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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1996 - Ciclo A

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN

No era fácil conseguir lugar donde celebrar la Pascua en Jerusalén, atiborrada de peregrinos. La costumbre pedía que la fiesta se hiciera dentro de los muros de la ciudad, y lo que había sido posible en los viejos tiempos ahora era casi materialmente irrealizable dado el aumento de población y la afluencia de judíos provenientes de todas partes del mundo permitida por las rápidas y seguras comunicaciones del imperio romano. Para preparar la mesa pascual se usaban patios, terrazas, corredores, plazas minúsculas. Cualquier metro cuadrado alquilado valía una fortuna.

El que Jesús haya obtenido la amplia sala que usa con sus discípulos indica amistades muy sólidas, y hasta pudientes, en la ciudad. Un primer piso espacioso, de un solo extenso ambiente, al cual se llegaba desde un costado de la casa por una escalera exterior.

En realidad nuestros evangelios ocultan a propósito el nombre del dueño de la mansión. Cuando Cristo envía a dos de sus discípulos a que le avisen que llega, los evangelios dicen "id a la casa de tal persona ", " de Fulano "... No transcriben el nombre, que seguramente Jesús pronunció. Es muy probable que el personaje fuera conocido y que, ya en época de persecución, cuando se escriben los evangelios, no fuera prudente dar nombres. Más si dicho salón -como lo fue- era utilizado para las reuniones de los primeros cristianos. Algunos hablan de que su dueño era José de Arimatea, otros Nicodemo. Hay una tradición muy fuerte que supone que se trataba de la casa de María, la madre del evangelista Marcos, donde solía albergarse el maestro cada vez que visitaba Jerusalén. Teorías muy bien fundadas sostienen, también, que en realidad era la casa del Discípulo Amado quien, de casta saducea y sacerdotal, tenía muy buenas razones, más tarde, para permanecer en el anonimato y no comprometer a su familia.

Sea quien fuere su dueño, la localización del sitio, en el barrio rico de la ciudad, a pocos pasos del palacio de Caifás, está muy bien atestiguada. No solo tiene el sagrado honor de haber sido el lugar de la última cena, sino la misma sala donde por primera vez Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y, luego, viven juntos la experiencia exaltante de Pentecostés. Se usó, después, como primera sede del obispado de Jerusalén. Destruida en el 70, recuperada luego por los cristianos, transformada sucesivamente en iglesia, basílica, mezquita y sinagoga, aún permanece como uno de los lugares más sagrados a ser visitados en Jerusalén.

Es allí, pues, donde, llenos de excitación luego de la exultante entrada en Jerusalén, en medio de palmas, vítores y ramos de olivo, se han refugiado Jesús y su puñado de seguidores. Los doce muchachos nunca han vivido algo semejante. Una cosa son los grupos de campesinos y pobre gente que ha seguido a Jesús en la provincia, en Galilea, por los campos palestinos y, otra, es esta triunfal -según piensan ellos- manifestación en la Capital. Allí han visto algo más que raídos mantos de labradores y callosas manos de menestrales: los han recibido burgueses bien vestidos, gente de ciudad y, rodeados por una muchedumbre, les ha parecido que toda Jerusalén se ha volcado a recibirlos y saludarlos.

Jesús los mira con pena. Hasta hace un momento han estado discutiendo quién va a ocupar los puestos más importantes en su gabinete. Todavía viven la ilusión judía de una resurrección nacional liderada por un mesías victorioso e, ingenuamente, con esa fe de los sencillos que se aferra a cualquier indicio, a cualquier minúscula esperanza, siguen pensando que su maestro será el líder carismático de esa inminente y asegurada insurrección. El buenazo de Pedro, sin animarse a decirlo, hasta se ha conseguido una espada que oculta entre los pliegues de su manto.

