1999 - Ciclo A
DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
Mt 21, 1-11- (GEP, 27-03-99)
Cuatrocientos veintinueve años de reinado continuo en la roca de Sión, en Jerusalén, capital del reino de Judá; veintiún reyes, uno detrás de otro, unidos por el lazo de sangre más noble de Israel: la sangre de David; todos descendientes del tronco de Jesé. Con sus glorias y sus miserias la línea de los dávidas había empuñado el cetro durante más de cuatro siglos, dejando una huella imborrable en la memoria y los fastos de la historia del pueblo judío.
El último rey dávida, Sedecías , había terminado miserablemente, en el 586 AC frente a Nabucodonosor, contra quien se había rebelado, encadenado, castrado, vaciados sus ojos cruelmente, después de haber visto como última imagen de su vida, uno a uno, degollados todos sus hijos.
Sin embargo no toda la sangre dávida se había extinguido, Joaquín , sobrino de Sedecías -y que había reinado antes que él-, depuesto por el rey de Babilonia, vivía todavía, mantenido como rehén en la corte babilónica. Su semilla sobrevivió. Cuando después de cincuenta años de destierro los exiliados hebreos vuelven a su tierra, liberados por Ciro el grande, varios jóvenes dávidas, descendientes de Joaquín, retornaron a su patria. Sin cabida ya en Jerusalén, por disposición de los gobernadores nombrados por los persas, los dávidas se instalaron pobremente en sus territorios ancestrales, en lo que había sido el feudo por antonomasia de David, hijo de Jesé: las tierras de Belén de Efratá . Ya no serán más los dueños de esos territorios, en manos ahora de poderosos terratenientes persas. Los rebaños y las cosechas serán de otros. Sin embargo los pastores del lugar saben quienes son sus legítimos señores e irán, a cada nacimiento de un dávida, a rendirle homenaje y ofrecerle sus pobres dones.
Los descendientes de David sobreviven penosamente. Son, antes que nada, hombres de armas, pero, sin vergüenza, saben aprender oficios para seguir adelante.
Jerusalén les ha dado la espalda. Quienes sucesivamente allí van tomando el poder, primero bajo la protección de los persas, luego de los griegos, finalmente de los romanos -sumos sacerdotes, nuevos ricos, saduceos, fariseos, caudillos ocasionales como los macabeos, reyes ilegítimos como Herodes- no tienen el más mínimo interés en devolver autoridad a los dávidas. Tanto más que -sobre todo en las capas populares- sigue latiendo en Judá la nostalgia de la monarquía davídica, ahora idealizada, olvidadas sus miserias por el paso del tiempo "¡el buen rey que se ocupaba de hacer justicia, proteger a los buenos, ayudar a los pobres!" Y la antigua profecía de Natán continúa alentando la esperanza: "tu estirpe y tu reino permanecerán para siempre". De vez en cuando incluso se levanta algún falso descendiente de David, afirmando ser el heredero, el ungido, el Mesías... Levantamientos que han sido siempre ahogados en sangre.
No: los dávidas no son bien recibidos en Jerusalén. Jerusalén está ocupada por burgueses, por finos aristócratas, por políticos que medran con coimas y licitaciones de impuestos, por sacerdotes y predicadores que engañan y esquilman al pueblo, por el fabuloso negocio del templo, por la nube de venales funcionarios romanos, por los vendedores de esclavos y proxenetas que proveen de carne fresca y barata a la lujuria de los poderosos...
No, el buen rey no será nunca bien recibido en Jerusalén...
Jesús lo sabe. El último vástago de la estirpe de David, montado en su asna ceremonial -que es como debe entrar un rey en su ciudad, no en corcel de guerra- no se hace ilusiones. Es la gente sencilla la que lo aclama, la gente buena, que siempre conserva la esperanza de un salvador, el sueño de una sociedad feliz y justa, los humildes, los niños, los sin vueltas. Son ellos -alborozados, inermes, sin poder, en el fondo sin verdadera decisión ni valentía- son ellos los que han salido a aclamarlo, a hosannarlo, a extender sus mantos sobre el camino, a cortar ramas de los árboles...
Sobre las murallas, las azoteas y en las plazas, fríamente lo observan, detrás de sus yelmos y corazas, la mano en el pomo de la espada o aferrando firmemente la corta lanza, esperando órdenes, las tropas del gobernador romano.
En el templo apenas se suspende el contar de las monedas; pero corren furtivamente por la ciudad, de palacio en palacio, de comercio en comercio, de banco en banco, de prostíbulo en prostíbulo, silenciosos mensajeros... El círculo comienza a cerrarse.... Sonrisas hipócritas sellan los pactos de los de arriba. Abajo risas soeces preparan la ceremonia de coronación: se labra a hachazos el trono de madera, se entrelaza la diadema de púas, se elige el cetro de caña, se lima la punta oxidada de los clavos que adornarán de ajorcas y manillas al nuevo rey...
No: el último de los dávidas no será bien recibido en Jerusalén...
¿Será bien recibido por vos, hombre, mujer, de Buenos Aires? ¿Qué es lo que le preparás en el trono de tu corazón? ¿Quizá éste ya esté ocupado por los negocios, por los juegos de poder, por tus egoísmos y pecados, por tus placeres de cuarta, por tus indiferencias, por la búsqueda exclusiva de tu propio bien, por tus preocupaciones del mundo, por tu religiosidad que solo busca a un Dios que te sirva a vos? ¿Encontrará el Rey lugar en tu corazón? ¿Qué trono le darás? ¿qué corona le tejerás?
¿Lo echarás de tu ciudad y lo desconocerás, colgando en el patíbulo de tu olvido, y de esa mediocridad y miseria de la que no querés salir...? ¿o, a pesar de todo, lo esperarás de pie, en medio de todas las dificultades, para que reine glorioso en vos en aurora de Pascua, en alegría de Resurrección...?