2004 - Ciclo C
DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
Lc 22,7.14-23 (GEP 05/04/04)
Con esta Misa de Ramos declaramos solemnemente inaugurada Semana Santa. Jesús acaba de ingresar en Jerusalén. La ciudad bulle de febril actividad. La previa a la gran fiesta nacional de la Pascua, para la cual, desde todas partes del orbe acuden centenares de miles de judíos para renovar la conciencia de su orgullosa pertenencia a la raza de los descendientes de Abraham. Exaltar la figura de Abraham había sido un recurso inteligente de los dirigentes judíos para hacer olvidar al pueblo que su ser nacional y aún su ciudad de Jerusalén los debían a su gloriosa monarquía, a la dinastía de los descendientes de David, destronada por los babilonios. Solo sentían nostalgia de la monarquía davídica las viejas y empobrecidas familias vinculadas a la antigua nobleza y el pueblo explotado, sobre todo el campesino, de antiguas raíces rurales, ansioso de un buen rey, un Mesías dávida, que protegiera sus derechos contra la prepotencia de los poderosos de turno.
A esta línea de pensamiento dinástico sin poder ni posibilidades, se oponía el racismo abrahamico, el supuesto linaje de Abraham, que, por otro lado, no se extendía a todos sus supuestos descendientes -no a los árabes, por ejemplo-, sino solo a los que definían como tales las genealogías elaboradas por los sacerdotes y los códigos inventados e inflados por los juristas de la época. Ni los legisladores -los escribas- en su mayoría fariseos, que basaban su poder en la inextricable maraña de leyes con las cuales ataban todos los pasos de la gente y que solo ellos sabían interpretar y desatar -a la manera de nuestros políticos y abogados actuales-; ni los sacerdotes, que no querían ver disminuida su autoridad por ningún poder, deseaban de ninguna manera la monarquía davídica, un ungido dávida que, sin tantas leyes, ni funcionarios, y guiado por las leyes fundamentales, la moral y la prudencia, gobernara virtuosamente a su pueblo.
Por otra parte ya hacía decenios que la tutela de Roma iniciada por Pompeyo había pacificado la región y, si bien es cierto que esa paz la cobraba cara en impuestos y exacciones, las clases dirigentes estaban tranquilas, las rutas romanas permitían el seguro desplazamiento de todos los judíos del mundo conocido con sus cuantiosas limosnas y ofrendas a Jerusalén, y los distintos grupos nacionalistas o antifariseos o antisacerdotales -como esenios, zelotas, sectas apocalípticas y fuera de la ley empobrecidos por el sistema- se mantenían suficientemente controlados al amparo romano.
La dirigencia colaboracionista y engordada estaba bien interesada en que se mantuviera ese 'status quo'. Pero Pascua, fecha patriótica, la conmemoración de la independencia de la nación judía, era siempre ocasión de posibles alborotos y caldo de cultivo de sediciones. Si no fuera porque la afluencia de peregrinos y sus gastos turísticos era una de las fuentes de ingreso más importantes de Jerusalén y por lo tanto de sus sacerdotes y políticos ninguno de ellos sería muy amigo de la fiesta.
Normalmente el gobierno de Jerusalén, aunque bajo vigilancia romana, lo ejercía, el Sanedrín, que contaba con su propia policía, casi un pequeño ejercito. Pero, en previsión de los disturbios de la fecha, es el mismo Poncio Pilato, gobernador romano, habitualmente residente en la hermosa Cesarea, blanca de mármoles, y fresca de brisa marina, quien debe trasladarse, mascullando maldiciones, junto con su mujer y sus tropas, a la pestilente Jerusalén, con sus calles estrechas y sucias y su templo permanentemente humeando grasa y carne quemadas de los sacrificios. Herodes Antipas no cuenta -Jerusalén está fuera de su jurisdicción-, pero debe ir también, contra su voluntad, a la Pascua, para intentar hacerse perdonar su espuria línea idumea y ganarse la buena voluntad de Pilatos y el Sanedrín.
