2002 - Ciclo A
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
(GEP 28-03-02)
Betfagé se encuentra unos centenares de metros más allá de Betania acercándonos desde el este hacia Jerusalén. Hoy podemos visitar, en Betania, apenas a tres kilómetros de la capital, la tumba de Lázaro, antiquísima, pero muy modificada y reacondicionada a lo largo del tiempo. La iglesia que allí se yergue se dice está edificada sobre la casa de Marta y María.
Avanzando hacia Betfagé los guías señalan el lugar donde el hijo de David montó sobre su mula de ceremonias para cabalgar hacia su ciudad. Debió detenerse sin duda en la cima del monte de los Olivos y desde allí habrá mirado con inmensa pena su ciudad rodeada de altas murallas y, cayendo a pico sobre el torrente Cedrón, justo frente a él, los altísimos muros de sostén de la enorme explanada porticada -catorce hectáreas- que rodea al fastuoso templo de mármoles blancos, techado en oro, refulgente al sol, construido por Herodes el Grande en el lugar del viejo templo de Salomón.
¡Jerusalén! ¡Tan espléndida por fuera y tan llena de corrupción, soberbia, apostasía, miseria y avaricia por dentro!
Muy probablemente el cortejo triunfal de Jesús, enarbolando sus ramas a guisa de lanzas y estandartes, haya ido, al bajar al valle, rodeando las imponentes murallas jerosolimitanas hacia el norte, doblando hacia el oeste al llegar a la que hoy se llama la torre de Fuller , donde hace la muralla casi un ángulo recto, arribando finalmente a la que, en nuestros días, se denomina "puerta de Damasco", llamada en época cruzada y bizantina "puerta de San Esteban", porque por allí habían sacado los judíos al diácono protomártir para lapidarlo. Desde ese acceso, una calleja más o menos recta ascendía escalonadamente las diversas terrazas donde se apiñaban las casas de altos y bajos, todas con azotea, de los habitantes de la ciudad. En determinado punto dicha calle se dividía en varias y tortuosas subidas y bajadas, pavimentadas toscamente de lozas y adoquines desiguales, que, uniéndose a otros senderos que subían desde los barrios bajos de Jerusalén, convergían a la llamada "calle de Herodes", la que bordeaba los muros del templo por su lado oeste. Calle bulliciosa y atiborrada, a ambos lados, de tiendas, de casas de cambio, de vendedores de recuerdos, de expendedores de vino y de comida, en donde apenas se podía caminar. Desde allí, en dos puntos, había unas empinadas escalinatas -cuyos restos hoy señalan los arqueólogos- que terminaban en osados puentes que atravesaban la calle a gran altura y permitían el ingreso al patio del templo por el pórtico oeste, donde, prolongando el bullicio del zoco, se juntaban los cambistas y los vendedores de animales para el sacrificio. Allí llega Jesús después de su ingreso triunfal en Jerusalén. Allí, según san Marcos, su estirpe davídica se rebela frente a los que profanan el templo de sus antepasados con sus turbios negocios. Y, con santa ira, los expulsa a latigazos. Será el último acto de su realeza efectiva en este mundo.
En realidad ya, una vez transpuesta la puerta de Damasco, al hijo de David lo traga esa ciudad enorme que ya no se reconoce suya, que está ocupada ilegalmente por usurpadores a quienes poco importa le legitimidad de su poder y nada les interesa de la dinastía davídica, ni de las promesas de Dios de mantenerla en el poder perpetuamente: "tu casa y tu reino permanecerán para siempre. Tu trono estará firme eternamente " (II S 7 16); " Durará tanto como el sol, como la luna de edad en edad " (Sal 72, 5)
La ciudad, como tantas grandes ciudades, en la globalización producida por las conquistas de Alejandro Magno y, luego, del imperio romano, poco tiene de patria y de davídica, ya es una gran Babilonia, a duras penas santificada por su envilecido templo y por sus sacros recuerdos guardados en el corazón de pocos. El hombre siempre ha sido capaz de mancillar y abusar de las cosas más santas y aún de usar banderas, himnos y hasta mitras, tiaras, cálices y sotanas para los propósitos más viles.
