1994 - Ciclo B
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
Vísperas del Viernes Santo, ya nuestra atención está polarizada por el drama de la cruz que reviviremos mañana. Porque también en la vida de Cristo su muerte nos conmueve especialmente. y no por un sentimiento puramente morboso de atracción por lo sórdido: la muerte es siempre un misterio que llama a reflexión: aún para los que no reflexionan. Es el rotundo poner en cuestión todos los propósitos, objetivos y amores de esta vida; es la gran mueca de burla a todos los grandes castillo de arena que se fabrican los hombres en sus vidas individuales y nacionales.
E lógico pues que la imagen de la cruz y las oscuridades sangrientas del Gólgota hayan centrado el pensamiento cristiano y que el mismo patíbulo del Señor se haya transformado en señal distintiva de sus seguidores.
Pero es claro que sería un error el privilegiar ese momento en sus aspectos exteriores, torturantes, agónicos, sangrientos, y olvidar no solo su resolución en la alegría de la pascua de Resurrección sino su significado más profundo.
Porque el valor del acontecimiento cruz no se detiene en el detalle exterior de la ferocidad de sus ejecutores, de la impresionante tortura de los clavos, de la posición asfixiante de sus brazos extendidos, de su cuerpo martirizado -¡tantos torturados y físicamente dolientes ha habido en la historia de la humanidad, con tormentos aún peores, y eso poco significó para el mundo!-, sino que dimana de la actitud íntima, en el hondón de su anima, de la libertad de Cristo movida por la gracia y en consonancia con el movimiento eterno de la procesión del Verbo.
Y tanto es de menor importancia el acontecer exterior, que más allá de las imágenes que la historia nos trae de ese hecho ubicado externamente hace dos mil años, nosotros somos capaces de revivir la facticidad profunda de lo acontecido -sin sangre, sin romanos y sin judíos- en los gestos sacramentales de la liturgia eucarística.
Porque ya lo sabemos: la Misa no es solo la conmemoración, el recuerdo, ni tampoco un nuevo hecho que se añadiera al de la cruz; sino el mismísimo suceso del Gólgota vivido en la hondura del yo de Cristo y que así como un día apareció, se hizo manifiesto en la cruz, hoy se aparece -el mismísimo: no otro, no parecido, no repetido, no igual, sino el mismísimo- hoy y cualquier día en toda misa que se celebre en el mundo.
Es la manera humana, no fantasmagórica, no telepática, no angélica, sino concretizada en tiempo y espacio, en pan crocante y en fragancia de vino,- a la manera de los hombres, que necesitamos ver y tocar-, mediante la cual la realidad última de la cruz, de la misma manera que llegó a los que estaban a sus pies mirándola, también nos llega a nosotros.
Pero ¿qué es esta cruz, entonces? ¿qué actitud profunda vehiculoiza, representa, significa? O, para entenderlo mejor: Lo que hoy conmemoramos -la institución de la Eucaristía- la Ultima Cena- ¿también fue una Misa? Por supuesto. Y alguno a lo mejor contesta: "fue una anticipación simbólica de la cruz".
Sí y no: Más bien habría que decir que toda la vida de Jesús fue una Misa o, de alguna manera, una cruz. O que la cruz fue simplemente la expresión más patente, más elocuente de lo que fue la constante actitud interior de Cristo en su vivir.
O podríamos decir, también, que siempre en realidad Jesús vivió crucificado, sino fuera que esto lo entenderíamos mal: porque sería algo así como afirmar que siempre vivió sufriendo o doliente, lo cual no es verdad.
Pero, otra vez,: aquí estamos comprendiendo unilateralmente la cruz, como si ella fuera supremo símbolo del dolor y nada más.
Digamos más bien, para empezar a ponernos de acuerdo, que la cruz es el supremo símbolo del amor, y así entonces estaremos más cerca de nuestro misterio.
Porque vean, ese Dios que Juan tan paladina, olímpicamente define como amor: "Dios es amor", ha hecho su suprema revelación, manifestación, se ha mostrado en su intimidad más recóndita, a la manera en que lo podemos entender los hombres, en Cristo Jesús, hijo de Dios, hijo de María...
Porque ciertamente no se trata de cualquier amor -que la palabra hoy da para todo- sino del amor justamente plasmado en el sentir y el actuar del hombre Jesús, amor que en nosotros ha de ser regulado por la ejemplaridad de Jesús, a la ve impulso amante del corazón y obras.
Y precisamente porque los sentimientos y ob4ras de Jesús en su vida terrena se conformaron perfectamente -a la vez que eran manifestación de ellos- a los sentimientos y obras del mismo Dios en la hipóstasis del Verbo, por eso, lo humano de Cristo es resucitado y llevado en Señorío a la derecha del Padre plenificando la entera creación.
Pero 'cual es la manera de amar de Dios más allá de su modalidad evidente de ser infinita, perfecta, plena? ¿cual es la manera de amar que resucita a Jesús y que nos resucitará a nosotros si sintonizamos con ella?