El Sanedrín. Sanedrín quiere decir, etimológicamente, 'reunión de hombres sentados'. De hecho, adosada al templo existía una gran sala con gradas en hemiciclo, donde dicha asamblea se sentaba a deliberar. La constituían tres cámaras o consejos de 23 miembros cada una. Con el presidente 70 en total. Podían funcionar por separado, pero, para las grandes decisiones, debían reunirse juntas: la cámara de los sacerdotes; la de los legisladores o juristas -los escribas-; y, la de los senadores o ancianos. Como cualquier cuerpo colegiado, eran una bolsa de gatos. Sobre todo la cámara de los sacerdotes; que no hay que entender como hombres dedicados a Dios, sino laicos que tenían sus familias y actividades profanas y, además, ejercían monopólicamente funciones cultuales. Sus cargos eran hereditarios y vivían de las fabulosas rentas del templo y sus negocios de sacrificios y de ganado y de todo lo que significaba la construcción y el mantenimiento del enorme edificio.
El principal en esa cámara era el Sumo Sacerdote. Supuestamente uno, y de por vida. Pero como desde los Macabeos, pasando por Herodes el Grande y luego los romanos, los sumos sacerdotes eran nombrados y depuestos por aquellos según su capricho, en la época de Jesús, además del sumo sacerdote en ejercicio, Caifás, sobrevivían otros que lo habían sido, y gozaban aún de alto prestigio, formando parte del Sanedrín, como Anás, suegro de Caifás, pero también su hijo Eleazar . Lo mismo que Joazar y otro Eleazar , hijos de Simón Boeto, ya muy ancianos pero respetados. Josué Ben Sié, Ismael Ben Fami, famoso afeminado -quizá por ello oportunamente depuesto-, Simón ben Camita, todos, en alguna ocasión, sumos sacerdotes, además de hijos y parientes de éstos completaban el número de 23.
La segunda cámara, la de los juristas o escribas, expertos en leyes, se componía sobre todo de fariseos. Se reunían para multiplicar normas y determinar reglamentaciones que solo ellos, después, podían manejar. Ni por casualidad simplificarían las leyes para que cualquiera pudiera entenderlas y moverse sin necesidad de ellos. Sin mas que entre estos había gente venerable como Gamaliel, que luego se convertirá al cristianismo. La cámara de senadores o ancianos, la que tenía menos poder, la formaban miembros de familias más o menos tradicionales y de nuevos ricos. Muchos habían hecho su fortuna cerrando los ojos frente a ciertos negocios no tan claros con los proveedores del ejército romano y los publicanos. Es verdad que entre estos no faltaban honestos judíos que añoraban los viejos tiempos, como Nicodemo o José de Arimatea .
Pues bien, esta es la Asamblea que condenara a Cristo.
La formidable ciudad encalvada en la cima de la montaña coronada por el pico de Sión, rodeada de imponentes murallas, está pues en plenitud de actividad. La policía del templo y los cuatrocientos infantes árabes y samaritanos al mando de oficiales romanos traídos Pilato -Pilato no contaba con soldados ciudadanos romanos sino levas locales- se preparan nerviosos a precaver cualquier estallido de violencia.
Han visto con curiosidad el pequeño grupo de peregrinos que, aclamados por algunos residentes, han entrado en la ciudad por la puerta de Betfagé perdiéndose luego entre las callejas de la villa. El decurión a cargo de la puerta duda si informar o no a su oficial del minúsculo episodio. Un hombre montado en un asno y varias decenas de hombres y mujeres desarmados cantando extraños himnos no parecen ser noticia de interés o motivo de alarma. Los romanos entienden menos de política y de religión que de armas.
La noticia empero ha llegado a la cámara de los Sacerdotes y corre también entre los letrados. Ellos ven algo más lejos que los romanos. Ya se han encontrado otras veces con el personaje; y su enseñanza y doctrina les parece altamente subversiva. No tanto porque, descendiente de David, pueda defender con ninguna consistencia cualquier pretensión al trono, sino por lo que dice del templo, de la raza, de los códigos llenos de hipocresía con su letra que mata, de la igualdad fundamental de todos los hombres frente a Dios, de la vanidad de los privilegios y los títulos, de los falsos derechos de las castas gobernantes allende la verdadera virtud y competencia...
Su vaga alusión a un Reino futuro, su proclamación de tener algo que ver con Dios, preocupa menos, aunque si es necesario, se utilizarán sus palabras para acusarle..., o tomarlo por loco.
Habrá que reunir con urgencia al Sanedrín, piensa Anás, y envía un mensaje escrito al inútil de su yerno, Caifás. Viejo astuto, Anas manda llamar a Helquías , miembro de la cámara de los sacerdotes, guardián del tesoro del templo. Para proceder con prudencia siempre es bueno contar con unas cuantas monedas de plata para sobornos y para pagar traiciones.