1992 - Ciclo C
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
La escena que acabamos de evocar en la lectura de Juan nos tras-lada, en el vértigo de los veinte siglos que nos separan de ella, al momento supremo de la vida de Jesús. Escena, por otra parte, dramática. Tanto más dramática cuanto que los acontecimientos terribles y ominosos que cualquiera adivina amenazantes detrás del relato, se plasman a nuestra vista en el marco regocijante de una fiesta, de casi un carnaval en Jerusalén: las celebraciones pascuales. Esos contrastes terribles que le gustaba, por ejemplo, usar a Verdi, cuando, en medio de la alegre música de un baile, hace desencadenar la tragedia y aparece la muerte, el espanto, aunque el ritmo melódico siga siendo de comedia. Como en el último acto de "Un ballo in maschera", cuando los acordes de la danza enmarcan el asesinato de Ricardo; o de "La Traviata": Violeta muriendo, mientras se oye el carnaval entrando por su ventana; o el último acto de "I Vespri Siciliani"; o de "Ernani "; o "Rigoletto": Gilda que muere mientras atrás se escucha el despreocupado "La donna e mobile" ; o "Macbeth" viendo aterrorizado al fantasma, en medio de la alegre melodía del brindis. El ómnibus de turismo que, en medio del regocijo y el contento, parte hacia su siniestro sino de accidente fatal.
También aquí, como en una película, como en una ópera, el espectador sabe lo que sucederá mañana -Jesús algo entrevé-, pero los acto-res no. Los discípulos, recostados en sus lechos de fiesta, comen y beben algo achispados, a risotadas, sin darse mínimamente cuenta de lo que está por pasar. Por eso la incredulidad que los invade cuando se dan cuenta de que Jesús no está jugando: que ese lavado de pies, al final de la comida que él ha hecho sobriamente y en silencio, no es una broma de banquete de fin de año, de despedida de soltero: que algo tremendo significa.
Los discípulos son todavía inexpertos galileos, buenos muchachos. Ellos no se dan cuenta de lo que está a punto de suceder. Han vivido la euforia del Domingo de Ramos, las agitaciones de palmas, los mantos alfombrando el cortejo, los vivas del pueblo enfervorizado, la alharaca de los chiquillos que se añadieron al desfile para divertirse gritando desaforados, todos contagiados de histeria colectiva, en medio de la multitud, apretujados, abrazados, aplaudidos, besados por mozos y buenas mozas... Se han confundido: provincianos como son los doce, hombres de aldea, no de multitudes, les ha parecido que esos pocos centenares de personas que, curiosas y sin tener otra cosa que hacer, los han vivado el domingo y que, durante estos días, cuando los han reconocido, los han saludado con entusiasmo, han creído que eran muchísimos, que eran todo Jerusalén, que ya el Maestro tenía asegurado el triunfo, el reconocimiento de todos, que ya pronto lo reconocerían como Rey y ellos se sentarían en su gabinete a su derecha y a su izquierda. Vivían aun el microclima de esa aparente multitud, como en esos mítines de pequeños partidos que llenan a lo mejor toda una plaza o un salón de actos, pero que después apenas sacan votos en las elecciones. Porque algunas decenas de personas los reconocen y aplauden, porque dos o tres grandes personajes ricachones como Nicodemo o José de Arimatea parecen apoyarlos, los inexpertos e ingenuos galileos han pensado que el Maestro, su Rabbi Jesús, el hijo de David, ya tenía todo ganado.
Pero el Señor veía más allá. Montado en su asno, rodeado por sus discípulos tratando de contener a la gente, no se confundía. Por arriba de las cabezas de esa multitud hosannante que los apretujaba en la barriada popular de Betfagé, veía alineadas en las esquinas las mira-das vigilantes de las tropas romanas, el desdén helado de los grandes, la ausencia de las verdaderas fuerzas vivas de Jerusalén: solo gente modesta, muchos peregrinos devotos de provincia, ni una autoridad y, ya entrando en los barrios más ricos, desde las ventanas, los rostros fríos, curiosos, calculadores, preocupados, hostiles, alguna sonrisa de un niño rápidamente retirado por la madre, gélida indiferencia...
Los discípulos se pueden engañar, como los estudiantes de la pla-za de Pekín del otro año, euforizados mutuamente por su entusiasmo ju-venil. No saben que ya los tanques están rodeando la ciudad. Pero el Señor no se engaña. Ya se ha dado cuenta de que eso es el fin. Que todo ha sido humanamente inútil. Sabe de la inconsistencia de los pobres aplausos que recoge, de la falta de solidez de las adhesiones de algu-na gente buena. El poder no está con él. Lo han rechazado definitiva-mente.
