2005 - Ciclo a
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 18, 1 - 19, 42
SERMÓN
(GEP 25/03/05)
"¡Proclama mi alma la grandeza del Señor!"
"Se alegra, se alegra, mi espíritu en Dios mi salvador. Se alegra mi espíritu."
"¡El Señor hizo en mí maravillas! ¡El Señor hizo en mí maravillas! El Señor hizo en mí maravillas.
¡Oh Dios! ¿Qué maravillas? Mírame aquí viendo a mi hijo destrozado, muerto. ¿Qué maravillas? ¿A ésto todo conducía? ¿El gozo de mi santa preñez; el amor de José; la recepción en Belén; los bellos días del soleado Egipto; el regreso gozoso a Nazaret.? ¿En este espanto todo había de terminar?
Las lágrimas esfuminan la visión de la figura izada, y yerta ya, del hijo muerto. Velo piadoso para esa muestra de horror. ¿Cómo alcanzar su pelo para acariciarlo y sacarle esas horribles espinas? ¿Cómo espantarle esas repugnantes moscas? ¿Cómo impedir que esa sangre -sangre de mi sangre, carne de mi carne- se derrame en el sucio suelo de las ejecuciones capitales? ¡El Señor hizo en mí maravillas.!
El horrible viejo. Parecía tan inerme, tan anciano, tan humano, cuando alzó a mi hijito en el templo. Todos decían que era santo. Pero, cuando me ladró ¡una espada atravesará tu corazón!, ya no me lo pude sacar de mi pensamiento nunca más. Una espada. Oh Dios: mil espadas, cientos de espinas, afilados abrojos, puñales, saetas, dagas, garfios que destrozan mi pobre corazón.
Ella, la que " será llamada feliz por todas las generaciones". ¡Feliz! ¡Ella! Pobre madre desolada.
Pero, aún así, en la colina del cráneo, el Gólgota, enhiesta como una vara. Que las mujeres judías siempre caminan derechas, acostumbradas a llevar el peso de los cántaros y gravosos bultos sobre sus cabezas.
Tu hijo no pudo estar derecho. Él, que cuando movía los pesados tablones del taller o con el hacha partía, casi de un solo tajo, como madera balsa, troncos más gruesos que la cintura de José. Él, que cuando predicaba y fulminaba con su palabra y su porte a los fariseos e innobles sanedritas parecía una torre de asalto. Él, del cual se distinguía desde lejos su cabeza maravillosa, su frente amplia, su melena al viento, surgiendo al menos medio metro por encima de la multitud. Él, ahora, se inclina, como un luchador vencido, arrastrando esa espantosa tabla, negra de sangre coagulada de tantos otros condenados, y Ella tiene que empinarse sobre sus pies menudos para poder verlo, caído en el suelo, intentando levantarse, mientras las fustas de los mercenarios nabateos y samaritanos, hacen llover golpes sobre Él. ¡Centurión, centurión, tú que tienes rostro noble y eres romano y te asquea el deshonor de quienes se ceban sobre el vencido, no dejes que le peguen más! ¡Déjame ayudarlo a levantar! Pide a alguno de esos mozos fuertes que miran dolidos la escena que le ayuden a llevar la cruz.
El madero. La madera. La madera fresca del taller de Nazaret. Siempre mi Jesús con sus pies llenos de aserrín ensuciándome toda la casa, y pidiéndome que le rascara la espalda porque el polvillo de la madera le picaba. ¡Mira esa espalda, tundida, desgarrada, marcada en púa y plomo, en cuero crudo, chicote, flagelo!
Madera. Madero. No quiero ver más madera. El día cuando vino pequeñito, llorando, con la fea astilla clavada en su manita. Tuvo que acudir José y a pesar de mis protestas, le sacó la astilla con la tenaza. Y yo pensaba y pensaba en ese viejo: " una espada atravesará tu corazón ". ¡Que no atraviese la astilla la mano de mi hijo!
Su manita, sus uñas quebradas, ese espantoso clavo. ¡Qué tenazas podrán arrancarlo de esa miserable cruz!
Sí, fue mi culpa o, vaya a saber, mi papel: tuve que pedirle que ayudara a esos novios buenos de Caná. Pero yo no sabía por qué me decía que no había llegado su hora. Cuando días después me dijo que se iba, que me dejaría sola, que tenía que cumplir con la voluntad de su Padre. otra vez pensé en el viejo. (¡Dios te perdone Simeón!)
