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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1991 - Ciclo B

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN


Había entrado como Rey en Jerusalén. Por fin Jesús, a quien esos discípulos reunidos en torno a la mesa habían seguido cercanamente durante tantos meses, se había dignado en ese día glorioso, inebriante, jubiloso, manifestarse tal cual era: el caudillo, el príncipe, el ungido, el descendiente de David llamado a ocupar el trono, liberar a Israel de la bota romana y establecer el dominio de los judíos sobre el mundo.

El entusiasmo del pueblo ese día les había llenado de la esperanza de que todos los hebreos, finalmente, una vez revelada su identidad, le seguirían y se levantarían en armas a su lado. El había anunciado tantas veces que el reino de Dios, su reino, estaba cerca; tantas veces lo habían pedido en la oración que les había enseñado, "venga a nosotros tu reino"; tantas él les había repetido que a ellos se les daría a conocer los secretos del Reino y tantas había repetido enseñanzas sobre ese mismo Reino, que por fin, aquel día de Ramos habían creído que a la postre había llegado el momento.

¡Y mucho se habían preparado para ello y hartas ilusiones tenían depositado en ese futuro promisorio!

Es verdad que nunca se habían atrevido a hablar demasiado de ello por no quedar mal. La única desfachatada había sido la madre de los Zebedeos, Santiago y Juan, que al ver el poco progreso que hacían sus hijos junto a Jesús -estaban mejor (pensaba) cuando trabajaban en la em-presa pesquera del padre- no había vacilado, impaciente, en pedir para ellos que, al menos cuando tomara el poder, los hiciera sus primeros ministros: 'haz que se sienten el uno a tu derecha el otro a tu izquierda'; lo cual había despertado la inmediata reacción e indignación de los restantes nueve.

De todos modos el que andaba realmente insoportable era el rústico de Simón, que a él si Jesús le había prometido las llaves, es decir la cancilleria del Reino, (de la cual, en Oriente, las llaves colgadas al cuello eran el emblema). Desde entonces Simón, pavoneándose ufano. resultaba intolerable y hasta, a pesar de las risitas de los demás, como preparándose para el cargo, estaba tratando de aprender buenos modales: tomaba actitudes pretendidamente solemnes y ya no se urgaba la nariz en público ni se escarbaba los dientes con el cuchillo: usaba una pajita y ¡hasta hacía tapita con la mano!

Pero, en fin, ¿quien quería disputarle el puesto, si habría puestos para todos? ¿acaso los generales de Alejandro no habían todos heredado un reino? ¿y no les había prometido Jesús a ellos que se sentarían cada uno en un trono para gobernar a cada una de las tribus de Israel ¡y a través de ellas al mundo!?

¡Sí que había sido grandioso ese Domingo de Ramos! ¡y qué orgullo-sos se habían sentido ellos haciendo de comitiva, de condes, rodeando la cabalgadura del Rey! ¡Cómo los miraban con admiración los hombres, los chicos y, sobre todo, las mujeres jóvenes! Lástima no haberlo sabido antes y haberse podido vestir un poco mejor, conseguirse unos penachos, capas, espadas. El único que sin decir nada había conseguido -quien sabe cómo- una espada -¡y la había tenido escondida hasta entonces el muy pícaro!- había sido Simón.

Pero la cosa había durado poco. Entrando en la ciudad, la gente que lo seguía -que afuera parecía mucha- se había casi perdido entre la multitud de peregrinos que se apiñaba en las estrechas calles de Jerusalén tratando de llegar al templo. Ninguna autoridad, ni judía ni romana, había salido a recibirlos, a reconocerlo. Y, en determinado momento, los discípulos habían quedado solos en medio del tumulto y Jesús, finalmente, había bajado de su montura. Ya nadie se fijaba en ellos. Una que otra mirada torva de un soldado romano a la espada de Simón hizo que éste la volviera a esconder apresuradamente entre sus ropas. Pronto todo estaba como antes: casi nadie reconocía a Jesús, uno más en el hormigueo de la gente. El entusiasmo de los doce se apagó tan rápido como se había suscitado.

Desconcertados, más o menos desilusionados, pero vueltos a confirmar en su esperanza por las afirmaciones continuas de Jesús de que su Reino estaba cerca, siguieron esos días esperando.

Pero "¿Hasta cuándo habrá que esperar?" se preguntaba sobre todo Judas, el Iscariote, "¿qué son todas esas monsergas de que el Reino es de los pequeños, qué los ricos no podrán entrar en él, que las prostitutas llegan antes a él que los señorones judíos, que los pobres de espíritu serán sus dueños?" "¿Es que no había afirmado que valía la pena "dejar todo para conseguirlo"?; ¿qué no nos ocupáramos más que de obtenerlo y "todo lo demás vendría por añadidura"?. Y eso sí que era fácil de entender: una vez arriba todo viene solo. Lo sabe bien cualquier po-lítico. Pregúntenle a Manzano. Y ¿no dijo también que "el Reino sufría violencia y solo los violentos lo conquistan?". "¿Qué estás esperando hombre de Dios?" se preguntaba malhumorado Judas. ¿Acaso el Mesías no contaría con la ayuda de lo alto ¿para qué esperar más? "Es que le falta decisión. Habría que encontrar la manera de empujarlo, de obligarlo a que por fin manifieste sus poderes. A lo mejor puesto de una buena vez frente a las autoridades no tendría más remedio que lanzar de una vez la revuelta, el golpe, la liberación .

