1995 - Ciclo C
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
Hablar de la Iglesia Católica Apostólica Romana hoy nos hace pensar inmediatamente en la Sede de Pedro, el príncipe de los apóstoles, instalado en el corazón del imperio, ¡el corazón del mundo! Roma. El obispo de Roma es, por ese mismo hecho, la cabeza de toda la Iglesia: el Papa.
Y, sin embargo, Roma no ha sido el primer obispado de la historia, ni la primera diócesis. Antes que en Roma ya había obispos en Antioquía, en Efeso, en todas esas ciudades de las cuales habla San Pablo y en donde había fundado iglesias.
En realidad, la primera sede espiscopal del mundo, había sido Jerusalén. De hecho, Santiago, uno de los primos del Señor, había sido su primer obispo y, muerto mártir, lo habían sucedido en el cargo, otros parientes de Jesús: catorce, uno tras otro también mártires.
El edificio que ocupaba esta sede episcopal puede hoy todavía visitarse y ha sido objeto de estudios arqueológicos. Sobre una antigua casa de altos y bajos del siglo primero de nuestra era, al sureste de la ciudad, cerca de la casa de Caifás, se descubren diversas reconstrucciones fruto de sucesivas destrucciones y devastaciones de persas y musulmanes. Lo que puede saberse de la casa primitiva es que, adosada a la vivienda del obispo, su planta baja, se usaba como sala de reuniones y oración, -allí se observa aún un nicho para guardar la sagrada Escritura- al modo de una pequeña sinagoga, y, en el primer piso, se realizaban comidas eucarísticas, es decir que se celebraba la Misa.
Este obispado, lamentablemente, se conservó aferrado a tradiciones muy judías y, escudados en su parentesco con Jesús, no quisieron adaptarse al mundo grecoromano y, poco a poco, cayeron en un conservadurismo que los fué alejando de la Iglesia -algo así como el Levebvrismo en nuestra época-. Hacia el siglo IV, ya en plena disidencia con la Iglesia, judaizantes y cerrados, se separan de ella y, al tiempo, desaparecen.
La sede episcopal de Jerusalén, a partir del siglo IV, se encuentra ahora en el santo Sepulcro y, de allí, salen obispos de la talla de un San Cirilo de Jerusalén o San Sofronio que, en el año 637, sufre el inmenso dolor de tener que entregar las llaves de Jerusalén al califa Omar .
Mientras tanto en la antigua sede de Sión -así se llamaba la vieja casa- el obispo Juan II de Jerusalén, con la ayuda de los bizantinos -y conservando los pisos inferior y superior- habían contruído, en el 415, la basílica Hagia Sion , Santa Sion, magnífica, como todo lo que hacía Constantinopla, pero lamentablemente destruída en el 1009 por el califa de Egipto Al-Hakim . Cuando los cruzados recuperan Tierra Santa, reconstruyen la basílica en estilo románico. Pero, otra vez, Saladino la incendia en el 1187. Lo poco que quedó, luego se encargó de demolerlo el sultán de Damasco Malek el Mohaddam en el 1219.
En el año 1333 el lugar fué comprado al Islam por 32.000 ducados de oro, por los reyes Roberto de Anjou y Sancha de Mallorca , que los cedieron a los franciscanos, orden que recién surgía y que restablecieron el culto.
Pero, finalmente, en marzo de 1523 el sultán Solimán II los manda expulsar, y transforma el lugar en mezquita, prohibiendo la entrada a los cristianos.
Desde 1947, en que se adueñan del lugar los judíos y transforman la planta baja en sinagoga, se permite la entrada a los visitantes, pero no el culto, salvo el Jueves Santo y Pentecostés, cuando dejan a los franciscanos entrar a la sala alta revestidos de roquete y estola para leer el evangelio del día y rezar un Padrenuestro, pero no celebrar la santa Misa.
Pero ¿porqué este lugar ha sido tan venerado por los cristianos y destruído con rabia homicida por los musulmanes? ¿Sólo por haber sido la primera sede episcopal del catolicismo?
En realidad hay una razón de mucho más peso. En primer lugar, porque muy probablemente se trata de la casa natal de Juan, el discípulo amado, -que no hay que confundir con Juan el Zebedeo- nacido, según Policarpo, de casta sacerdotal, saduceo, en Jerusalén. Pero, sobre todo, por ser el lugar mismo donde Jesús celebró su cena pascual, su última cena, con sus discípulos.