Las multitudes apiñadas -cuando en manada crueles y barras bravas- solo obedecen, solo abren camino al paso de las lanzas de los legionarios romanos, de los mercenarios de Herodes con sus mazas y sus chasquidos de fustas, o se apelotonan obscenamente para mirar las prostitutas de lujo de los espectáculos o vivar, a lo bestias, al gladiador o deportista del día, u observar con temor mezclado de odio y envidia, el carruaje lujoso del banquero, del saduceo, o a los mentones altos que avanzan despreciando la plebe. O ceden y vivan a los que reparten lo que les sobra o lo de los demás arrojándolo al aire, como reparten puestos y prebendas diputados y senadores indignos... No hay lugar en la gran ciudad para el verdadero señorío, no hay veredas para los señores y las damas. Todo es igual en la masa que se aglomera por las estrechas callejuelas. Solo la apariencia despierta el interés de las miradas. O la fuerza el respeto. O el éxito mediático la admiración. No la grandeza interior, no la sangre noble del hijo de David, su porte señorial, su indumentaria pulcra pero austera, su más oculta aún condición de Hijo de Dios, ya comenzando su calvario como uno más de los hijos de los hombres, apenas avanzando ya, empujado por todos ...
La bajeza de Jerusalén, a pesar de los píos peregrinos que vienen de afuera y son sistemáticamente explotados por hospederos, cambistas, meseros, estafadores, transportistas, mujeres de mala vida aprovechando sus debilidades -como explota furtiva la televisión a los hombres decentes si los atrapa en las oscuridades y soledades de la noche con sus programas indecentes-... no es solo bajeza, sordidez moral, también es imposible y nauseabunda compacta suciedad... La dura roca y la vejez de la ciudad hacen imposibles las obras cloacales a las cuales están acostumbradas las ciudades romanas. Por algo Pilato y su mujer detestan esa villa a la cual solo van para las fiestas pascuales con sus tropas en prevención de tumultos en esos días propicios a los ánimos levantiscos. Y baúles llenos de frascos de perfumes de Arabia es lo primero que desembarcan en su residencia donde sahumerios constantemente encendidos tratan vanamente de perfumar el ambiente.
Es que en Jerusalén todos los desperdicios, perrunos y humanos, basura y podredumbre se lanzan y quedan en la calle. Las prescripciones del Levítico son imposibles de cumplir. Calcuta, poco a poco Buenos Aires, donde pobres miserables ya no tienen pudor alguno en hacer sus necesidades en las plazas a la vista de todos. Pero en Jerusalén, sin decir 'agua va' ,todo se arroja desde las ventanas a las serpenteantes calzadas que apenas son lavadas por escasas lluvias a favor de las pendientes.
Aún el esplendor del Templo que, en maquetas o reproducciones modernas a escala luce blanco y resplandeciente, inodoro y pulido, se ve opacado por las actividades religiosas que allí se hacen. No solo oraciones hipócritas y desafinadas, ni sonares de trompetas y sofares destemplados, ni guitarras eléctricas y baterías, ni grita y estrépito de las turbas, sino el permanente olor a matadero, a sangre, que por más que los levitas baldeen y frieguen los patios que rodean al enorme altar, se cuela en los intersticios de la lajas, pringan el mármol, se pudren a la vista de todos, crían alimañas, atraen por millones moscas verdes y moscardones en zumbido malévolo que solo se aparta del sumo sacerdote y de los ancianos -los senadores- al batir de las palmas y abanicos emplumados de sus esclavos.