Y Judas se ensimisma y medita ¡algo tiene que hacer para terminar con los titubeos de su jefe y ponerlo entre la espada y la pared para que, sin más dilación, inaugure su reino!

Y lo anda pensando todavía mientras está recostado sobre su lecho, a la mesa con los otros once. Esos retontazos no se animan a decir nada y aceptan todo lo que Jesús decide sin ninguna iniciativa propia. Es inútil contar con ellos.

Pero, de pronto, Judas sale de sus cavilaciones. Un movimiento in-esperado se produce en la cabecera. Jesús se levanta, a lo mejor va a decir algo, hacer algún anuncio importante. Al fin y al cabo la solemnidad de esa comida ha de ser para algo, ¿habrá llegado el momento? Y Judas despierta otra vez a la esperanza.

Y, entonces, la respuesta asqueante, vergonzosa, desagradable, Jesús se ha puesto como un miserable esclavo a lavar los pies de su estado mayor. La ira de Judas no tiene límites. No hay que perder más tiempo: si es verdad que es el Mesías ya no admite dilación el que lo pruebe de una vez. Habrá que forzarlo a la acción. Judas, maduro su proyecto, se levanta, sale y se sumerge en las tinieblas de la noche.

Que el evangelista haya elegido esta escena para ilustrar el significado de la última Cena, omitiendo la mención de la bendición del pan y del vino, nos tiene que llevar -en esta solemne conmemoración del la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio católico- a intentar penetrar más allá de la apariencia externa de los signos.

Pan y vino , lavado de pies , y aún diría crucifixión , no son más que el velo externo e intercambiable, sinónimo, de la misma realidad profunda que se desarrolla en el hondón del corazón de Cristo y que Él intenta explicar, trasuntar a través de esas realidades externas de la Cruz , la Misa y el lavado de los pies .

Y quizá los tres solos no podrían entenderse suficientemente: la cruz podría parecer solamente el suplicio horrendo, símbolo, cuanto mucho, de todos los sufrimientos del hombre. El lavado de los pies , una lección de humildad, de mutuo acatamiento, que ha de servir para ejemplificar nuestra actitud cristiana frente a los demás. La eucaristía un rito de convivencia, la alegría del comer juntos, del compartir.

Pero así nada habríamos entendido ni de la cruz, ni de la humildad, ni de la Misa.

Porque el gesto de Jesús se engarza en el movimiento eterno median-te el cual, en la intimidad de Dios, el Padre se regala al Hijo y con éste al Espíritu Santo. Ese Dios que según la definición de Juan es, antes que cualquier cosa, caridad, y por lo tanto flujo permanente ¡eter-no! de entrega mutua, de regalo de si que, desplegándose necesariamente en el seno de si mismo en la intercomunión de sus tres hipóstasis, también ha querido desbordarse libremente en don, regalo de si, en la creación y, en la creación, al hombre y, en el hombre, a El mismo: su propio ser divino. Porque precisamente Jesús es el don de si que Dios hace al hombre. La vida divina se nos regala en Cristo. El hombre Jesús es el sacramento de lo divino, es el gesto humano que hace Dios cuando quiere regalársenos.

Y la plenitud, la sin reserva de ese regalo se nos hace especial-mente patente en el signo por excelencia del hombre Jesús que da su vida por nosotros y así la cruz no es sino la manifestación suprema de ese amor que desde lo eterno se hace visible en Jesucristo. Y se nos explicita en su sentido de don, de regalo, de obsequio, de servicio, -no de suplicio ni de tormento, qué no es solo eso la cruz-, en el gesto señorial de ponerse a servir a los demás como un esclavo que lava los pies . Y llega a cada uno de nosotros en la concreción del tiempo y del espacio, en la circunstancia cotidiana de nuestra existencia, en la materialización del sacerdocio y del vino y del pan .

Eso festejamos hoy: la institución de la eucaristía, el aparato receptor mediante el cual Dios ha querido que llegaran a nosotros las ondas, los flujos impetuosos del mismo amor que afirma a las tres personas en la intimidad de su espléndido y feliz existir, el que llegó a nosotros mediante la actitud de servicio y de entrega de Jesús -lavado de pies y cruz- y que es capaz de afirmarnos y transformarnos también a nosotros, a imagen de esa manera trinitaria de vivir y de amar, aquí y en la eternidad.

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