El antiguo contador, Mateo, Leví, es más reservado. Como hombre instruido que es, no cree en Mesías milagrosos. Ha seguido a Jesús más bien como a un maestro de vida, que lo ha convencido de la necesidad de vivir generosamente y encontrar la felicidad no en el afán desmedido de dinero sino en la sobriedad y en el servicio del prójimo. Conserva cuidadosamente escritos, enseñanzas y enteros discursos de Jesús. Más tarde, cuando todo haya sucedido y se de cuenta de quién realmente ha sido el Señor, escribirá su evangelio en hebreo.

Pero el más inquieto y escéptico de los doce es Judas de Cariot. No es tonto, por algo se le ha dado la administración del dinero común. Su mirada se encuentra frecuentemente con la de Jesús y lo que lee en esos ojos no le gusta nada.

Porque lo que ve en esas pupilas no es de ninguna manera la mirada del jefe que está por lanzar adelante la revolución, ni la del heredero que reivindicará sus derechos al trono, ni la del caudillo que prepara sus huestes para la embestida... Lo que ve en esos ojos es una enorme preocupación, una angustia escondida, una decepción resignada, casi diría triste perplejidad...

Judas no participó de la alegría de los discípulos en la entrada de Jerusalén. Como Jesús, también él se dio cuenta de que, si bien había mucho pueblo y uno que otro señor bien vestido, no había ni una sola autoridad, ni un miembro del sanedrín, ni un sacerdote, ni un noble... De los romanos, solo las guardias apostadas en las bocacalles resguardando el orden y mirando con militar desprecio la chusma hosannante y los trece astrosos profetas desfilando por la calle... También allí su mirada se había encontrado dos o tres veces con la mirada serena pero triste de Jesús...

Y quizá sean ahora solamente Judas y Jesús los únicos que se dan verdaderamente cuenta de lo que está por venir. Judas sabe que, a pesar de lo minúsculo de las fuerzas de los seguidores de Jesús, las autoridades no pueden permitir que hagan de chispa detonante de algún tumulto que los supere. Hay demasiada gente en Jerusalén para la Pascua y cualquier cosa puede suceder... Aunque parezca inofensivo, no podrán dejar suelto a Jesús durante las fiestas.

Judas aprecia a su maestro, pero ya se ha dado cuenta de que no es ciertamente el caudillo que esperaba: lo abandonará. Pero antes le hará un último servicio: no podrá admitir que en cualquier tumulto que se arme lo hieran o lo aprisionen e inculpen y quizá lo maten. Buscará alguna manera de protejerlo, quizá haciendo que se entregue a las autoridades antes de que nada pase, para que sean benévolos con él...

Jesús se ha levantado de la mesa y, haciendo el antiguo gesto de hospitalidad de los viejos israelitas, limpia los pies de los apóstoles. Épocas de caminos polvorientos, de caminar descalzos o con sandalias, todos llegaban a las casas llenos de tierra y necesitados de ese gesto amical. Es verdad que no era algo que los rabinos hicieran con sus alumnos, ni los superiores con los inferiores, era un signo de educación y respeto que el dueño de casa solía hacer con sus superiores o iguales.

Pero el gesto es apropiado para estos discípulos impenitentes que, todavía en vísperas de la hora de Jesús, están discutiendo sobre los puestos que ocuparán en el nuevo gobierno.

Nuestro evangelio de Juan calla cuidadosamente el rito de la Misa que, en cambio, nos transcriben los otros evangelistas. Cuando se escriben los evangelios ese relato ya era un ritual estereotipado que se usaba en las celebraciones, y casi, más que un recuerdo de la cena última, era la transcripción del canon de esos misales primitivos. De tal modo que Juan, en su evangelio, omite transcribirlo: todos los cristianos lo saben de memoria y, los que no lo son, mejor que no lo sepan.

En cambio utiliza el símbolo del lavado de los pies, como queriendo dar el sentido profundo de lo que la misa es. Precisamente no solo un rito que realiza el sacerdote, el discípulo, sobre el pan y sobre el vino, sino una actitud profunda de Jesús que el cristiano ha de realizar en su propia vida y más allá de los momentos que dedique a asistir a una Misa: servirnos los unos a los otros.