Eso es lo que piensa en silencio mientras los discípulos comen y festejan ruidosamente la pascua.
Tampoco se ha sumado al jolgorio Judas. El también ha comido en silencio. El también sabe.
Pero Jesús se viene preparando para eso desde hace tiempo. Al principio quizá, cuando recién empezó a predicar, después del bautismo, llamado por esa voz interior que había crecido en su alma en la enseñanza de María, en la meditación de la Escritura, en la oración al Padre y que le había revelado que en él se cumplían todas las esperanzas de Israel, había pensado que el fuego del espíritu encendería a toda su nación en adhesión a él, en pujos de liberación, en deseos de santidad. Y los acontecimientos, en los inicios, parecieron confirmar-lo en esa esperanza. Enteros pueblos que salían a recibirlo, miles de personas que lo escuchaban, que se bautizaban...
Pero todos, tarde o temprano, volvieron a lo suyo, a lo de siempre. Algunos, quizá, un poco mejores que antes. Solo los doce de hierro finalmente lo siguieron y, por supuesto, las mujeres, (¿qué de hierro?: ¡de acero, de roca, de diamante..!) El Señor percibe perfectamente que los rabinos, los sacerdotes, los nobles, es decir los que verdaderamente contaban, no lo aceptan, jamás lo aceptarán. El no era del staff, del establishment, del partido; era un advenedizo, un Fujimori, que al final ni siquiera tendría las encuestas a su favor. Cuan-do por fin emprendió el camino a Jerusalén, ya estaba seguro que el Padre no había elegido para El el camino del triunfo. Que, aunque podía, no le enviaría una legión de ángeles para que, fulmínea, instaurara el reino del mesías en el mundo. No se engañó un instante con el recibimiento de Ramos. Ya había aceptado lo que el pensaba que era -después de mucha oración y reflexión- la voluntad del Padre: morir como un profeta, el más grande y definitivo de los profetas, apedreado en Jerusalén. (Y morirá si, pero no apedreado, no como un profeta, no en Jerusalén: fuera de Jerusalén, como un criminal, en la vergüenza de la cruz. Pero esto no lo sabe aún.)
Ahora está esperando sereno, aunque con una angustia que se le irá haciendo cada vez más terrible a medida que se le aproxime el momento, su suerte tremenda de profeta rechazado. Sabe que sigue siendo verdad que en él se da la última y definitiva intervención de Dios en la historia; no será el triunfo político del Mesías, del Rey davídico, pero, de alguna manera, Dios usará su muerte para inaugurar el Reino. Confía. Sabe que de algún modo esa muerte no es el fracaso total. No será algo absurdo ni vacío.
Jesús está seguro de que, de forma misteriosa, el fin que le espera será utilizado por el Padre para lograr un triunfo de índole superior. No entiende bien qué es lo que prepara Dios, pero, desde ya, está dispuesto a prolongar, en esos instantes que se avecinan, la actitud que, desde que tiene conciencia, junto a María ha aprendido a tener, de confianza y entrega plena a la voluntad divina. Nunca quiso hacer otra cosa sino la voluntad de su Padre. Toda su existencia conciente la alienó permanentemente en una búsqueda sin retaceos del querer paterno. Puede decir rotundamente que su querer, sus opciones, sus determinaciones estuvieron siempre aunadas y configuradas con las que el Padre le dictaba.
Lo hizo siempre, cuando entendía bien que es lo que Dios le pedía. Lo seguirá haciendo, cuando no alcance a entender.
Así resume la Epístola a los Hebreos la actitud vital de toda la existencia de Cristo " Entonces dije: aquí estoy, vengo para hacer Dios tu voluntad. " Y no dejará de hacerlo cuando, ya abrumado por las tenebrosas horas que le esperan, dentro de un momento, en la oscuridad del huerto de los olivos, transpirando sangre, repetirá una y otra vez: " ... que no se haga mi voluntad sino la tuya. "
Pero, al mismo tiempo que Jesús ha hecho de su vida un puro obedecer el querer divino en cada momento de su existencia; al mismo tiempo, su vida es un continuo buscar el bien de sus hermanos. Siendo su existir puro dejarse llevar por la voluntad de Dios, es, simultáneamente, macizo procurar servir a los demás. Y las dos cosas: hacer la voluntad de Dios y servir a los hermanos, -es decir amar a Dios y amar a los hermanos-, no se contradicen, no se oponen, no se excluyen; ni siquiera se complementan, se armonizan: en realidad se exigen mutuamente, se necesitan, porque, en su querer profundo, la voluntad divina se define por el amor. Ese amor que, íntimamente, se despliega en el servirse, el entregarse mutuo de las tres Personas en el seno de la unicidad divina, y que se vuelca, desbordante, afuera, en el amor a las creaturas, en el don de la creación.
