1982 - Ciclo B
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
Si Vds. han seguido con atención la lectura de esta Pasión según San Juan que hemos proclamado, y la compararon –aun sin tomar demasiada conciencia- con la de los otros evangelistas, por ejemplo Marcos, a quien hemos escuchado el pasado domingo, podrán haber notado que el tono de Juan es bastante distinto al de los demás.
En Mateo, Lucas y Marcos la narración es desgarrante. La angustia de Jesús se pinta desde el Huerto de los Olivos con sudor de sangre. Se insiste en la crueldad de los soldados, en las torturas, en la brutalidad de las masas, en el grito de abandonado de Jesús y en las tinieblas consecuentes.
Juan tiene mucho menos de eso. La agonía en el Huerto no aparece. Jesús conserva en todo momento su majestuosa serenidad, los soldados retroceden cuando van a prenderlo, sus respuestas son solemnes y ajustadas. Aún la coronación de espinas es presentada por Juan como la verdadera coronación de un rey.
Y es que Juan, el último de los evangelistas, ha comprendido ya plenamente que la pasión de Jesús no es un momento de fracaso que será luego compensado, superado, por la gloria de la Resurrección. La pasión misma es, para el cuarto evangelista, la descripción heroica de la triunfal batalla por medio de la cual Jesús vence al mal, al pecado y a la muerte. Es en y a través de ella, como Jesús, victoriosamente, conquista la Resurrección.
El viernes Santo, por supuesto, sigue conservando para Juan todo el espanto de las guerras, todo el dolor de las heridas, todo lo repugnante del pecado que se revuelve contra Jesús, pero nunca aparece Jesús como víctima involuntaria. Es él mismo quien va a buscar el combate: “ Jesús, sabiendo todo lo que iba a suceder, se adelantó y les preguntó ‘A quién buscáis' ” Él ataca. Él va al encuentro del enemigo. Él decide el momento de las hostilidades. Y sus últimas palabras en la Cruz, antes de exhalar el espíritu -el ‘pneuma' que vivificará el mundo- es ‘ Tetélestai ' ‘Todo se ha cumplido'. En el sentido de ‘todo ha terminado exitosamente'.
Y, entonces, finaliza Juan, “nos entregó”, nos regaló, “su espíritu” -‘ parédoken to penuma' -.
Siempre se ha llamado al evangelio de Juan el Evangelio Espiritual, el de quien, con mirada de águila, ha sabido ver, más allá de los acontecimientos, el significado profundo y oculto de los hechos narrados más candorosa, literalmente, por los otros evangelistas.
En ellos el relato de la pasión nos deja el sabor amargo del fracaso, de la derrota. Dios tendrá que intervenir, después de tres días, para transformar a ésta en victoria. Juan, en cambio, ve mucho más hondo. Es desde el momento en que Cristo acepta libremente la abnegación de sí y la muerte, cuando ya la vence y la destruye. Allí es cuando se hace totalmente transparente a la Vida divina que lo glorifica, y le permite, entregando la vida humana, darnos esa Vida divina.
El Viernes Santo ya es para Juan, en el fondo del misterio, Pascua y Pentecostés. No hay hiato, ni espacio intermedio. Y, desde que él, nuestra cabeza y jefe, se ha enfrentado y vencido al dolor, el pecado y la muerte, también nosotros podemos vencerlos.
Y, por eso, hoy, no es solamente el recuerdo triste de la pasión de Jesús. Es también el recuerdo de todos los dolores y muertes del hombre.
Todo eso que parece no tener sentido. Todo ese gran sufrir de la humanidad, en sus derrotas y sus penas, en sus enfermedades y caídas, en sus pecados y debilidades, en sus angustias y en sus muertes, en sus injusticias y soledades, hoy Juan nos dice que no solo podrán ser compensados un día en la Resurrección, sino que, aceptados, son el camino mismo de una vida superior. Son la posibilidad ‘ya' de una transformación maravillosa. Son el combate que ‘ya' en medio de la batalla recibe su premio. Son la desnudez que ‘ya' está revestida de manto real y de corona de rey.
Marcos, Lucas y Mateo nos han mostrado las lágrimas, el sudor de sangre, las caídas, el oprobio humillado y la angustia de la Cruz. Todo eso lo sufrió Cristo; todo eso lo sufrimos nosotros en nuestras humanísimas penas y dolores. Juan nos presta la mirada de la fe, para que, aún en medio de todo ese sufrir, conservemos siempre nuestra majestad cristiana, y la firme convicción de que, en nuestro destrozado corazón –y más cuanto más destrozado- ‘ya' está latiendo pujante, en Cristo y el Espíritu, la bullente sangre viva de la nueva gloriosa Pascua de Resurrección.