1990 - Ciclo A
DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
El príncipe ha llegado a su ciudad. Es su ciudad, la que conquistara para si su antepasado David a los jebuseos. Feudo personal del Rey, no pertenece a ninguna de las doce tribus, ni a la nación, sino al trono, a la dinastía real.
Finalmente, después de años de vacancia, de gobiernos ilegítimos, de despotismos sacerdotales, oligárquicos o colaboracionistas, el heredero llega a reclamar sus derechos.
Lo hace amistosamente, como dueño natural, príncipe de sangre, no como conquistador, por eso no entra montado en corcel de guerra, ni lleva adarga ni espada, sino que viene en palafrén de ceremonias, acémila mansa, asno de entradas solemnes, como el que montó Salomón para entrar en la ciudad cuando David lo promovió a su trono; como príncipe mesias. A la manera como, durante la Europa cristiana, era costumbre que las ciudades, autoridades y pueblo, salieran a recibir, con guirnaldas y flores, a mitad de camino, antes de las puertas, al Rey o al Emperador que arribaban en son de paz a visitar a sus súbditos.
Y el Rey ahora, finalmente, ha llegado a su capital. Ha preparado largamente su entrada, ha explicado de mil maneras su misión, ha organizado a sus colaboradores. Es hora ya de ir a la casa de sus padres. Es la última oportunidad que da a su pueblo de aceptarlo en paz. Y por eso se juega el todo por el todo y entra desarmado en su ciudad.
Pero Israel es duro, Judá no lo recibe como debiera. Sólo parte del pueblo ha salido a dar la bienvenida, a vivar a su duque, a su monarca, antes de Betfagé, barrio extremo de Jerusalén. Y alfombran con ramos y con sus propios mantos el lugar por donde pasa el real cortejo, en medio de hosanas, de agitar de tirsos, ramas verdes y palmas.
Pero en sus torres, en sus palacios, en sus bancos atiborrados de oro, los dirigentes callan, no salen a la calle. Se mueven las cortinas de las ventanas. Espían. En ominoso silencio.
El rey avanza cada vez más solo. El entusiasmo declina. La multitud poco a poco retorna a sus casas. La ciudad finalmente es una inmensa indiferencia preñada de hostilidad. Y, por fín, casi solo, Jesús, el príncipe, el hijo de David, ya perdida la esperanza de evitar el enfrentamiento -cuenta San Lucas- da su última orden: "El que tenga alforjas y víveres, que los cargue, y el que no tenga espada, que venda su manto y la consiga". Desde entonces ser cristiano será siempre combate.
Pero, acabado el jolgorio, ya hay pocos que le escuchen: su compañía se ha reducido a once seguidores y luego a tres y al fin a nada. El rey ha de combatir solo su batalla.
Los suyos lo han abandonado. Su ciudad lo ha rechazado. Y habrá de morir incluso fuera de sus murallas.
Pero no es general que se rinda: morirá estribando hierro y con el hierro entre las manos.
Y allí levantará nuevo estandarte: mástil de cruz, bandera de su cuerpo flameando al viento.
Y allí alzará su trono, su nueva Jerusalén, cuartel general de todas su guerras, capital eterna de todos los mundos, sede gloriosa de su señorío sobre el Universo.