Carne podrida y carne quemada: el altar de los holocaustos es un permanente asador en donde se incineran mensualmente toneladas de vísceras, de cuero, de carne, de grasa. Desde lejos -como el 'smog' de las grandes ciudades del tercer mundo en donde no se cuida la polución de la atmósfera- se ve la columna espesa, grasienta, negra, que cubre permanentemente como una nube aciaga y simbólica la santa ciudad de Jerusalén, solo surcada por el volar rapaz, carroñero, de los buitres, que se ciernen sobre todo por encima del valle de la Gehena, el basurero de Jerusalén, allí a donde van a parar insepultos cadáveres de animales y de ajusticiados, ya que no se atreven a descender a donde se arriman, tan ávidos como las aves de rapiña, sacerdotes y levitas que viven de la parte que les toca del sacrificio.
Aunque la gente de entonces, sobre todo la que vivía en esas ciudades inhóspitas de la antigüedad, estaba acostumbrada de alguna manera a esa suciedad, hedor, promiscuidad, ratas, perros famélicos e insectos y, peor, habituados, como ya nosotros, a la mala educación, la inmoralidad, la carencia de respeto, la corrupción... (Nadie, hoy, se asombra de nada.) Jerusalén, la ciudad de David, joya de la corona, ombligo del mundo, hija de Sion, vejada, violada y transformada en esa ciudad prostituida, pesa en el corazón patriota y divino de Jesús.
Jesús, arrullado, criado y mimado en el regazo decoroso de una madre virgen, de la estirpe de Aarón, en los brazos fuertes de un padre noble del tronco de Jesé, viene del campo limpio, de la aldea cuidada con su campiña llena de flores y sus aves canoras. Su olfato apenas resiste la fetidez de Jerusalén. Su sentido interior a gatas soporta la angustia de esa ciudad corrupta que lo ignora, que lo rechaza, que le es indiferente "¡ Jerusalén, Jerusalén!, que matas a tus profetas y apedreas a los que te son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas y no habéis querido!" (Lc 14, 34)
Condición del cristiano, vivir en medio del nauseabundo 'smog' de los dueños y mayorías de este mundo. "Estar en el mundo sin ser del mundo" (Jn 17, 14-15). No acostumbrarse jamás a él.
Pero Jesús, como buen judío sabe que solo allí, en Jerusalén, puede comerse el cordero pascual. (Por eso no hay lugar en las atestadas plazas, azoteas, albergues, zaguanes de la ciudad para contener a los centenares de miles de peregrinos que para la fecha vienen, como está mandado, a celebrar la Pascua en la ciudad.)
Jesús sabe, además, que un rey legítimo, un profeta auténtico, solo puede morir con decoro en Jerusalén. Y Él ya sabe que la suerte esta echada, que su hora ha venido. Nadie se unió a su pobre mesnada: doce generales sin soldados -generales malvineros que a último momento lo dejarán y si no pudieron defenderlo, ni siquiera sabrán, por lo menos ahora, morir con honor-. Uno, vil traidor, lo entregará. "¿Seré yo, Señor? Tú lo has dicho" (Mt 26, 25).
¡No, no, no!, yo no lo he dicho, no quiero decirlo, no quiero entregarte, no quiero ser traidor... Quizá huya, Señor, quizá te deje un tiempo, pero volveré, dame tu fuerza, dame tiempo, y volveré...
Jesús ha juntado a los suyos en la casa del discípulo amado. Cuando se escriben los evangelios es aún una persona conocida a quien no hay que señalar: "Ve a la casa de 'tal persona' -narra el evangelio- y dile que he de celebrar allí la pascua con los míos".
Ya lo sabemos, es la casa de Juan, el autor del evangelio, no el hijo del Zebedeo, sino Juan, de la clase sacerdotal, un 'kohen', de familia desahogada, aristócrata, con su mansión en el barrio de los ricos, no lejos del palacio de Caifás, de los jardines reales de Herodes y a cinco cuadras del palacio de los Asmoneos que ocupaba Herodes Antipas. Lugar lejano a la chusma, al ruido de la turba, a los olores nauseabundos del templo, de los negocios, de los espectáculos, del parloteo de los políticos y los periodistas. Como han de ser nuestras capillas e iglesias cristianas.