Y la madre abraza a su hijo y lo despide. Al fin y al cabo en eso María es una madre más. Un día el hijo o la hija se van" Y dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne ."Tantas niñas buenas y lindas que María tenía en su cabeza para su hijo. La rubiecita de Nazareth que, aunque siempre parecía mirar al suelo, hacía volar sus pupilas negras cuando las mariposas de sus pestañas aleteaban, y lo miraban a Él. O la que siempre se hacía la encontradiza, dejándose ver, pero haciéndose la que, de inmediato ocultaba su rostro con el velo, camino a Séforis, cuando el muchacho buen mozo que era Jesús iba a comprar repuestos para el taller. O el anciano Abram de Caná, que un día vino, grave y algo tímido, y aunque tardó en decirlo habló a María de las virtudes de su hija, y que tenía buena edad para contratarle marido. María soñaba. Cuando de ello hablaba a Jesús, cuando le insinuaba que ya era hora de casarse, Él la miraba sin decir nada, y sus ojos se volvían lejanos, en sonrisa de amores renunciados por un amor mayor.
Lo vio alejarse sin darse vuelta ni una sola vez. Sí que era digno descendiente de José, de la estirpe de David, con sus pasos decididos, militares, el atado preparado por su madre en la punta del cayado al hombro, a cumplir su destino, su misión. María de pie, a la puerta de su casa. Ni siquiera cuando su hijo fue un pequeño punto en la senda que se confundía con el encuentro de las sierras en el horizonte, dejó de mirar. Cayó el sol y María miraba aún, sin decir nada. La brisa del ocaso secó sus mejillas. Esa primera noche, sola, los grillos cantaron quedos, solamente para ella. Y el añejo gallo de la aldea, al despuntar el alba, para dejarla dormir, no quiso cacarear.
Tres veces lo negó Pedro. Y el gallo cantó.
(¡Dios te haya perdonado, Simeón!)
" El Poderoso ha hecho obras grandes por mí... El hacer proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes ." " Y enaltece a los humildes ".
¡Qué forma de enaltecer! Allí está, sí, alto, bien alto, en su trono de cruz. Ya sabía que Dios no interviene con ejércitos de ángeles, ni con fuego y azufre del cielo, pero ¡cómo -al menos a través de su mujer- no había podido Dios ablandar el corazón cruel del procurador! Todos sabían de su desprecio a los judíos, de su insaciable sed de impuestos y de oro, de su fulmínea decisión cuando había de imponer orden o castigar delitos. Pero también, que Pilato pertenecía al orden ecuestre, caballero romano, educado en el honor y las armas. Larga carrera de campamentos y batallas en fronteras lejanas antes de conseguir el puesto compensador y la suave brisa del mar en Cesarea. ¡Cómo no iba a darse cuenta de la doblez judía y del valor del hombre que tenía delante!, ¡cómo no iba a percibir que se encontraba ante alguien más que un par!, ¡cómo iba a dejarlo en manos de la chusma, de la política barata de los senadores sanedritas, de las pulseadas voraces y codiciosas de los sacerdotes, de las maniobras contables, sin rostro, de los banqueros!
Señor gobernador, buen gobernador, tú que también, a pesar de todo lo que dicen de ti, tienes hijos, mujer, patria lejana que seguramente añoras, ¿no serás capaz de un acto de misericordia? ¿Qué digo misericordia? ¡De justicia romana! Señor gobernador, buen gobernador ¿tú no querrás, verdad, que un muchacho como mi Jesús, como mi niño, muera destrozado en cruz?
Y María todavía espera, mientras el cortejo avanza. Abriendo paso los varales de los soterim , los corchetes del Sanhedrio, con sus moradas dalmáticas; los aparitores , luego, con sus túnicas rojas y bastón de almendro retoñando oro en lo alto; los dos escribanos que traen los rollos de pergamino curial, con la fatal sentencia y el letrero. Y, como burla casi, el Ba'al rib , el abogado defensor, que habrá de acompañar al reo hasta el final. Y atrás, el condenado. Rodeado de soldadesca auxiliar de los romanos. (Porque romanos, en Palestina, son solo los oficiales. Los auxiliares reclutados provienen de países vecinos, hostiles a Judá, felices de poder cebar su odio en un judío). Y el centurión asqueado. Un verdadero militar obligado a tarea innoble, a custodiar corruptos, a servir casi mercenario en países y problemas ajenos. Y detrás, los verdugos con sus varas de manzano mal atadas con cintas de sucio hilo. El gobernador no ha querido que a esa injusticia acompañaran lictores con las fasces romanas. Y la escalera, y los martillos, y los clavos. Y la plebe, los piquetes pagados por el Sanedrín, y otros que, a pesar de la lástima, no querían perderse el espectáculo, como cuando, en la autorruta, se hace pesado el tránsito y uno cree que hay un obstáculo que lo frena, y el accidente es en la mano contraria, pero lo mismo todos aminoran su velocidad morbosamente para tratar de ver algo.
Y la familia y los amigos de los reos, y también los que, por principio, se ponen al lado del delincuente. Y los sádicos y los mirones eventuales.
Y María esperando. " El hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón ". Ya le parece que a lo lejos oye un galope: el del enviado de Pilato con el decreto de perdón. ¡Ya Dios ha conmovido el corazón del gobernador! ¡Ya viene la salvación!
