1997 - Ciclo B
JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
SERMÓN
La sangre forma un chorro espeso y maloliente que surge del desagüe del templo y se derrama por el valle del torrente Cedrón, que separa las murallas de Jerusalén, que allí caen a pico, del monte de los Olivos. Es por eso que, a pesar de que el Cedrón en realidad es solo un wadi que lleva agua únicamente en invierno, lo mismo esas tierras están permanentemente húmedas y dan la posibilidad de que haya huertos con toda clase de verduras, allí nomás al pie de Jerusalén. Los hortelanos del lugar no solo están ahora de parabienes, porque venderán toda su provisión de lechuga, achicoria, berro, cardo y hierbas amargas necesarias al banquete de Pascua para acompañar el Cordero, sino porque, en estas fiestas, la matanza de animales se multiplica de tal manera que la sangre surge más abundante que nunca. En efecto, desde el mismo altar de los sacrificios, en el patio de los sacerdotes, nace un canal que luego atravesará toda la explanada del templo hacia el pórtico de Salomón. En realidad toda la explanada está ligeramente en declive para que pueda lavarse de la sangre de las víctimas en dirección al desagüe. Los hortelanos pagan cuidadosamente a los tesoreros del templo este flujo de sangre: saben que, si no, incurrirían en severas penas que iban de gravísimas multas y penas corporales -como el azote que manejaba el levita encargado de los castigos- hasta la excomunión.
El asunto es que, para las fiestas pascuales, el templo de Jerusalén se transforma en un gran matadero, en donde, constantemente, por la 'puerta de las ovejas', ingresan al patio de los gentiles innúmeros rebaños de corderos en medio de un barullo infernal: carneros de Moab, corderos de Hebrón, terneros de Sarón, palomas de las montañas de Judea, encerrados antes en los corrales y jaulas de los cuatro grandes mercados de animales que se encuentran en el conurbano de Jerusalén y los que se montan bajo tiendas para esas fechas. La gran familia de Anás es la principal firma vendedora de ganado.
Los sacerdotes -que en realidad son consumados matarifes- resbalan frecuentemente en la sangre que ensucia el pavimento, de tal manera que la guardia de médicos del templo debe multiplicarse en esos días para atender a los lesionados y cortados por alguna maniobra menos hábil.
Todo piadoso israelita estaba obligado a gastar en Jerusalén una décima parte de sus productos agrícolas y de sus ganados -era lo que se llamaba 'el segundo diezmo'- lo cual hacía casi siempre desembolsando ese equivalente en sacrificios llamados 'pacíficos' o 'de acción de gracias', es decir, aquellos en los que se podía comer la víctima después de dar a los sacerdotes su parte. Aprovechan para ello su ida a la ciudad en Pascua; por lo cual, además del sacrificio del cordero, todos los días de esa semana se realizaban abundantes sacrificios de palomas, ovejas y terneros.
También han de trabajar más que nunca los leñadores. Ya era casi imposible transitar por la ciudad, en donde se movía frenéticamente gente y mercadería de todo tipo, pero, si eso fuera poco, debían circular, además, los carros cargados de la madera que había de ser utilizada para asar y quemar los millares de víctimas del templo.
Hasta el mercado de esclavos de Jerusalén adquiría para Pascua una agitación inusitada: muchos judíos -a pesar de la opinión poco favorable de algunos rabinos- aprovechaban gastar el dinero del segundo diezmo en la compra de ellos.
La afluencia de gente también atraía la presencia de cacos y asaltantes, tanto en la ciudad como en las rutas que llevaban a Jerusalén. Por eso, además de la presencia permanente en la villa de una cohorte romana con caballería -unos 600 hombres- a las órdenes de un tribuno, sumados a los levitas armados de la guardia del templo y la custodia personal de Herodes Antipas, Pilato llevaba tropas adicionales desde Cesarea -la 'cohorte itálica'-. Otro regimiento, asentado en Jericó, se ocupaba del patrullaje de las rutas. Una de esas patrullas, justamente en esos días, había tenido un gran éxito, pues había logrado apresar al temido Barrabás, célebre durante años por sus rapiñas de caravanas. También dos ladrones sorprendidos robando en el mercado de la lana habían sido metidos en prisión.
