1990 - Ciclo A
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
La Cena de Pascua era especialmente solemne. Los judíos, que de ordinario comían sentados frente a una mesa o alrededor del hogar, lo hacían esta vez a la manera antigua: reclinados en lechos, sobre el costado del corazón. Con el brazo izquierdo se apoyaban y el derecho les servía para alcanzar la comida puesta en los platos que había sobre una mesa rodeada por los lechos.
Probablemente Jesús y sus discípulos habían dispuesto todo a la manera del triclinium romano, es decir que había tres lechos adosados a tres lados consecutivos de una mesa cuadrada. Uno de los lados de la mesa quedaba libre. Si Jesús estaba acompañado solamente por los Doce, como parece dejar traslucir el texto, estarían colocados cinco discípulos en cada uno de los divanes laterales, mientras que Jesús y los dos restantes estarían en el del centro, la cabecera o lectus medius -lugar de honor-. Es probable que, estando el Señor en el medio, Juan estuviera recostado a su derecha y Judas, el tesorero del grupo, a su izquierda. Por eso Juan ha de echar la cabeza para atrás y recostarla sobre el pecho de Cristo cuando debe hacerle la pregunta de quién es el traidor, que Pedro le pide haga desde su último lugar en el lecho de la derecha. Y Judas, a la izquierda de Cristo, está lo suficientemente cerca como para que éste le alcance el bocado que lo señalará como felón, ahora el mismo Señor echándose hacia atrás, pasándoselo con el brazo derecho por encima del hombro.
Bien, éste es el escenario. De pronto, el Señor, el caudillo, aquel a quien las multitudes han aclamado como el heredero del rey David y a quien los doce reconocen como el Ungido, el Mesias; aquél, por otra parte, de quien esperan que les conceda altos puestos en su reinado, se levanta del triclinio, se saca el manto - y Juan el relator utiliza para esta acción = 'sacar', 'quitar' = el mismo verbo que después usará para referirse a que Jesús se quita, se despoja de la vida para darla a los demás - se quita el manto -digo-, se ciñe una toalla a la cintura como un esclavo, como un mucamo, toma una jarra de agua y, ante el silencio estupefacto y los ojos azorados de los discípulos, comienza a lavarles los pies.
Los muchachos no entienden nada, nadie se atreve a protestar, pero, aún acostumbrados a los gestos inusitados del Señor, esto les parece excesivo, se sienten incómodos, hasta sufran quizá vergüenza ajena por Jesús y alguno hasta se desilusione. Porque ya no es el gesto del gran señor que condesciende a hablar con los pecadores, a comer con los publicanos, a acercarse al pueblo y a los pobres, ahora se trata de una humillación casi imperdonable, en la cual ellos no son capaces de distinguir ni siquiera un atisbo de señorío: girando alrededor de los triclincios, de los lechos, Jesús se ha puesto abyectamente a lavar los pies de los discípulos: trabajo de esclavos que estaba prohibido -y los sigue estando hoy en el Talmud- realizar a los judíos.
Tardan en reaccionar, no saben que pensar. Judas, que tantas esperanzas tenía en que Jesús sería el caudillo liberador de Israel, ahora las pierde definitivamente, ya no puede sentir si no desprecio por ese pseudojefe que se rebaja a enjugarle los pies. La decisión de entregarle y terminar con ese impostor que lo ha embaucado tantos meses madura en su corazón definitivamente.
Cuando ya ha dado la vuelta a todo el comedor y se acerca al último comensal, a Pedro, éste -que, mientras dura la acción, ha participado del mismo desconcierto de los otros y ha oscilado entre el horrorizado rechazo al gesto y la piedad a su maestro humillado- finalmente reacciona. Intenta comprender, por supuesto -él no es un orgulloso zelote como Judas que lo único que entiende de la grandeza es la prepotencia del que siempre está mirando de arriba y atropellando a los demás-. Pedro algo comprende -él, humilde pescador que alguna vez ha tenido que hacer cola en la puerta de servicio de los ricos para vender su pescado-. Pedro comprende que la grandeza es algo que se lleva adentro y que no es necesario aparentar -como debe hacerlo el nuevo rico o el diputadito o el funcionario designado a dedo recién llegados a los altos puestos-. Pedro sabe que es posible ser grande y al mismo tiempo ser sencillo y humilde y servir a los demás. No: no rechazará interiormente con desprecio el gesto de Jesús como lo ha hecho Judas. El ha entendido a su Maestro un poco más que los demás, pero aún así el gesto le parece demasiado: "¡Ya está Señor, ya lo he entendido! yo también, aún cuando sea ministro de tu futuro gabinete, seré humilde y serviré y amaré como tú siempre nos enseñas, pero ¡no es necesario seguir con ésto! ¡cómo tu me vas a lavar los pies a mi!"
Pero la verdad es que Pedro ha entendido poco. El gesto del Señor es mucho más que un ejemplo de humildad. Se está refiriendo a algo que, si lo supiera, a Pedro le horrorizaría totalmente y que es el despojo que hará no de su túnica sino de su propia vida en el acto de servicio de la Cruz. Por eso le dice Jesús que ahora no puede entender por más que crea que está entendiendo. Lo entenderá recién después del incomprensible final de la cruz, cuando la Resurrección ilumine toda la oscuridad absurda de estos días.