Jerusalén hormiguea de peregrinos. Todos los varones israelitas han de comparecer allí para Pascua " a no ser -dice una antigua tradición talmúdica- el sordo, el idiota, el menor, el hombre de sexo dudoso, el andrógino, las mujeres, los esclavos no emancipados, los tullidos, el ciego, el enfermo, el anciano y todo el que no pueda subir a pie a la montaña "...
A principios de Marzo ya comienzan a partir caravanas de peregrinos desde Babilonia y Alejandría, barcos charteados de Roma, judíos del Ponto y de Asia, de Frigia y de Panfilia, de Chipre y de Cirene, y, por supuesto, de toda la región de Judea...
El Talmud habla de 12 millones de peregrinos; el historiador Josefo de casi tres millones de ellos; Tácito de 600 mil. Aún cuando exageraran y fueran solo cien o doscientos mil romeros, para una ciudad que se calcula no tenía más de sesenta mil habitantes permanentes, era una cifra enorme.
En una superficie de 150 hectáreas Jerusalén apenas podía contener masa tal de multitud, sobre todo teniendo en cuenta que era obligatorio el comer el cordero pascual dentro del perímetro de la ciudad santa.
El alojamiento era menos importante: había albergues dentro y fuera de la ciudad, se podía pernoctar en Betania o Betfagé, armar tiendas y carpas en la llanura que estaba frente a la puerta de Damasco. Pero la comida de Pascua era otra cosa: los miles de corderos que debían ser sacrificados en el templo, en tres turnos repartidos a partir del mediodía hasta el caer de la noche, debían ser asados y comidos dentro de Jerusalén. Se alquilaban todas las superficies disponibles: habitaciones, tejados, terrazas, patios. Pero, uno de los milagros de los cuales se preciaban los rabinos, era justamente que 'ni un solo peregrino dejaba de encontrar lugar para comer su cordero pascual'.
Jesús, que se aloja en Betania, para preparar su cena y la de sus discípulos, y ¿porqué no? sus discípulas, las mujeres que los han acompañado hasta Jerusalén, dispone, en cambio, de una amplia habitación en los altos de una vivienda de clase media de la capital: la casa de su discípulo más querido, Juan, sacerdote, saduceo, orgulloso habitante de Jerusalén, el dueño de casa recostado en la estera o sofá vecino al puesto del Rabí.
El clamoreo de la multitud preparando la pascua llega apagado a la habitación superior. El concierto de balidos de los enormes rebaños de corderos que han sido sacrificados en el matadero del templo ha cesado. La apostura y señorío del Maestro echa un manto de serenidad al desasosiego de los discípulos: ellos saben que el clima de fiesta de Jerusalén y la luz de las hogueras encendidas para asar el cordero, se transformarán para ellos en duelo y en tinieblas.
La hora ha llegado. Y todos lo advierten. El miedo que pronto se transformará en huida, en negación, en traición, ya ha hincado las uñas de sus garras en el corazón trepidante de los doce...
Imágenes de interrogatorios, de torturas, de prisión o esclavitud, de vejámenes, de ajusticiamento... se agolpan en sus mentes apocadas. Es una sociedad que los ha educado desde niños a tener pavor de la autoridad, a temer el látigo del que manda, los calabozos de los exactores de impuestos, las oscuras cámaras de tortura del rey, los alaridos de los castigados, los cuerpos agonizantes y desgarrados pendiendo de los patíbulos a las entradas de las ciudades...
En vez de la brisa marina de sus soleadas barcas galileas, del calor de sus hogares y el cariño de sus mujeres, hoy se encuentran allí, encerrados, fracasados en el fracaso de Jesús, esperando el momento final... Y las risas, y salmodias, y el ruido a cristales y botellas descorchadas que llegan lejanos de la calle, son como una burla fatídica que multiplica su miedo, su desconsuelo: ese puño que va apretando la boca de sus estómagos y, poco a poco, se está transformando en terror...
Jesús lo ve y, también en él, la angustia comienza a crecer en su interior... El no tiene la posible salida y alivio de la huida, como la tendrán sus discípulos. El ha de enfrentar su hora.
No puede evitar esa angustia, pero la domina en el señorío de su corazón superior, en la nobleza propia de su davídica estirpe, en su plena entrega filial a la voluntad del Padre...
Más allá de la saña cruel de judíos y sayones, del encarnizamiento de la soldadesca desatada y los sirvientes ebrios, él vive anticipada y lúcidamente el momento de su decirle que sí al Padre.
Pronto vendrá el dolor, la burla, el abandono, la soledad, el no poder pensar, el infierno desatado sobre él... Pero todo eso no será pura bestialidad de sus torturadores, ni puro tormento y desconsuelo de su conciencia humana, ¡tan humana!, porque, ahora, en este momento previo, casi de serenidad y lucidez, le da sentido a todo ello y se lo explica a los discípulos...