Quizá Josefo exagere al hablar de 250 000 corderos sacrificados cada Pascua, pero el hecho es que, durante las fiestas pascuales, había que realizar tres turnos de sacrificios a patio repleto con solo los cabezas de familia -o los más ricos enviando en su lugar un esclavo- llevando su cordero y servidos por más de 6000 sacerdotes y 10000 levitas divididos por turnos. Carneaban y desollaban al cordero y lo asaban. La piel quedaba para el Sumo Sacerdote, parte de la carne para los sacerdotes y levitas, el resto se llevaba a la familia, donde, mientras tanto, las mujeres habían preparado pan sin leudar, las ensaladas de hierbas, el jaroset y limpiado escrupulosamente el lugar para que nada restara allí con levadura vieja. Había que acomodar divanes o lechos para recostarse, porque así era la costumbre -a la romana- de comer en la fiesta; y, como era obligatorio tomar las tres copas de vino de la bendición, había largas colas en la puerta del templo donde se proveía de éste a los más pobres, que no podían adquirirlo.
Los alojamientos, que normalmente bastaban durante el año, para las pascuas eran insuficientes. Los que tenían amigos eran recibidos por ellos. Las diversas naciones tenían sus propios lugares y servicios: los judíos de Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de Asia se alojaban en la hospedería unida a su sinagoga, emplazada sobre el monte Ofel; los de Roma, en la contigua a la propia. Algunos peregrinos sueltos podían alojarse en dependencias aledañas al templo. La mayoría de los peregrinos tenía que acampar en los alrededores próximos de la ciudad. El campamento de los peregrinos galileos se hallaba situado generalmente al este de las murallas, en Betania.
Hay que pensar que Jerusalén contaba con una población estable, dentro de sus muros, de unos 100.000 habitantes y que, durante las fiesta, arribaban a veces hasta medio millón de peregrinos: más del doble de los que espera recibir Mar del Plata para estos días de vacaciones extra. El problema consistía en que, si bien era posible dormir fuera de la ciudad, resultaba en cambio obligatorio consumir la cena pascual dentro del perímetro urbanizado. Y aunque la mayoría de las casas y albergues tenían tres pisos, no había lugar que alcanzara: se debía comer en las calles, en las plazas, en las azoteas.
Jesús y los suyos son evidentemente una excepción, casi propia de ricos. No es fácil conseguir una amplia y exclusiva sala en una casa, evidentemente patricia, de altos y bajos. Los evangelios callan cuidadosamente el nombre de su dueño. Esto avala la teoría de los que sostienen que el cenáculo era probablemente la casa paterna del discípulo amado, de Juan, del cual Papías afirma que era de familia sacerdotal, saducea y, por lo tanto, si discípulos de Cristo, pasibles, allá por la época en que se escribieron los evangelios, a persecución del Sanedrín. De allí el secreto.
Cuando San Pablo redacta el trozo de su epístola que hemos escuchado en la segunda lectura, han pasado más de 25 años desde la última Cena -a la que por otra parte Pablo no ha asistido- por lo cual lo que allí transcribe como relato de la Cena es más bien el relato de la Misa tal cual se celebraba en las comunidades paulinas. Es, digamos, un texto litúrgico, de allí las leves diferencias con los relatos de Mateo, Marcos y Lucas que, a su vez, nos transmiten los textos litúrgicos de sus propias diversas comunidades. La consagración que nosotros todavía utilizamos en nuestra Misa romana viene de otra tradición, pues es diferente de aquellas cuatro.
Pero lo realmente curioso es que, en el texto de Juan que acabamos de leer, no se haga la más mínima mención al rito de la misa; a la bendición del vino y del pan. Es que Juan escribe muchos años después, cuando la Misa se celebraba habitualmente en la Iglesia y los cristianos conocían de memoria -como hoy- las palabras rituales de la consagración, ¿para qué pues las va a incluir en su evangelio?
