INICIO


Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1999 - Ciclo A

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN
(GEP, 01-04-99)

A lo largo de la historia de la humanidad pérdidas ingentes se han producido en las obras de arte realizadas por el hombre. Deterioros del tiempo, guerras, incendios, hundimientos, saqueos, terremotos, destrucciones, han hecho que el patrimonio cultural de la tierra haya llegado a nuestros días de un modo fragmentario.

Uno de los tesoros artísticos irrecuperables que hoy pueden ocupar nuestra atención es el de la pintura de la Última Cena de Leonardo da Vinci , realizado por éste en Milán, en 1499, en el antiguo refectorio del monasterio dominico de Santa Maria delle Grazie . Desdichadamente, en el momento de la creación de Ésta, su obra maestra, Leonardo estaba experimentando con un nuevo tipo de pintura a témpera, mezclada con una base de argamasa y betún pegada a la pared. Había postergado la técnica del fresco porque ésta le impedía realizar los matices que intentaba para este trabajo, que quería llevar a cabo en conjunto, en esa euritmia bramantesca que precisamente se descubre por primera vez en su obra. Lamentablemente esta mezcla a la témpera resultó quebradiza e inestable. Ya en época del pintor hubo que hacerle restauraciones. Pero el tiempo fue inexorable, sumado al humear de las ollas que desde la cocina pasaban debajo del dintel de la puerta sobre el cual estaba el cuadro y los sucesivos retoques, todo contribuyó a que se arruinara la pintura de modo casi irreparable; tanto es así que cuando el año pasado -con técnicas parecidas a las que se utilizaron para la Capilla Sixtina- se encararon obras aparentemente definitivas de volver a la pintura original de Leonardo, lo que había debajo de las capas que se habían ido agregando en el tiempo era prácticamente nada, lo cual ha levantado enormes protestas contra los restauradores. ( Pinin Brambilla Brancilón ). Del cuadro, pues, hoy queda poco de reconocible y, para poder apreciarlo, es mejor hacerlo en alguna reproducción impresa que en el mismo original, que se mostrará al público a partir del 28 de Mayo de este año.

Aún así su efecto es sobrecogedor. Representa el instante en que Cristo, dirigiéndose a sus discípulos, lanza la terrible afirmación: " Uno de Vds. me va a traicionar ". El revuelo y las caras de estupor de los apóstoles, contrasta con el rostro sereno y majestuoso de Cristo. Su semblante, sobre el fondo iluminado de una ventana, los ojos bajos, la cabeza alta, los brazos semiabiertos, expresan conmovedoramente su actitud de entrega a la voluntad del Padre, su conciencia de los terribles momentos que habrá de enfrentar y su desprecio y a la vez piedad por el miserable que lo habrá de entregar. El es otro que se destaca en la escena, aunque por contraste, sumido en la sombra. Judas también sabe lo que habrá de pasar. Hay un diálogo mudo entre la actitud hipócrita y aislada del Iscariote con la majestad de Cristo, en medio del revoloteo de perplejidades que domina al resto de las figuras del cuadro, agrupadas de a tres alrededor de la mesa. Leonardo despoja a la escena y a los discípulos del hieratismo estático propio de figuraciones anteriores, y ni siquiera les coloca las aureolas. De hecho, para expresar la dignidad apostólica, les da a las cabezas una proporción desmedida. Solo queda pequeña, comparativamente, la testa del traidor. Cada apóstol está identificado no por símbolos como se hacía antes, sino por sus actitudes psicológicas, por sus fisionomías y gestos.

Esta Última Cena ha sido siempre motivo de admiración para cientos de artistas; entre ellos Rubens y Rembrandt, que siempre confesaron su fascinación por la obra del maestro. Goethe tiene páginas bellísimas sobre ella.

Hubo otras Ultimas Cenas célebres, pero cuando se habla de " la " Última Cena", todos saben que estamos hablando de la de Leonardo da Vinci.