Y la clave de todo quizá esté en la frase "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". No le dice Jesús: "si no te dejas tú lavar", sino " si yo no te lavo ". Se está refiriendo a una acción de Jesús, que por supuesto no puede consistir solo en ese gesto humilde que ahora está realizando. Se refiere pues, sin más, a la acción por medio de la cual Cristo alcanzará la gloria de la Resurrección y de allí será capaz de entregarla a los hombres.
Si: ésa es la suerte que ofrece compartir el Señor: " si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". La traducción argentina es desafortunada: el término original griego dice 'meros', que literalmente quiere decir 'parte', 'porción'. pero que designaba la 'herencia'. Término técnico en Israel, porque ya desde antiguo se decía que cada una de las tribus de Israel habría de tener su "parte" en la tierra prometida y ésa era la "herencia" que Dios le otorgaba. Y cuando los hombres más religiosos de Israel llegaron a poner sus esperanzas en el allende de este mundo, la parte o herencia del pueblo de Dios se refería ya al mundo futuro. Y éste es el uso que los escritos joánicos hacen del término 'meros', 'herencia', 'parte': aquello que Jesús conseguirá para los suyos y que es mucho más que cualquier tierra prometida, paraíso en el mundo, riqueza humana de cualquier clase, porque se trata nada menos que de conseguir la vida misma de Dios, la felicidad trinitaria.
Pero ¿qué podían saber de esto los apóstoles, qué podía entender el pobre Pedro? En realidad ¿qué podemos imaginarnos nosotros, con nuestros deseos chiquititos y nuestras ambiciones mezquinas, de esta felicidad divina que Cristo nos promete y que no tenemos ningún modo de representar?
Sin embargo, de toda la escena lo que queda claro es que el lavatorio de los pies es algo que hace posible que los discípulos compartan la vida eterna con Jesús, con lo cual no podemos sino concluir que se trata de un símbolo actuado, representado por el Señor, para significar su muerte, que es precisamente la que nos abrirá la posibilidad de acceder a esa suprema felicidad.
Muerte que, además, se transforma en la prueba más definitiva del sentido de servicio y de amor de Jesús a los hombres. Más aún, el gesto del lavado de los pies es lo que da la clave para interpretar lo que significará su morir, insistiendo no tanto en la negatividad de la destrucción biológica o lo tremendo del suplicio, sino en lo que tiene de positivo como actitud de plena entrega, de regalo de si, de don extremo, de amor hasta el final. "Los amó hasta el fin."
Lo mismo que significan los evangelios sinópticos y San Pablo en sus relatos de la institución de la eucaristía -el gesto de darse como pan y vino- lo expresa nuestro evangelio de Juan en el gesto de darse en el servicio humilde y humillado del lavar los pies. Muerte en la cruz, darse en pan y en vino, entregarse en servicio, en lavar los pies, compenetran mutuamente sus significados y apuntan a decirnos algo del mismo y único hecho casi incomprensible del hombre Dios que se hace regalo total para nosotros y que nos permite mediante cruz, eucaristía, lavado de pies, acceder a la mismísima vida de Dios, más allá de nuestro destino puramente humano.
Por ello, con este evangelio, la Iglesia conmemora hoy la institución del sacerdocio y de la eucaristía, que se harán signos permanentes de la posibilidad de acceso del hombre a la esfera de lo divino, a la suerte, a la herencia de Jesús. Los apóstoles y sus sucesores, desde entonces ministros de la eucaristía, ellos mismos en realidad hechos eucaristía, serán el puente permanente entre la tierra y el cielo. En todo lugar donde haya un sacerdote de Cristo, donde se celebre una Misa, vuelve a repetirse el lavado de pies de Jesús, su muerte en la Cruz y, por lo tanto, encontramos una puerta de entrada en lo eterno y, por lo tanto, de salida de lo caduco, de lo efímero, de lo limitado, de lo condenado a terminar, del ámbito del dominio del sufrimiento, del pecado y del egoísmo.
Puede ser que el sacerdote sea un buen predicador, puede que sea un hombre bueno, excelente consejero, psicólogo paciente, hombre de doctrina u hombre de lucha, buen político o promotor social, tercermundista o conservador o, a lo mejor, nada de eso. Puede que la Misa sea celebrada con guitarra o sin guitarra, piadosa o ruidosamente, lenta o a las corridas, solemne o llanamente, podrá su estilo gustarnos más o menos, ser una reunión más o menos fraterna, hacernos más o menos bien... Pero nada de eso será importante: porque lo único importante es que, sea lo que fuere el sacerdote como persona, es, antes que nada, y a pesar de todo lo miserable e indigno que pueda ser como tal, un hombre investido por Dios para ser puente entre el cielo y la tierra, ministro, por medio de los sacramentos, del amor del Dios que nos invita y nos posibilita la entrada en su reino y, la eucaristía , el pan y el vino, el nexo solemne e infalible con el gesto permanente en el cual Jesús nos entrega su vida desde la cruz y nos lava los pies permitiéndonos compartir su herencia.