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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1989 - Ciclo C

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN

Ya cuando Pablo escribe, hacia el año 58, la segunda epístola a los Corintios que hemos escuchado, hace tiempo que venía celebrándose entre los cristianos la eucaristía. De tal manera que lo que el relato de Pablo nos transcribe es un texto litúrgico, es una forma ritual, es la forma de celebrar Misa que usaba Pablo e, indirectamente, el testimonio de lo que efectivamente hizo y dijo Jesús.

Lo mismo cuando leemos los relatos paralelos de Mateo, Marcos y Lucas. Lo que allí encontramos son los respectivos textos litúrgicos de cómo se celebraba Misa entre los años 60 y 70 en cada una de las comunidades donde nacieron esos evangelios.

Y por eso cada relato tiene sus características propias. A la manera como hoy la liturgia romana, la ambrosiana, la mozárabe, la bizantina, etc. representan diversas tradiciones.

Por supuesto que todos esos relatos se remontan fundamentalmente a lo dicho y hecho por Jesús, pero no pretenden darnos estrictamente una detallada reconstrucción histórica de lo que sucedió el día de la Institución. Vuelvo a repetir: son textos litúrgicos según los cuales las primitivas iglesias cristianas celebraban, cada una a su manera, la Eucaristía, la memoria del Señor.

Curiosamente el evangelio de Juan, escrito probablemente unos treinta años después de los evangelios sinópticos -Mateo, Marcos y Lucas- no nos trae ningún relato eucarístico. Y los autores se preguntan por qué, en el recuerdo de la Última Cena , Juan no incluye ninguna fórmula litúrgica de institución. Las respuestas han sido muchas: desde la de aquellos que dicen que ya siendo más difundido el cristianismo se trataba de que estos texto sagrados no estuvieran en labios de cualquiera, por la llamada ‘disciplina del arcano', o que, porque ya, a esta altura, de tan conocido que era, no había necesidad de escribirlo. Por otra parte ya en el capítulo VI, Juan había desarrollado abundantemente la doctrina eucarística.

Lo cierto es que el evangelio de Juan fue escrito para una iglesia que ya se reunía para celebrar habitualmente la Cena del Señor y, ciertamente, aunque no haya llegado a nosotros con un ritual y canon más o menos fijos que el evangelista tenga interés en poner por escrito en su libro.

El autor fija la atención, en cambio, en otra cosa. Y que nos podemos imaginar en paralelo con la situación que se vive en Corinto, a cuyos cristianos Pablo dirige la carta de la cual leímos un fragmento. Fragmento que trae el escueto texto litúrgico de la Consagración, pero que Pablo transcribe en un contexto en el cual está retando a los Corintios, precisamente porque no son coherentes en su vida con esa liturgia que celebran. De tal manera está retando que inmediatamente después del último versículo que hoy nosotros escuchamos; “ y así siempre que comáis este pan y bebáis este cáliz, proclamaréis la muerte del Señor hasta que él vuelva …” sigue “ por eso el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, como y bebe su propia condenación ”.

Afirmaciones durísimas que son provocadas por cristianos que, participando del rito no adecuan sus vidas al sentido profundo de aquel.

Es probable que problemas similares aquejaran a las comunidades joánicas –o juaninas-. Por ello, en el lenguaje simbólico con el cual el cuarto evangelista suele manejarse, en vez del rito de la Misa, quiere presentar su sentido profundo en la escena del lavatorio de los pies.

Que todo hay que entenderlo desde la combinación de significados juaninos que el cuadro propone: el paso al Padre, el amor hasta el fin, -e. d. el amor perfecto-, la entrega, el agua del bautismo, el agua que surge del costado de Cristo, la muerte en cruz, el horror de Pedro frente a la cruz… todos ‘leit motivs' que se evocan en esta escena.

El entretejido de símbolos y significaciones hace de este texto polisémico, pues, fuente inagotable de reflexiones. Pero ciñámonos a lo principal.