De ella se desprende un sentido de lo sagrado, unido a lo profundamente humano que, más allá de sus méritos artísticos, hacen de ella una obra auténticamente sacra, religiosa.

Precisamente cuando, queriendo superar a Da Vinci, el Tintoretto , en 1547, pinta, en Venecia, para Santa Marcuola, su propia Última Cena, buscando acercarla a la vida cotidiana de la gente, tiende a despojarla de toda sacralidad y la transforma en casi una comida ordinaria, en donde los apóstoles están figurados como hombres rudos y comunes del pueblo veneciano. El cuadro ciertamente no gana en sacralidad, pero ni siquiera en humanidad. Leonardo había sabido descubrir que lo humano era realmente humano cuando elevado a lo sagrado, a lo noblemente sobrenatural.

Al colmo llega el Veronese , otro grande del renacimiento veneciano, en 1573, cuando ante el encargo de las autoridades de la Iglesia de San Juan y Pablo de Venecia, introduce en la escena de la cena, donde los apóstoles están representados como nobles venecianos, elementos sencillamente irreverentes, como un bufón sosteniendo un loro, enanos, soldados alemanes, un sirviente con la nariz sangrando como si se hubiera estado peleando en la cocina y hasta un perro. Lo peor de todo es que los abundantes detalles con los cuales el Veronese adorna magistralmente su cuadro distraen la atención: Cristo -al contrario de en Leonardo o incluso Tintoretto- se pierde casi, en el fondo, tapado por los personajes secundarios. La pintura recibe muchos aplausos, pero el Santo Oficio interviene sensatamente obligando al Veronese a cambiar el título del cuadro y denominarlo simplemente una "Comida en lo de Leví".

El cuadro, bellísimo, expuesto hoy en la Galleria dell'Accademia de Venecia, tiene su innegable mérito, e hizo famosa la frase de respuesta del Veronese a la Inquisición: "los artistas, como los poetas y los locos tenemos derecho a ciertas libertades", pero carece totalmente de ese tono sagrado que el de Leonardo mantiene, aún en su desmañada restauración.

Y es que ciertamente la última Cena no se puede reducir a una comida común, ni a un festejo pascual cualquiera, ni siquiera a la cena de despedida de Cristo, importante solo por ser la última. Lo hemos percibido en el relato hierático de Juan describiendo esta reunión en el cenáculo como uno de los episodios más solemnes e intensos de la vida de Jesús.

Todo allí tiene su sentido, su significado, dándole a los hechos una profundidad que va más allá de su desarrollo visible. Los discípulos advierten, sin aún poderlo definir, la majestad, la imponencia, la profundidad de lo que está sucediendo. Ni siquiera en la acción de por si servil, reservada habitualmente a los esclavos, de lavar los pies a los discípulos, estos se atreven a perder el respeto por aquel que es su maestro y se dan cuenta de que no es el acto común higiénico de ablución lo que Jesús está realizando, sino algo que quiere decirles y elevarlos a otra cosa. Lo entiende Pedro, cuando le pide le lave no solo los pies sino el cuerpo todo.

Jesús está resumiendo en ese gesto toda su vida: vida de amor que es concretamente servir a los demás, ayudar, afirmar al otro, dejando de lado el yo, haciendo sentido de su vida de aquellos a los cuales sirve amando. No hay momento más soberano de Cristo que cuando abajado a nuestro pies... lavándonos, amándonos. Para Cristo, para el cristiano, servir es reinar, como dice la liturgia, de donde reinar es servir.

Pero ya sabemos que la Última Cena, o simplemente la Cena, es mucho más que el desnudamiento de la intimidad soberana de Cristo expresando el amor del Padre en su 'ser para los demás', en su servir. Esa actitud de servicio del interior humano de Cristo es signo, a su vez, del abisal amor del Padre que eternamente genera al Hijo. Y se hace, por eso, gesto, sacramento, ya no de mero amor humano, sino del infinito amor que Dios nos tiene y nos dejamos ser lavados por él.