Su muerte no será, no, el penoso transformarse de un cuerpo vivo en un cadáver, el cesar de toda biología, la comprobación final de la calidad putrescente de nuestro existir humano... sino, en El, en Jesús, antes que nada, un acto de amor, un acto de servicio...
Amor supremo: "los amó hasta el fin". Servicio supremo: "empezó a lavar los pies de sus discípulos ..."
Aborrecida tarea, menester de esclavos, oficio degradante: ningún judío -lo prohibía la ley- debía, sin desmedro de su calidad de hebreo, realizar acto semejante...
Sí, "los amó hasta el fin". La traducción no refleja la fuerza del texto original, pareciera decir simplemente "hasta el fin de su vida", o como mucho, "hasta las últimas consecuencias". No es así: " eijs tevlo" " dice el griego, "ad toummam" en hebreo, "hasta el extremo", "hasta la compleción, hasta la plenitud", "los amó hasta el sumo" -digamos- "de la perfección"...
Eso expresa Jesús en ese degradante lavado de los pies: su muerte no será el fin: será supremo acto de servicio, de entrega, de amor... de ese amor que habrá de ser también -en entrega, en don de si, en servicio a los demás- el distintivo esencial de sus discípulos.
Eso mismo que el rito de la Misa -que Juan no transcribe- expresa en el gesto de darse en pan -acto de posesión plena el de aquel que come- y en el gesto de darse en vino, símbolo de la sangre y de la vida...
Sí: "dar la vida..." Pero no dar la vida, quizá, como el soldado que dio la vida -dicen- por la patria; o el padre que da la vida por sus hijos... El " dieron su vida " de los cenotafios de los enormes cementerios de las guerras; tumbas que apuntan al desconsuelo...
No: Jesús literalmente nos da la vida, su vida, para que podamos vivirla nosotros, en pan comida, en vino que es bebida... no en lápida y tumba...
Y su muerte no será solo, ni sobre todo, desgarro de la carne, sino lo que hoy con serenidad afirma: su paso de este mundo al Padre.
En esa oferta de si, en ese acto de amor que lo lleva a darse, el alma humana de Jesús se pone en resonancia plena con ese amor que, en la intimidad de Dios, engendra al Hijo y se derrama, uno, en el Espíritu Santo.
Porque eso quiere decir Pascua, pesah , paso: paso de la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra Prometida, paso de la caducidad del mundo al Reino pleno del Padre.
El acto de servicio de Jesús rescata al hombre de la esclavitud de su límite, del tiempo estrecho de su vivir muriendo en este mundo, de la angostura de lo humano, y lo hace pasar al reino del Padre.
Este acto simbólico de lavado de pies, de autoentrega en vino y en pan -que mañana se concretará en abrazo de cruz- no lleva al fin de la muerte, sino que la vence, la transforma en acto de amor, y la muta en plenitud, en paso al Padre, en Pascua, en perenne vitalidad de Resurrección.
En esta cena última Jesús instaura la acción simbólica, sacramental que, expresando en gestos sagrados el paso de Jesús de este mundo al Padre, nos permite a nosotros, a todos los que asisten a cualquier Misa en cualquier lugar y hasta el fin de los tiempos, -poniendo nuestras vidas en la patena de la ofrenda y todos nuestros actos y nuestras penas y alegrías y nuestras esperanzas y trabajos- pasarlos, de la inseguridad de este mundo, al Padre, transmutarlas en frutos de eternidad.
Quiénes hoy tienen la fortuna de visitar la pequeña sala superior de la casa de Juan, la santa Sion, en Jerusalén, tendrán quizá la decepción de saber que el piso primitivo donde estuvo la mesa de Jesús está a diez centímetros, cubierto por el pavimento actual, y que las paredes de hoy son, cuanto mucho, las del templo cruzado, no las que vio el Señor.
Pero a nosotros no nos importa, porque en cualquier lugar que se celebre una Misa -esta tarde, aquí, Madre Admirable- sabemos que -por estos sagrados misterios- estamos en el mismísimo lugar, y en el mismísimo instante -y si cerramos los ojos podemos imaginarlo con toda verdad- en el cual Jesús, junto con sus discípulos y discípulas, está celebrando su cena pascual, y nos lava los pies y nos regala su existir y se nos da en vino y en pan, llevándonos de la mano para que, junto con Él, pasemos todo lo nuestro de este mundo al Padre, a la gloria perenne de la Resurrección.