Allí, en la casa de Juan, arriba, en la sala del trono, que todo noble reserva para recibir la visita de su señor -no en cualquier lugar-, se hacen los preparativos de la cena. Jesús sigue el calendario no de los fariseos que celebra la mayoría, sino el de los saduceos, a la manera como lo hace su ilustre anfitrión, Juan, el discípulo amado. Por eso, hoy, jueves, celebra la Pascua, no el sábado. El relato algo machista de nuestro narrador solo habla de los doce discípulos varones, pero es harto probable que estuvieran allí las mujeres: sin la menor duda María, la madre del Señor, quizá la mujer de Pedro, ¡Marta y María!, la Magdalena, María Salome, las que estarán ¡todas ellas! junto a la cruz, mientras todos los demás, excepto Juan, varones ellos, se desparramarán como liebres a esconderse del desastre.
Jesús no ha sido reconocido como rey sino por este puñado de fieles que ahora celebra con él la que sabe su última cena. Ocupa el lugar principal, como corresponde; con Juan, el dueño de casa, a su lado. No rehúsa ni rehusará nunca el título de rey que le pertenece por herencia, sin embargo les demostrará ahora qué tipo de rey es.
En un gesto que deja helados a los discípulos se despoja de su ropaje y, vestido de servidor -jarra, jofaina y paño- se pone a lavar y secar los pies de los discípulos, los pies de su madre, de sus hermanas...
Juan no narrará luego los ritos de la última cena, de esa santa Misa que tantos años después celebrará cotidianamente con el permanente y emocionado recuero de esa noche. Pero en este único gesto que fija por escrito Juan quiere explicarnos el sentido del servicio de amor a los suyos que será la entrega de la vida de Jesús en cruz -y en vino y en pan- que mañana asumirá "amándonos hasta el fin".
Reinar es servir: cualquier superioridad humana o divina solo tiene sentido en amor y servicio a los demás. Riquezas, talentos, puestos, comandos, solo son de auténtica realeza cuando puestos en actuación de amor por el otro. La única legitimidad de la verdadera autoridad no la dan las constituciones, ni el voto de la plebe, ni mucho menos las asambleas legislativas que lo único que hacen es legislar contra la ley de Dios y contra el verdadero pueblo, sino el servicio de amor que se enlaza con el sometimiento de la autoridad a la ley de Dios y se transforma en obras de amor y de justicia, en premios y castigos, en libertad a los buenos y abatimiento de perversos y delincuentes y, en última instancia, en promoción de la misericordia, fruto de la fe, de la esperanza y de la caridad, no de cualquier supuesto derecho humano o decreto votado o de necesidad y urgencia.
Y Jesús va a realizar ahora su acto supremamente real, aquel para el que lo han preparado sucesión tras sucesión de hijos de David: va a entregarnos su sangre noble, ennoblecida al infinito porque unida, en el Verbo, a la nobleza sin límites del mismo Dios. Y con su sangre, con su vida, molida y estrujada en cruz y prolongada hacia nosotros en vino y en pan, nos adoptará a su condición preclara, a su aristocrática prosapia de hijo de David, de hijo de Dios.
Con ese misma forma de vino y de pan nos hará comensales de la mesa de su Madre. También Ella, la reina, siempre en la Misa nos asistirá, disimulará las arrugas de nuestros trajes, de nuestra alma y nos hará presentarnos dignos y aseados delante de nuestro Señor.
En uva y en trigo, Jesús, el Rey, el Señor, nos lava los pies. En sangre de sus llagas, en agua de su costado.
"Sangre de Cristo embriágame, agua del costado de Cristo lávame, pasión de Cristo" ¡dame tu fuerza y tu coraje!
"Y en la hora de mi muerte ", que quiero combatir junto a ti, muerte cotidiana de amor, de servicio, de entrega a los demás, alimentado por tu Misa, por tu pan, "llámame, y mándame ir a ti, para que con" María y tus once generales y "tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amen".