Ponerse en consonancia con la voluntad divina, con el querer de Dios, es necesariamente amar a los demás; porque la voluntad de Dios es amor.
Y así Jesús al querer identificarse plenamente con la voluntad del Padre no puede sino hacerse uno con el amor de Dios a los demás. Querer hacer la voluntad del Padre es, indisolublemente, querer amar a todos aquellos a quienes ama Dios.
Porque el querer del Padre es esencialmente darse, identificarse con ese su querer es hacerse pleno don de si. Por eso amar es servir; buscar el bien de los demás a costa del propio.
"No vine a ser servido, sino a servir y dar mi vida por los demás": es la otra cara de la misma moneda del "No he venido Padre a hacer mi voluntad sino la tuya"
Y eso tiene que hacérselo saber de alguna manera a esos po-bre doce muchachos que lo han acompañado y a quienes esperan pavorosas horas de terror y desaliento. Pero ¿cómo decirles, cómo esclarecerles a esos chicos que pronto lo verán morir, que esa muerte no es el fracaso de su misión, el malogro de su prédica, la derrota de los suyos, el naufragio de toda esperanza? ¿Cómo explicarles que, en esa muerte, el llevará al extremo, - "hasta el fin", como dice el evangelio de hoy- el cumplimiento de la voluntad amorosa del Padre y, al mismo tiempo, su actitud de servicio de amor a los suyos?
No es momento de palabras que no entenderán. Jesús prefiere simbolizar dramática, actoralmente lo que va a hacer. No va a padecer la muerte solamente como un organismo que muere, como una biología que será destrozada, como un cuerpo que perecerá en medio de tormentos. Va a la muerte como un supremo gesto de amor, de confianza en el Padre; y de entrega, servicio, y amor, a los demás. Y eso lo expresa actuando.
Allí pues, está ahora, ante el silencio consternado e incrédulo de los discípulos, lavándoles los pies. Allí está, ofreciendo en el gesto del vino y del pan la profundidad de su total entrega a Dios y a los suyos.
Cuando, en la pavorosa extenuación de lo humano de Jesús en la cruz, haya consumado totalmente su doble entrega a lo divino y a lo humano, la realidad del Verbo proferido desde la eternidad en el corazón del Padre -y que sostiene hipostáticamente el existir de Jesús de Nazareth desde su concepción- hará que ese gesto del darse en el vino y en el pan, perpetuado por los sacerdotes, conecte siempre a los suyos, no solo con el darse de la vida humana de Jesús, sino con el don pleno del darse del Padre en el Hijo y con el Hijo al ES en el seno de la santísima Trinidad y, por lo tanto, con la vida de enamorado amor del mismo Dios, ofrecida a los hombres.
Desde entonces la Iglesia ha repetido millones de veces, a lo largo del tiempo y del espacio -y lo seguirá haciendo hasta el fin de los tiempos-, el gesto del darse de Dios a su creatura, mediado a través de ese querer hacer la voluntad del Padre de Jesús y, desde El, amar y servir a los demás, y actualizado en todo lugar donde un sacerdote, en nombre de Jesús, ofrezca a Dios y a sus fieles los dones del vino y del pan.
La Misa, mediante la acción del sacerdote, pone a todos los creyentes en comunión con el darse de Dios en el amor a través de Cristo. Allí está Dios enamorado ofreciéndose plenamente a nosotros.
Pero, cristiano, esa oferta no puedes asimilarla en la pura pasividad. El don de Dios en Cristo es más que vida humana, es vida divina. Has de superar la vida humana destinada a la muerte para alcanzar el existir y por lo tanto la vida y la felicidad de Dios. Y ello solo puedes hacerlo si también tu, en cada Misa, te pones en la misma acti-tud interior de Jesús. Si también vos, no solamente Cristo o el sacerdote, celebras la santa misa.
Cuando cada misa tuya, más allá de su celebración externa, sea, en el misterio de su realidad profunda y de la tuya, un ofrecerte en serio a aceptar plenamente la voluntad de Dios y al mismo tiempo un prometerte en actitud de amor y servicio a los demás -cuando también vos desde muy adentro digas a Dios y a los que amás " tomen y coman de mi, este soy yo, esta soy yo, entregado por Vds.; de Vds. soy "- allí, entonces si, en la comunión, en la identificación plena con la actitud del Padre y de Jesús, Dios podrá transmitirte su vida, consagrarte, elevarte, transformarte, santificarte, y plantar en vos, mediando el vino y el pan, los gérmenes de tu propia feliz eternidad.