Nosotros, mal enseñados, influidos por el protestantismo, solemos pensar en la Misa, repetición del Sacrificio de la Cruz, como un acto por el cual, en la occisión de la víctima, compensamos no sé qué ofensas cometidas contra la divinidad, aplacamos la ira del Dios ofendido, por medio de un autocastigo en el cual, como chivo expiatorio, somos reemplazados por Cristo.

Nada más lejos de la teología de San Juan. Para él todo el misterio cristiano consiste en una regeneración, una metamorfosis, mediante la cual Dios llama a ‘la carne', al ‘mundo' –es decir ‘a lo humano'– a superarse a sí mismo y alcanzar la Vida del Espíritu Santo, la Vida de Dios.

Por supuesto que esto no está dentro de las posibilidades de la ‘carne', del hombre. Solo si Dios, como efectivamente lo hace, ofrece generosamente al ser humano su propia Vida, su propio espíritu, éste la puede aceptar, recibir.

Y Dios esta oferta la hace sencillamente porque -como dice el mismo Juan- en su mismo caracú ‘Dios es amor', y el amor es ‘dar' o, mejor, ‘darse'. Darse que, en Dios, produce el intercambio admirable de la Trinidad. El Padre que se hace otro en el Hijo, el Hijo que se abniega con el Padre en el Espíritu Santo, el Espíritu Santo que es puro don de mutuo amor.

Amor empero que no se agota en la comunión eterna de Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino que, por sobreabundancia, quiere volcarse libremente hacia afuera en el milagro de la creación y en el milagro más admirable aún de nuestra regeneración, de nuestra elevación a la Vida divina.

Pero, ¿cómo respondemos nosotros a esa oferta del amor de Dios, del Dios que se nos da en su propia vida para que nosotros la compartamos? A nuestra vez ‘por el amor'. Porque el amor -más allá de las definiciones grotescas y deformaciones a los cuales nos tiene acostumbrado nuestro mundo- es -en su verdadera definición- el movimiento por el cual, saliendo de nosotros mismos, de nuestro yo, de nuestro egoísmo, vivimos la vida del otro, compartimos su existencia, sin reducirlo a satélite de nuestro ego.

Solo en esta salida de uno mismo, en este ‘éx-tasis', hay auténtico amor.

Cuando el amor de Dios que sale en éxtasis hacia nosotros -en el Hijo Jesucristo y en su Espíritu vivificante- se encuentra con nuestro amor que, también en éxtasis, sale hacia Él, allí, entonces, se produce nuestra transformación, nuestra regeneración, nuestra redención.

Por eso Cristo Jesús es totalmente glorificado en su humanidad -y glorificado quiere decir, en lenguaje bíblico, ‘elevado a participar de la vida', ‘de la gloria de Dios'- cuando, en el momento de la muerte, se sella su actitud de entrega, ‘salida', abnegación, perfecto éxtasis hacia Dios y, al mismo tiempo, refleja el pleno amor de Dios hacia los hombres que se les da en el Hijo.

La cruz no es sino el aspecto negativo de la vieja vida que se deja, de lo inferior que se abandona, de lo menos que se entrega, de la etapa anterior que se supera, para poder alcanzar la plenitud del don.

Pero es también el símbolo de la entrega total, del amor hasta el fin -o hasta la perfección- del darse continuo que fue la vida de Cristo. Lugar de encuentro del darse de Dios al hombre y del darse del hombre a Dios.

Entrega, empero, que no se reduce a un momento heroico de la vida -y que a lo mejor nunca llegará, aunque a todos nos queda por delante, al menos, el heroísmo espero de nuestra muerte–. Entrega o éxtasis que no se traduce solo en contemplación extática y ojos en blanco –ese no es el éxtasis de amor del cual hablo-. Sino que Juan, con los pies en la tierra, lo ejemplifica simbólicamente con el servicio humilde del esclavo que lava los pies, como para decir que es en nuestras cotidianas acciones no espectaculares donde el cristiano, normalmente, habrá de manifestar su amor a Dios y a los demás, su éxtasis, su salir de sí mismo.