Lo que en cambio preocupa a Juan es que esa Misa que se viene celebrando en las Iglesias, para muchos se ha convertido en una especie de ceremonia en la cual apenas se vive el contenido profundo; un asistir a Misa sin significado, sin compromiso, sin solidaridad con los demás. Es la misma preocupación que siente Pablo frente a los que concurren a la reunión de los domingos -en una época en que además de la Misa se compartía la comida, el llamado ágape- pero en el cual unos -dice- comían hasta hartarse y otros pasaban hambre, desnaturalizando el sentido fraternal de la eucaristía.
Por otra parte, la insistencia en la muerte, -'proclamar la muerte del Señor hasta que vuelva'- también podía empobrecer la noción de la Misa: solo el recuerdo traumático de la muerte cruenta de Jesús.
Juan, en el evangelio de hoy, al no aludir a las palabras de la consagración, quiere insistir en que la misa jamás ha de transformarse en un rito casi mágico: 'ofrecemos la Misa por esto y por aquello'; 'la encargamos'; como mucho 'asistimos', 'presenciamos' su celebración; ni que la muerte por si misma tenga algún sentido o eficacia propia.
La muerte de Jesús ha valido porque, como dice Juan, si el amor se mide por lo que somos capaces de dar de lo nuestro y de nosotros a los demás, el amor hasta el fin, hasta el extremo, es regalarles la vida. "No hay amor más grande del que da la vida por los amigos". Este amor mayúsculo alcanza su máxima expresividad en la oblación de Cristo hasta el colmo de la cruz. Pero la cruz no es sino el sello final de la actitud profunda y constante de Cristo, desde que alcanza su uso de razón, de ponerse al servicio del Padre y de sus hermanos. No es la muerte lo valioso, es el amor expresado en donación de si hasta la muerte lo que le da valor.
Por eso no es tanto que la consagración transforma el pan en cuerpo de Jesús, lo maravilloso es que el don de si a Dios y a nosotros del cuerpo de Jesús, de la vida humana y divina de Jesús, se transforma para nosotros en pan, en vino, en gesto de comunión, de abrazo fraterno, de suprema amistad.
La cruz pasa; la muerte es apenas un instante terrible. Lo que queda es el vendaval de amor de Dios a nosotros que traspasa el corazón de Jesús y es transformado en ofrecimiento de vino y de pan. Vendaval capaz de sacarnos de nuestra chatura humana y elevarnos, finalmente, a los panoramas infinitos del vivir de amor divino, en la eternidad, si somos capaces de vivirlo ya en caridad en este mundo.
¿Asistes a Misa y no sales transformado? ¿Comulgas y no arde y se inflama tu corazón en al menos ganas de amar a Dios y a tus hermanos? ¿Vienes a la eucaristía y no levantas otra vez tu brazo en alto para declarar tu lealtad y juramento de fidelidad y de servicio al Señor? ¿Tragás el cuerpo de Cristo que se te regala y vos mismos te negás a hacerte regalo, regalo de amor, de servicio, de perdón, de cordialidad a tus hermanos? No entendés lo que es la Misa.
Por eso tan elocuente como el vino y el pan, tan meridiano como el Cristo descoyuntado en cruz, es Jesús hoy resumiendo su vida en el gesto de amor que se hace servicio de lavar los pies a sus discípulos.
Jesús ha dejado la mesa y, ya de noche, atraviesa el valle del Cedrón hacia el monte de los olivos. El silencio de la noche deja percibir el rumor del agua mezclada con sangre que se derrama por los desagües del templo hacia los huertos del Cedrón. Los sacerdotes están baldeando el patio de los sacrificios.
Mañana otro goteo siniestro de sangre formará un charco a los pies de la cruz.
Pero esta noche brillan en la mesa del cenáculo el rojo vino y el blanco pan que ahora, en su agonía, son los restos de la ofrenda que transpira sangre de amor por nosotros desde el corazón de Jesús.
Ese pan crocante y el vino transparente que quedan sobre la mesa de la casa de Juan, son el anticipo de los que serán mañana amasados y fermentados en el molino y lagar de la Cruz, velados hoy en la agonía del huerto de los Olivos y -hechos oferta de vida y de amor en la oblación postrema de la cruz-, a partir de la resurrección, desde la mesa de nuestros altares y sagrarios, transformados en permanente invitación a la oración, y a la caridad, y al cielo.