde los judíos buenos resucitarían para prolongar en la tierra el reino de Israel. Cristo es eso ciertamente, pero mucho más que eso, porque de lo que viene a liberar al hombre es últimamente de la estrechez de su caduca condición humana.

"No solo el Mesías: Yo soy la Resurrección y la Vida." Jesús viene finalmente a rescatar a cada uno de su condición humana destinada a la muerte y a saciar plenamente el ansia de vida que alberga su corazón.

Allí ya no interesa dominar a los telómeros, ni parar el reloj genético, ni aplicar desesperadamente traqueotomía, respirador y shock eléctrico, aquí la muerte -bien real, bien triste, llorada muerte- no es impedimento sino condición para poder realmente vivir. Porque "el que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mi no morirá jamás".

Que esa vida que nos quiere dar Jesús, ya empiece, en obras de fe y de amor, a alentar en nuestro vivir aquí, para que, en frutos de alegría, nuestra muerte no sea un hundirnos para siempre en el silencio y la oscuridad, sino que, al dormirnos de este mundo, nos despierte, al definitivo, la voz potente, jubilosa, amante -como campanas al viento, como cascabeles anunciando dichas, como trompetas proclamando triunfos- del Señor Jesús: ¡Gustavo, Susana, Lázaro, vive, ven afuera!

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