Dejarse lavar por Cristo significa, pues, entrar en su dinámica de amor, de muerte de sí mismo, de éxtasis, de entrega a los demás –sin resistirnos como Pedro– y tratar de asumirla en toda nuestra vida.

Toda porción de egoísmo, de reserva, de algo que declaramos nuestro y no de Dios y de los demás, es suciedad, es no estar ‘completamente limpios'.

Limpieza es la claridad espumosa y fragante de una vida toda servicio, entrega a Dios y a los demás.

Pero, como no bastaría que nosotros nos regaláramos a Dios para participar su vida si Él antes no se ofreciera, se regalara a nosotros, como lo ha hecho concretamente en el Hijo y el Espíritu que se nos alcanza en Jesús. Y como el Jesús de la historia solo vivió unas decenas de años, hace casi dos mil; por eso esa oferta divina la dejó permanente en su Iglesia, mediante el sacerdocio y, especialmente, de la santa Misa.

Porque el sacerdote, como hombre, podrá ser mejor o peor que los demás. Él comparte como cualquiera el hecho de ser cristiano y la responsabilidad de tener que responder con fidelidad o no a las instancias del amor de Dios. Pero, desde su ordenación, se constituye en ‘signo viviente' de esa gracia que Dios ofrece libremente -no porque esté obligado- y que nosotros no tenemos derecho a reclamar como nuestra sino a recibir como regalada.

El tener que depender del oficio sacerdotal concretiza tangiblemente, sacramentalmente, el hecho de lo inmerecido de la gracia, cosa que podríamos olvidar si solo nuestros actos interiores fueran capaces de redimirnos.

No, el encuentro del amor de Dios y del amor del hombre que le responde, Dios quiere que se haga a través del sacerdocio que nos hace recordar que el don viene de arriba y no –como si ya lo poseyéramos- de adentro, a lo yoga o a lo budista. La gracia promana no de nuestros actos o acciones, sino del Dios trascendente a toda realidad y todo mérito.

La Misa es el medio sacramental en el actual todas nuestras obras de amor desarrolladas en la vida cotidiana, del día, de la semana, todas nuestras obras de abnegación y de éxtasis y de servicio y entrega, presentadas a Dios en el ofertorio y significadas en el pan y el vino, son consagradas luego por el sacerdote. Consagración que representa la fuerza que viene de arriba y la aceptación que Dios hace de ellas para devolvérnoslas en el cuerpo y la sangre de Jesús, en Vida divina. Entregamos vida humana, carne, y se nos retorna Vida divina, espíritu.

La Misa es, pues, el vehículo de nuestra metamorfosis, de nuestra elevación de lo humano a lo divino, de la carne al espíritu. Todo lo que de nosotros vamos dando de amor en nuestras vidas, a Dios y a los demás, Dios lo va transformando, mediante la Misa, en vida sobrenatural y trinitaria.

La dinámica metamórfica, divinizante que saturó la cruz de Cristo en la cual a su entrega total -entrega total de Dios al hombre y del hombre a Dios- sigue el estallido de su glorificación; esa misma dinámica es la que permanece como fuente divina, en su representación simbólica pero plenamente real y eficaz, de la Santa Misa.

Y eso es lo que hoy conmemoramos. La institución del sacerdocio cristiano, de la Eucaristía, los medios concretos mediante los cuales el cristiano habrá de transformar toda su vida en una continua Misa. Sin la cual vida de entrega y de amor, sin la cual Misa vivida -como acusaba Pablo a los Corintios y nos dice hoy Juan en su evangelio- nuestra presencia en la Eucaristía se transforma en una mentira viviente, en sacrilegio, en un ‘comer y beber nuestra propia condenación', en presencia de Judas, en mera asistencia a un rito.

Dios no lo quiera. Que Él lave nuestros pies, que, completamente bañados, vivamos en su amor, que sepamos darle mucho de nosotros en servicio y don, para que Él nos devuelva todo en alegría de Dios, en verdadera Comunión.

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