Amor que, en la misma Cena, Cristo también expresa en otro gesto cotidiano, el del jefe de familia que reparte a sus hijos, a los reunidos a su mesa, la bebida y el pan.

Pero aquí ya no hay solamente el compartir la comida, el dar de comer a los pobres, el alimentar al que tiene hambre, el ademán compasivo y generoso de Cristo ayudando a los demás; aquí el Señor quiere expresar una dación de orden más elevado que el de la mera harina o fruto de la vid: "Este soy yo". Es Él, Jesús; es Él, nuestro hermano mayor; es Él, finalmente, Dios, quien quiere entregársenos como alimento de vida, en la plenitud del amor que es dar todo lo que uno tiene, incluso la vida -'darse'- y que se hace signo en el vino y en el pan y realidad tremenda, heroica, conmovedora, plena, en la vida que nos entregará mañana desde la cruz.

Allí, se engarza la gestualidad majestuosa de la Última Cena, y de toda Misa, donde cada palabra tiene su hondura y cada movimiento su dimensión trascendente: en el piélago del amor infinito de Dios, del Padre que se abisma en el Hijo y con Él respira Amor, del Hijo suspirando Amor, que se hace carne en el seno de María y se vuelve para nosotros don, locura de amor, servicio supremo de cruz.

Eso lo entendió Leonardo, menos lo supo expresar el Tintoretto, simplemente lo ignoró, con todo su arte, el Veronese.

Hoy la Iglesia, en el inicio del triduo santo, en esta santa Misa, conmemora de modo especialísimo la Última Cena, que todos sabemos es la primera de las Misas. Pero nunca hemos de olvidar que lo que hoy memoramos con especial atención en el clima sacro de nuestra semana Santa, en realidad lo conmemoramos todos los días, en cualquier misa. Toda santa Misa -sea quien fuere el sacerdote obispo o Papa que la celebre- es la repetición presencial, viva, en directo, de esta escena conmovedora de la Cena Última, de aquella en la cual Cristo nos muestra su total amor, en entrega suma de vida, a cada uno de nosotros sus discípulos con nuestros sucios pies. Amor de Cristo, Cristo que es amor. El mismo amor por el cual Dios, según la definición de Juan, es amor.

En cada santa Misa todos tendríamos que preguntarnos en qué actitud interior y exterior estaríamos de estar presentes -como lo estamos realmente- en aquella santa última Cena; más: de estar presentes, junto a María, frente a la cruz. Se habla de la presencia real de Cristo en la Misa, en la eucaristía. Pero también tenemos alguna vez que hablar de nuestra presencia real en la Misa frente a la cruz, frente a Jesús. En toda Misa, aquí y ahora, estamos allí, donde Jesús está en actitud de lavarnos los pies, de entregarse por nosotros, de abrirse a cada uno en el abrazo despojado de la cruz.

Pensemos qué música pondríamos de creer realmente que estamos asistiendo a ese momento, que forma de estar, de pararnos, de arrodillarnos, de vestirnos, de saludarnos los unos a los otros con el beso de la paz.

Aunque Jesús ha querido hacerse cercano a nosotros, -si queremos, todos los días, en las misas que se repiten en todas las capillas y parroquias del mundo, a cada hora, a cada minuto-, no transformemos la Misa en algo cotidiano, banal, intrascendente, meramente humano, simpático, despojado de profundidad, no añadamos a la Misa, a lo Tintoretto, a lo Veronese, personajes secundarios, detalles por más llamativos o inteligentes o artísticos que sean, que nos aparten de lo fundamental, del abnegado amor de Cristo, del misterio supremo de la Cruz.

Vivamos siempre la santa Misa bien juntos a María, el corazón de pie, frente a la cruz.

Menú