El martillo ha sido eficientemente usado. La cruz izada. Los únicos galopes han sido trotes de las mulas de los sacerdotes que han venido a asegurarse -desde lejos, para no perder la pureza-, de la calidad letal de la ejecución. Allá se ven sus visajes, las plumas de sus turbantes, las gualdrapas de sus cabalgaduras, las sombrillas que les sostienen sus servidores, los grandes abanicos que les espantan los insectos cuyo zumbido atroz es el ruido de fondo de ese trágico calvario.
Jesús, saliendo a escape con su espada y caballito de madera al patio del taller. ¡José otra vez perdiendo el tiempo con su hijo en lugar de trabajar! ¡Pero José! ¡No es época de llenar de fantasías la cabeza de Jesús! ¡Basta de contarle las hazañas de tus antepasados! ¡Basta de decirle que es descendiente de David y que todos los que mandan en Israel son impostores y ladrones del cetro y del trono! Ven Jesús, deja esa espada y ese corcel. Vas matar a tu madre. (¡Dios te perdone viejo Simeón!)
Y ya está Jesús finalmente en su corcel de guerra: también madera, y en lugar de espada, el enorme mandoble que sujeta con su brazos estirados.
Y contra él han avanzado, más allá de los soldados que lo crucifican, los judíos que lo rechazan, los amigos que lo abandonan, los dirigentes que se burlan de Él, todas las tormentas, fragores, bombardas, calamidades del mundo.
La cruz es, para Él, mucho más que el suplicio vil de los esclavos padecido por un hombre inocente. Es el pararrayos del mundo, del universo, en donde se descargan todos los sufrires, todos los penares, todas las ruindades y negaciones de la historia. María lo sabía de alguna manera desde la Anunciación. Y su alma agigantada por la gracia, aunque hubiera querido negarlo, posponerlo, rechazarlo, ya lo había aceptado casi del todo desde Caná, desde el día, al menos, cuando Jesús se despidió. Ya sabía que Simeón había sido instrumento de Dios y que, a su modo de profeta seco y brusco, de viejo cascarrabias, no había querido sino prepararla con su prevención.
Y ya sabía también que el poder de Dios no iba a manifestarse en un indulto al galope de último momento del gobernador.
¿Pero quién soy yo, cura de cuarta, para tratar de entrar en el corazón gigante de María y su sufrimiento de mil madres? ¿Quién podrá escudriñar el dolor de un hombre que es al mismo tiempo Dios?
Callar.
Porque ya sabemos que Dios no puede sufrir, pero que sí puede infundir en el alma del hombre que ha unido a sí, su infinito poder de amor y, por lo tanto, ahora sí, en el hombre, su poder -infinitamente- sufrir. No los clavos, no. No las espaldas laceradas. No el peso del cuerpo apretando nervios, quitando aire, impidiendo respirar. No las espinas clavadas de su corona; o la humillación de esa turba de la cual ni sabemos el nombre. Todo ese suplicio no es sino la cáscara externa del infierno interior. " Descendió a los infiernos ". Allí está Jesús colgando en los infiernos. El infierno de todos los dolores y pecados del mundo que, en ese momento sin tiempo, cubriendo todos los tiempos, todos los instantes, todos los lugares, se precipitan en su alma agigantada por Dios. El amor que sufre el dolor del amado. El amor divino concebido en el seno de María, para amar con corazón humano, con todo el amor del cual es capaz de amar Dios, llorando cada lágrima del mundo, sufriendo cada pena, cada enfermedad, cada tragedia, cada abandono, cada traición.
Todo está allí en ese momento de cruz. Y, por eso, desde la cruz, siempre Cristo nos acompaña en nuestro dolor, en nuestros esfuerzos, en nuestros fracasos, en nuestro propio morir. Nunca estamos solos ni abandonados, porque aún esa soledad y ese abandono te los sufrió -sin ti, contigo- Jesús, solo con solo, en la Cruz. ¡Oh el Dios que lo abandonó!
Oh sí, la ausencia de Dios. La ausencia vivida en purificación y subida al monte Carmelo; o, peor, la ausencia del pecado, la que se transforma en definitiva ausencia si no te volvés atrás. A esos infiernos descendió. A los infiernos del pecado, de la atroz lejanía de Dios, colgado de la cruz. En los infiernos librando su batalla de Rey. Porque si el dolor es la señal de alarma, la sirena y luz roja de cualquier carencia, el máximo dolor será el de la ausencia de Dios.
El infierno de María en el infierno de su Hijo.
El dolor de María en mis dolores, en mis pecados, en mi haber sido instrumento de las palabras del viejo Simeón.
María, tú, que llevas el dolor de todas las madres; yo, espada cruel que atravieso mil veces tu corazón. Ese corazón desde el cual, "la misericordia de Dios llega a sus fieles de generación en generación".