1993 - Ciclo A
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
El discípulo amado ha aparejado su casa de Jerusalén para el maestro. Ha puesto lo mejor de sus enseres y vituallas para honrar a su Señor. La sala grande se ha transformado en triclinio, en comedor, y, a la manera de las grandes ocasiones, se recostarán los comensales en sofás a los tres lados de la mesa.
Ya están bruñidas, brillantes y con agua fresca, la paila y el ánfora para la ablución. Dispuestos los lienzos cándidos de lino para secarse; las vasijas y escudillas de bronce para comer -que son impuras para el judío las de loza o barro-; y la cratera de vino bermejo de Judea.
Ya se ha cocido -en forma y color de ladrillo, para recordar los trabajos del cautiverio en Egipto- la pasta de almendras, nueces, higos y dátiles, con canela y vinagre, del Kharoset .
El coriandro, la endibia, el berro, la achicoria salvaje, la radicha, el cardo y el marrubio esperan en las fuentes, para mezclar su sabor amargo con el del cordero inmolado, y recordar el amargor de la esclavitud. También se ha molido y horneado en pan sin levadura -en ázimo- el candeal, la espelta, la avena y la cebada.
Las lámparas de aceite fino y los cirios de perlina cera, chisporrotean de luz, en la penumbra del ocaso que asoma su luna por las celosías de los ajimeces.
Ya está todo aparejado para la primera Misa de la historia.
Porque hoy es día de teología, de liturgia, de gestos serenos, de intenciones profundas. Hoy son ademanes solemnes, expresiones rituales, túnicas limpias con olor a lavanda, rostros ungidos y perfumados.
Mañana será, en cambio, el horror y la sangre, el alarido y la angustia, el trato brutal de los sayones y el polvo de los caminos fugitivos. Será el leño desnudo, la incomprensión y el abandono, la sordidez, y el llanto vencido.
Hoy acompañan a Jesús los coros solemnes y luminosos de los ángeles. Mañana serán los aullidos horrísonos y sádicos del demonio.
Hoy el gesto del pan y del vino, el lavado de pies, disfraza la realidad que Jesús anticipa y asume. Mañana será la realidad nuda, cruel, vivida en carne lacerada, sin nubes de incienso, ni oros de estolas, ni platas de casullas.
Piadosamente el albo pan y el rubescente vino, el lino y la jofaina, embozan hoy el pavor repugnante de mañana.
Y, sin embargo, sería mentira afirmar que la verdadera Misa, será el calvario, el desnudo Gólgota, el ara de la cruz. Porque es hoy, frente a sus discípulos, en este último momento de calma, previo a la agonía de los Olivos y la tempestad del Viernes Santo, es hoy cuando el alma de Cristo puede realizar en plenitud de comprensión y libertad, desde lo más profundo de su ser, la ofrenda de si mismo al Padre y de servicio a sus hermanos.
Mañana ya no será tiempo de pensar, ya no habrá lugar para la luz de la oración, para las palabras serenas de la teología, para la calma sugerente de la meditación, para la consagración consciente de si mismo, para el acto majestuoso y libre de su ofrenda sacerdotal. Mañana será el puro sufrir, el desnudo ser llevado atado, arrastrado, de Herodes a Pilato, la carne convertida toda en úlcera de dolor, la mente vacía de comprensión, la suplica transformada en ahogado desgarro, la oración mudada en el abandono rendido del tormento, la teología y la mística extinguidas en oscuridad sin luces del nada comprender...
No: la verdadera Misa es hoy, porque hoy, más allá de la debilidad de la carne, desde la altura de su mente iluminada por la palabra de Dios y la certeza de su misión, Jesús es capaz de encender para siempre, en pan y en vino, el sí consciente que al mediodía de mañana se transformará en estupor y estertor.
Sin la significación serena de esta tarde, sin la entrega lúcida de esta mesa de hoy, lo de mañana quizá sería pura biología, nervios martirizados, mente en oscuridad, extenuado y exangüe aturdimiento. Es el encuentro de su serena y meditada misa de hoy con la realidad torturadamente humana de mañana lo que conformará la plenitud de la redención. Hoy es la intención, el propósito, la ofrenda, el plan; mañana es la realización cruel, impensada, enloquecida, en el fragor de la batalla, arrojada sin rumbo a los escollos, en la negrura tempestuosa y nocturna de las olas de un mar feroz.