Los discípulos están desconcertados. Ese no es el futuro que esperan de autoridad y privilegios en el Reino: ellos quieren seguir a un señor y ser ellos mismos señores, no servidores.

Mateo piensa que él es el único que entiende. Por supuesto que esa es la actitud coherente con las enseñanzas del maestro, del rabí, que lleva escritas en sus hojas manuscritas. ¿qué otra cosa podían esperar estos tontos de sus camaradas?

Inesperadamente Jesús da la razón a ambos; el es ciertamente el maestro que reconoce Mateo, pero también el Señor que esperaban los discípulos: "Me llamáis Maestro y Señor y tenéis razón".

Y, sin embargo, todavía no entienden los discípulos de que señorío se trata, ni Mateo de qué maestría, de qué enseñanza. Porque el ejemplo de servicio que Jesús ha dado, el lavado de los pies, no es solamente una enseñanza o exhortación moral, ética, a ser mutuamente solidarios, a prestarnos ayuda, a amarnos mutuamente. Ese gesto tiene sentido solamente desde el rito de la eucaristía que el relato de Juan omite, pero ciertamente supone, y desde la ofrenda de mañana en la cruz.

Porque no se trata solo de un gesto de humildad del Maestro o del Señor a ser imitado, Cristo ya está interpretando a la vez lo que será su afrentosa muerte de mañana y lo que quedará como memorial perpetuo en la Eucaristía: su entrega plena a Dios y a los suyos en la ofrenda total de sí, hasta el extremo, que consumará en la cruz y pervivirá a través de los siglos en el gesto del vino y del pan.

La muerte no es solo el momento de la prueba final: es el acto de amor que se lleva a la perfección: "los amó hasta el fin". No es meramente la comprobación de que este hombre realmente me quería, dio la vida por mi. Es mucho más, no que pierde la vida por nosotros, sino que esa vida que él tiene -y que es la vida de Dios- nos la da a nosotros.

Ese es su supremo servicio, no una prueba final de amor sino una verdadera entrega de sí, el don de su existencia humana y divina transmitida a nosotros a través del signo eficaz del alcanzarme un pedazo de pan y una copa de vino.

Mateo ve al Maestro y al profeta que abnegadamente está dispuesto a poner en riesgo su vida por las ideas que sustenta; l os demás discípulos todavía esperan un golpe de fortuna o una intervención del cielo capaz de llevar a su Señor victorioso al trono; Judas ve al hombre fracasado, moralista sin futuro, agitador sin fuerzas ni aptitudes, ingenuo, al que hay que tratar de salvar a toda costa de su propia ingenuidad.

El evangelista Juan, desde la luz de la Resurrección, ve a la Palabra de Dios encarnada, vida y luz de los hombres, que descendida del Padre, volverá a El dejando en el mundo el modo de conectarse con esa Vida mediante el misterio del vino y del pan.

Lo de mañana para Juan es el momento de ese paso, el instante mismo de la glorificación y, al mismo tiempo el instante de la infusión de la vida trinitaria a toda la futura historia, y para todos aquellos que quieran asimilar esa vida en vino y en pan y prolongarla a los demás en amor y servicio.

Judas sale a la noche, obnubilado, a tratar de salvar al Maestro. Mateo mira con desprecio y suficiencia de hombre instruido a los demás discípulos que no entienden nada. Éstos reanudan la comida y la bebida; y sus sueños e ilusiones empiezan a mezclarse con el sueño que esta noche les impedirá velar con su Señor... Jesús, finalmente, se levanta, ya con esa angustia que apenas puede soportar, adivinando su hora, y se dirige al monte de los Olivos para orar... Los demás lo siguen.

En la sala abandonada, las luces apagadas, sobre la mesa titilan, en destellos de rojo y de blanco, el fondo del cáliz y las migas del pan.

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