1990 - Ciclo A
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
Lo que creían sus seguidores que iba a ser un exitoso golpe de estado ha fracasado miserablemente. La asonada ha terminado con el paredón para el jefe rebelde. Allí está su cuerpo colgado como un guiñapo, expuesto públicamente como escarmiento a todo intento de desestabilizar el poder de la dirigencia política y de la ocupación imperialista. Aún conserva, su cabeza vencida y sangrante, la corona que, como escarnio de sus pretensiones al bastón de mando, han tejido en espinas soldados de la represión. La confusa turba que lo acompañó en su entrada triunfal a Jerusalén en medio de hosannas, ha desaparecido. Los jefes inmediatos huyen a todo lo que dan sus piernas por caminos que, en derrota, los alejan de Jerusalén. El motín se ha frustrado.
Doble noche de fiesta para la ciudad: el regocijo de la Pascua con su abundante comida y libaciones y la alegría de haber superado la sedición.
Aunque en realidad no había mucho que temer. El pretendido heredero al trono, el así llamado descendiente de David, no parecía ser gran cosa. El puñado de capitanes que lo seguían no eran sino unos cuantos ridículos galileos. El único de cuidado parecía ser Judas, el Iscariote, ex-guerrillero zelote, avezado al puñal y a las emboscadas, quizá el más inteligente. Pero a éste lo habían sabido convencer de que su líder no valía nada y hasta le habían obligado a aceptar una donación "para ayudar a la gente pobre" -decía-. En realidad el mismo Judas había colaborado luego a terminar con el impostor.
Impostor o loco. Lo mismo da. Sí. Es verdad que estos rebeldes no parecían demasiado bien armados. En realidad hay que confesar que al grupo solo se le pudieron encontrar en total dos espadas. Y también que los discursos de su jefe eran más bien inofensivos y lo único notable que había hecho era convencer a la gente simple de que era capaz de realizar algunas curaciones y resolverles algunos problemas.
De toda maneras estas cosas mejor cortarlas de entrada. Se sabe como empiezan pero no como terminan. El populacho es capaz de soliviantarse con cualquier excusa y, loco o no, este farsante parecía capaz de fascinar al pueblo con su palabra. Por otra parte, si bien era necesario reconocer que no había llamado directamente a la revuelta, toda esa su prédica sobre que antes que nada estaba la obediencia a Dios y que Dios amaba incluso a los más pobres e ignorantes podía dar curiosas ideas de insubordinación a la autoridad, de libertad a las personas, de derecho a sentirse iguales a la gentuza.
No, estuvo bien, más vale prevenir que curar y nunca está de más un escarmiento para mantener a la gente apaciguada. Ahora pues ¡a comer el asado de cordero, a beber el rico vino de las copas de bendición!
El alivio se ha extendido por la clase dominante de la ciudad. El tesoro del templo está a salvo. También el de los banqueros y los comerciantes. Los políticos han asegurado sus puestos y prebendas. El principio de autoridad ha sido mantenido. El procurador romano ha quedado satisfecho con la lealtad del senado judío y de los partidos; podrá informar a Roma que pueden seguir sosteniendo los préstamos y continuar la inversión. Magnificando un poco el incidente el representante de Roma podrá ganarse unos puntos en la opinión de la cancillería y asegurarse un puesto futuro algo mejor que en el de esta estéril y zafia provincia palestina.
En la soledad más pavorosa, física y moral, el impostor, el loco, muere en una última y espantosa convulsión tetánica. Sus esfínteres aflojados y los coágulos de sangre que aún gotean atraen nubes de moscas que comienzan a posarse en las heridas. Se oyen aún los jadeos inhumanos de los dos malhechores colgados cerca de él.
Pero el espectáculo ya ha acabado. Es tarde y los pocos peregrinos rezagados que apresuradamente tratan de entrar en Jerusalén para la fiesta de Pascua antes de que se cierren las puertas, por el camino público al costado del cual se ejecuta a los delincuentes como edificante advertencia a los que llegan, en su premura apenas echan una mirada a los cuerpos horriblemente torturados y pasan de largo. Tampoco dedican una mirada a la mujer insignificante que a unos metros, de pie, sigue con la vista clavada en la cruz. El muchacho que hasta hace unos momentos la acompañaba la ha dejado también.
A lo lejos: las luces que comienzan a prenderse y las risas de la fiesta que está por empezar. Pero ya aquí todo es solamente horror, silencio, hediondez, oscuridad.
El lugar de los suplicios al costado del camino, era una pequeña elevación de terreno, apenas unos metros de altura, que por su forma redondeada se le llamaba pintorescamente 'cráneo', en latín 'calva' o 'calvaria', en arameo 'gólgota'. Venerado luego el lugar por los cristianos, el emperador Adriano lo profanó, construyendo encima una cueva en tierra acumulada, en donde colocó una estatua de Venus. Triunfante el cristianismo, en el siglo IV, Constantino sustituyó la construcción profanadora por un espléndido edificio sagrado, el 'Martirium anástasis', de 137 metros por cuarenta, que dejaba al descubierto el calvario, sobre el cual se enarboló una gran cruz de plata.
Desde entonces los cristianos hemos usado profusamente cruces de plata, de oro, artísticamente góticas o románicas, renacentistas o modernas, colgadas de nuestras paredes o pendiendo de nuestros cuellos. Alrededor del tema de la cruz lo mejor del arte humano ha labrado recamos de belleza, en música, en poesía, en pintura, en escultura. La cruz es una forma armoniosa, estética, matemática, geodésica; es rosa de los vientos, es clave de puntos cardinales, es el eje del arriba y del abajo, de la diestra y de la siniestra; es objeto de combinaciones de colores, de dorados y de barnices, de frescos y miniaturas; es materia distinta de calidades y de metales, de aleaciones y de mármoles, de troquelados y fundiciones, de bruñidos y niquelados; es objeto valioso de museos y de joyeros, de coleccionistas y anticuarios. Cruces inodoras y bellas, indoloras y amables. Inspiración en claves de do y de fa, de sopranos y de tenores, de arpegios de capillas Sixtinas y de gorgoritos de niños de Viena. Musa de elegías y baladas, sonetos y madrigales.