Lo de mañana no sería humano si no fuera por el ofertar lúcido de hoy. Lo de hoy sería casi indemostrable, teórico, sin la comprobación inclemente del mañana aniquilado en cruz.
Es esta oferta de la humanidad de Jesús, de toda su naturaleza de hombre, perfectamente adherida al querer del Padre y hasta el extremo regalada de amor a sus hermanos, la que, prolongando en si la personalidad de Verbo dicho por el Padre y espirado en el Espíritu Santo, logrará la final consagración de su ser Resucitado, de su sentarse a la derecha del Padre.
Y desde esta sublime última Cena de Jesús, cada vez que en un altar católico se repiten las palabras y el gesto simbólico de Cristo en el vino y en el pan, la Iglesia se pone en contacto inmediato y eficaz con la generación del Verbo y la espiración del Espíritu Santo, encarnada en la historia y alcanzada a los hombres en el misterio pascual de Jesucristo, a través del ofertorio del Jueves Santo, de la consagración del Viernes y de la comunión transformadora del Domingo de Resurrección.
La Misa es el don precioso de la vida trinitaria a nuestro alcance: es el instrumento maravilloso que nos ha dejado el Señor para nuestra propia transformación. Son los instantes densos y ubérrimos que, dominicalmente o cotidianamente vividos, hacen consciente y meditada nuestra propia ofrenda de cristianos a Dios y a los demás, y la ponen bajo el influjo vitalizador de la renovación pascual.
Porque también el discípulo de Cristo tiene momentos terribles de esfuerzo, de servicio, de entrega, de aceptación crucificante del querer del Padre; y ciertamente serán esos momentos los que encarnen en su vida su obediencia a Dios y su amor a los demás. Pero lo serán realmente, y servirán para adquirir esa vida divina que es el objetivo del existir cristiano, en la medida de la vivencia de su Misa.
La Misa celebrada por la Iglesia en solemnidad y rito, en fórmula y ornamentos, en hostia y cáliz, es el momento de encuentro sereno y consciente del cristiano con la realidad profunda y misteriosa de su existir bautismal; es el lugar donde adquieren sentido y densidad todos sus combates cotidianos, todos sus actos de servicio y amor a los demás, todas las angustias de la aceptación dolorosa, a veces, de la voluntad del Padre. La Misa es el refugio adornado y luminoso, el comedor brillante y fraterno, la calidez de la Ultima cena, el regalo al Maestro del discípulo amado, el Señor lavándonos los pies y enseñándonos a hacer lo mismo a los demás: es el Jueves lúcido que da sentido y eficacia a nuestros combates del oscuro Viernes.
¡Que maravilloso instrumento de transformación en nuestra vida la Santa Misa! ¡Que privilegio fabuloso el poder asistir a ella cotidianamente! ¡Que pena los cristianos que se privan de ella!
El altozano en el cual todo nuestro día adquiere perspectiva. La media hora en que estamos más cerca del cielo, recostados sobre el cálido costado de Cristo y en donde nos fecunda, en luz y significado, la palabra del Padre en la caricia de la Escritura. El lugar en donde entregamos, en la patena de Cristo, el polvo y la transpiración de nuestro día, y nos es devuelta, en comulgar reverente, como manjar poderoso de eternidad.
¡Oh tristeza de la Cruz sin Cristo, del dolor sin misa, del amor sin eucaristía!
¡Oh tinieblas del trabajar sin ofertorio, del sufrir no consagrado, del servir mercenario y obligado sin comunión!
La noche ha caído sobre Jerusalén. Jesús y sus discípulos, la luna celada, vibrando el cielo en expectación de estrellas, ya aspiran el rocío condensado en lágrimas de las hojas de los olivos.
En la casa del discípulo amado, nadie ha retirado aún los restos de la cena. El aceite de los candiles se ha extinguido, la cera de las candelas se ha consumido. La mansión ha quedado oscura y desierta.
Pero, en la mesa aún tendida, mendrugos de pan relumbran de extraña alba fosforescencia. El viento agita el fondo de vino de la copa y, en las paredes y el cielorraso, es como si se encendieran titilantes luminosidades de rubíes.
Ponte de hinojos, cristiano, aguza el oído; y escucharás, en el cuarto abandonado, alborozado aletear de arcángeles. El primer sagrario de la historia acaba de encender su lumbre.