1998 - Ciclo C
DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
"Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén", dice Lucas en el evangelio que hemos leído al comienzo de la Misa. Lucas concibe toda la vida pública de Cristo como un viaje, una peregrinación, un lento ir subiendo de él y sus discípulos hacia Jerusalén. La ciudad Santa es el norte fatal que encamina los pasos de Cristo. Esa Jerusalén desde donde Jesús partirá hacia el Padre.
No es fácil entender lo que significaba Jerusalén para los judíos de entonces: la antigua capital de los monarcas, la ciudad que, habiendo sido conquistada personalmente por David, pertenecía a su dinastía como un feudo propio, ajeno al territorio de las doce tribus. Ciudad que poseía el único templo en donde desde Josías, era lícito adorar a Dios. De tal manera que no se trataba solo de un templo: era el templo, el único templo. Presencia de Dios entre los suyos, tanto más notable cuanto que el fasto y la prodigalidad de Herodes el Grande lo había transformado en uno de los edificios más suntuosos de la antigüedad. Cientos de miles de judíos de todo el mundo sentían a ese templo y a esa ciudad como su punto de referencia como raza, como pueblo: el eje del cosmos, el ombligo del mundo. Todavía los planos medioevales hechos por los cristianos colocaban en su mismo centro a Jerusalén.
Jerusalén, la ciudad santa. Pero, al mismo tiempo, la ciudad vendida o que se vende, enorme miseria humana. Miseria moral: la de la casta sacerdotal y política que vive de los ingresos fabulosos del templo. Jerusalén ha dejado hace mucho de ser la verdadera capital administrativa de Palestina. El gobierno ha sido trasladado por los romanos a Cesaréa. Las grandes rutas comerciales pasan lejos, a lo largo de la costa o al este del Jordán. Lo que sostiene al boato de los grandes es el turismo religioso, los impuestos del templo, los sacrificios. Una riqueza estéril caracteriza el estilo de vida de las grandes familias. Viven para levantar sus palacios, para gozar de la existencia, para, con la ayuda de una caterva de abogados y letrados, en nombre de las leyes fariseas y saduceas y del poder romano, mantener sometidos a los que trabajan para ellos. Miseria material: centenares de operarios del barrio bajo, ceramistas, curtidores, tejedores, talladores de piedras, que sólo producen para los notables del barrio alto. Más los pequeños comerciantes y artesanos que venden recuerdos a los peregrinos y los engañan. Más los ejércitos de mendigos, lisiados y ciegos que para las fiestas pululan buscando limosnas por la ciudad.
Las fiestas atraen también la atención aburrida, pero alerta, de los romanos. El gobernador debe dejar su cómodo palacio de Cesaréa e instalarse con parte de su tropa en la torre Antonia. El pueblo judío es levantisco y la insurgencia pude aprovechar la aglomeración para producir tumultos. Los altivos soldados de la cohorte de Pilato patrullan amenazadoramente la ciudad. Las guardias por turnos van a buscar jolgorio nocturno a los tugurios y tabernas de Jerusalén: cerveza, vino y mujeres. Que también el triste oficio hace su Agosto en esas ocasiones. Asimismo el tetrarca, Herodes Antipas, resto de autonomía dejada a los judíos por el poder romano, ha bajado junto con su corte, de su palacio de Maqueronte.
Jerusalén paradójicamente el centro de la revelación divina, es ahora, para Pascua, un muestrario casi adocenado de los poderes de cualquier lugar del mundo.
En medio de la ciudad imponente, de las aguerridas tropas romanas, de la pompa y el lujo que para la ocasión exhiben cortesanos, cortesanas y sacerdotes, de los millares de peregrinos que levantan sus campamentos alrededor de la ciudad y que apenas dejan caminar por las estrechas calles de Jerusalén, la escena que nos pinta Lucas de la entrada de Cristo a Jerusalén tiene algo de irreal, de magnificado, deformado por el tiempo y visto seguramente desde la óptica de la victoriosa Resurrección.
Porque lejos de ser la escena triunfal de una gran procesión, de un ingreso principesco, con todo el pueblo hosanante, -pueblo que trocaría poco después su delirio por Cristo, en súbito cambio de humor, por los gritos de "¡Crucifícalo!"-, lo más probable es que la entrada de Jesús no haya despertado la atención de casi nadie. Jerusalén está acostumbrada a profetas y predicadores, y la atención de sus habitantes pasa ahora por los notables, los aristócratas, los grandes: reconocerlos por sus nombres, a lo mejor tocarlos, solicitar sus favores, admirar y envidiar sus ropajes, sus joyas y sus modas.
La misma indiferencia de este Buenos Aires que se prepara a trashumar a la costa, a la sierra, al campo, a las quintas... En realidad la misma indiferencia que guardan a Jesús nuestros políticos, nuestros banqueros, nuestros periodistas, codeándose a lo mejor de vez en cuando con obispos y Tedeums, pero sin pestañear frente al Jesús que viene a reclamar su Reino. Y ¿para que ir tan lejos?, la misma indiferencia que guardamos normalmente nosotros en nuestras vidas a las cosas de Dios, a los llamados de Cristo.
¿Donde están nuestros mantos, nuestros ramos, nuestros hosanas, fuera de algunos momentos pasajeros de nuestras vidas? Jesús se pierde en el bullicio de nuestras preocupaciones de todos los días, de nuestros trabajos y estudios, de nuestras diversiones y compras, de nuestras flaquezas y cortas ambiciones humanas.
Y, sin embargo, el destino del hombre, el destino del universo, nuestro propio peregrinar a la Ciudad Santa, no pasa por las decisiones de los personajones que manejan los destinos de Jerusalén, ni la de los que ocupan las primeras páginas de los diarios, ellos no producen sino el marco, el trasfondo, las circunstancias por donde fluye la vida verdadera: Jesús entrando casi inadvertidamente en la ciudad, Jesús golpeando quedo las puertas de nuestros corazones, Jesús llevando en su cuerpo como el nuestro las ansias profundas de toda la humanidad y haciéndola ofrenda gozosa al Padre, Jesús anidando en nuestro interior y plantando allí victorioso, con su cruz, semilla de eternidad.