Repitiendo a Santo Tomás de Aquino: nosotros la mayoría de las veces queremos, amamos, porque necesitamos. el objeto de nuestro amor, ya sea persona o cosa, de alguna manera nos completa, nos perfecciona, quiebra nuestra soledad, satisface alguna de nuestras hambres: con nuestro amor adquirimos. Dios, en cambio, dice Tomás, no ama ni quiere para adquirir, solo para dar: no para completar su felicidad sino para participarla al otro, no para recibir, sino para donar...
Y esa es la figura suprema del amor: no desear, no querer para mi, sino dar. Y, cuando ese dar no es de algo que tengo, mucho o poco -y cuanto más dé ciertamente más amo- cuando ese dar -digo- no es algo mío sino yo mismo, allí estoy realmente amando: no la limosna a un pobre, sino mi ser y mi vida y mi tiempo al amigo, al amado, a la amada... y cuánto más doy de mi tiempo, de mis sentimientos, de mis preocupaciones, de mi yo a los demás, ciertamente más amo...
Pero entonces, ven, amar es morir, porque si yo me hago de tal manera de Dios y de los demás que me olvido de mi mismo, estoy muriendo: muriendo a mi egoísmo, a mi estar centrado en mi yo, a mi soledad, a la falsa afirmación de mi personalidad, a mi en el fondo inútil independencia y tantas veces a mi descanso, a mi comodidad, a mi salud, a mi vida... Y eso cuesta y por eso hay tan pocos hoy que quieran o sepan amar en serio... Todos queremos ser amados, eso sí, pero pocos quieren realmente amar: es más fácil no amar, abroquelarse en los mullido límites del yo, y usar a los demás.
Pero, vean, eso lleva justamente a la única muerte temible, que es la infecunda del acabar el tiempo biológico del vivir. El yo que muere cerrado en sí mismo, muere para siempre. Y no es esa precisamente la muerte que rememoramos en la cruz.
Porque aquí se trata en cambio del darse total del auténtico amor. Y paradójicamente eso que es muerte del ego, eso es precisamente vivir. Porque la vida por antonomasia, por definición, es la divina: Dios es el supremo modelo y origen de todo vivir. Y ese vivir de Dios es amor y ese amor es darse entregarse: es el misterio de la Trinidad, de las tres personas cuya vida consiste en darse a las otras dos, sin jamás afirmarse a si mismas, en realidad muriendo, y, precisamente porque muertas a su yo, vivas en la afirmación de las demás.
Y si pues Dios es amor y Jesús es Dios, podemos decir también: Jesús es amor...
Toda la vida de Jesús es amor, amor que no se busca, que no recibe, que no pide, sino que solo da... Amor que da no solo bienes, beneficios, milagros, enseñanzas, bendiciones, sino amor que se da, que se regala a si mismo, ¡olvidado de si mismo! y en ese sentido toda la vida de Jesús es muerte y por lo tanto cruz, aunque no siempre fue sufrir, por más que la prueba final o, mejor, el signo más evidente de su amor, fue la muerte en cruz, en donde la entrega permanente de su vida a Dios y a los demás -su amar- vivida desde el primer instante de su acceder a la conciencia, alcanzó máxima expresión y marcó el momento de su transformación final.
Porque allí, finalmente consumada y en plena consonancia con el amor de Dios en la hipóstasis del Verbo, su muerte no fue muerte, sino el paso definitivo a la vitalidad divina que desde entonces resucitado posee para siempre.
HY, entonces ¿qué es la Misa?: es la vida entregada de Jesús, su vida que es amor: amor de dios y amor de su humano corazón, puesta a nuestra disposición.
Pero ¿esto que quiere decir? ¿ese amor, esa vida, lo podemos agarra con la mano, tragarlo y digerirlo con el estómago o inyectarlo en forma de vino en nuestras venas?
No: ese amor que en Cristo es la misma vida de Dios que se nos ofrece para poder superar nuestra propia muerte, solo lo podemos participar en comunión de amor con él.
La Misa -desde Dios- es el gesto externo en el cual El nos ofrece su vida, que es amor y -desde nosotros- tiene que ser el gesto externo, el de asistir a Misa, el de hacer la ofrenda, el de rezar, el de comulgar que para no ser mentiroso, ni estéril, ni baldío, ha de expresar nuestra propia interior entrega en el amor, sentimiento y obras, a la manera de Jesús, que transformando nuestra vida en Misa permanente, "toman y cómanme, aquí estoy entregado a Vds. a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, a mi patria, a Dios, lavándole los pies a los demás, en encuentro místico del altar, del vino y del pan, vaya metamorfoseando poco a poco nuestra humana caduca vida, en existir eterno, e vida de Dios, en vida de amor, para que nuestra muerte biológica un día no sea la mueca burlona de la oscuridad definitiva, sino nuestra última misa, nuestra propia última cena y salto a la Pascua de Resurrección.