Nada que ver con el patíbulo infame en que la mujer contempla deshecho el cadáver irreconocible de su hijo.
Nada que ver con las verdaderas cruces que aparecen alguna vez en serio en nuestras vidas.
Porque mientras puedas ser crucificado artísticamente en cruz de plata y dos o tres lagrimones perfumados y con ánimo poético o místico sufras atléticamente inconvenientes o dolores y con una frase del evangelio filosóficamente te consueles, aún no habrás conocido la cruz.
La cruz en serio es la cruz desesperada, el cadáver del hijo definitivamente muerto, el horror sin adornos, sin alivio, el dolor sin sinfonías ni oratorios, el sufrimiento sucio, sórdido, sin barnices ni dorados.
¿Y la Resurrección? Ah, amigo, ¡la Resurrección..! Pero ¿no sabés acaso que la resurrección no es el consuelo inmediato a Marta y María de la resurrección de Lázaro? Porque precisamente la de Cristo no es lo mismo, no es volver a tomar a mi niño Jesús entre los brazos, no es comerlo a besos, no es volver otra vez a oírlo reír y cantar, ni mirarlo dormido y cansado y derretirme de ternura y amor por él. No. La Resurrección de Cristo es glorificación. Inaugura un nuevo tiempo, qué digo, una nueva tierra y un nuevo cielo más allá de toda nuestra experiencia humana, precisamente porque divinos. Es algo que mientras estamos en este mundo solo puede experimentarse en la fe. Las apariciones del Resucitado no son sino eso, apariciones, revelaciones momentáneas, asomos, desde una dimensión por ahora inaccesible, inefable, que solo devuelven esperanza pero no presencia tangible, consolante.
No cristianos, la resurrección de ninguna manera trivializa la terrible prueba de la cruz: ni la de la cruz de Cristo, ni la de nuestra propia cruz.
El espanto de los discípulos fugitivos no fue trivial. El dolor de María no tuvo consuelo.
No estaban preparados los discípulos para semejante prueba. Solo a partir del nuevo testamento que por supuesto los discípulos no tenían, el dolor y el sufrir adquieren un cierto sentido, difícil de entender, pero sentido al fin. Para los contemporáneos de Jesús el dolor no tenía ninguno, ni para los judíos ni para los paganos. La única explicación que hallaban era que siempre se trataba de una consecuencia de pecado, de normas violadas, o de tabúes no respetados. Por eso el que sufría casi ni siquiera era objeto de compasión, al contrario, su sufrir, su enfermedad era clara señal de que se trataba de una mala persona. Hasta eso tienen que vivir aterrados y desilusionados los discípulos: no solo la muerte afrentosa de su jefe, sino la prueba más palpable de su falsedad, porque no solamente lo ha rechazado Jerusalén, las autoridades, el pueblo: lo ha rechazado Dios. Y eso mismo siente Jesús en la derelicción aplastante de la cruz: el abandono de Dios.
Pero también allí hace Jesús su supremo acto de abandono en Dios. De obediencia total.
Y es posible que aquí encontremos entonces finalmente el sentido del absurdo humano de la cruz. Porque vean, en el presupuesto de que Dios quiera darnos su propia vida divina, transformarnos en él, hacernos partícipes de su felicidad sobre humana, hipercósmica, infinitamente distante de nuestras posibilidades, razonamientos y planes, Dios no tiene más remedio que, al elevarnos a sus propias posibilidades, razonamientos y planes , muchísimas veces contradecir los nuestros. Y la cruz, en el fondo, no es sino el absurdo aparente que para la conciencia humana de Jesús, para los planes y pensamientos de sus discípulos y para nuestros propios razonamientos y razonabilidades humanas, tiene la lucidez encandilante, el proyecto infinitamente inteligente del plan transformante de Dios . La cruz es la distancia sideral que existe entre nuestra razón humana, nuestras aspiraciones finitas, nuestros proyectos de criaturas, y la inmensa felicidad del Dios que no tiene más remedio que liquidar nuestros planes si quiere llevarnos a ella.
La cruz verdadera es la obediencia espantosa y tremenda a la Voluntad de un Dios que quiere darnos una felicidad que no entendemos, es el salto al abismo de nuestra distancia con El y que sufriremos sin consuelo y sin remedio hasta que no alcancemos la otra orilla divina, por más que sobre ese abismo Cristo, el primero, haya tendido el puente de su cruz.
Hoy nosotros sabemos que es un día de triunfo del Señor, y que el golpe de estado en realidad no ha fracasado, que verdaderamente Jesús ha sido coronado rey, la revolución ha vencido. Lo sabemos por la fe, lo veremos recién en su Reino. Pero ahora, hoy, solo tenemos su cuerpo obediente y torturado en cruz, su madre doliente y nuestros corazones huyendo, junto con los discípulos, de la cruz. No importa, el Señor y la Virgen están hoy librando en obediencia su batalla. Ellos por nosotros triunfarán. Y el día en que a nosotros nos toque obedecer, los días que puedan venir de absurdo y de dolor y de no entender, -y, si no los tenemos, al menos el día que vendrá de obediencia en nuestra muerte o en la de quienes amamos-, prometamos, intentemos, llevar la cruz con El. El, y Ella, nos acompañarán.