1991 - Ciclo B
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
"Lo mismo que en la flauta del Fauno hay conductos de diferente longitud, los seres están colocadas cada cual en un lugar diferente; y cada uno, en su sitio, produce el sonido que conviene a su posición pro-pia y al conjunto de los demás. La maldad tiene su sitio en la belleza del universo: lo que para el individuo es contrario a la naturaleza, es para el universo, conforme a la naturaleza " Así escribía hace mil setecientos años Plotino , el famoso pensador neoplatónico al principio del tratado segundo de su tercera Enéada.
Algo semejante exponía, catorce siglos después, el también famoso pensador judío Baruk Espinosa , que decía que el mal no era sino una especie de envés de un bien necesario al orden general del mundo: "En realidad -afirmaba- el bien y el mal no son otra cosa que modos de pensar o nociones que nos formamos porque comparamos las cosas entre si en vez de relacionarlas con el todo".
Y estas cosas ya las había sostenido Cleantes , de la escuela estoica, en Grecia, cuatro siglos antes de Cristo: " Lo que existe -decía- es siempre lo mejor. Todo está perfectamente ordenado dentro del conjunto general del mundo. El mal es aparente y solo existe en lo particular. Pero aún los que parecen males, son bienes integrados en la finalidad general del Cosmos. Nosotros no podemos comprender su utilidad, pero la comprende la Razón universal ." Algo parecido defendía Leibniz en el siglo XVIII: todo es bien .
Voltaire , a la noticia del espantoso terremoto de Lisboa de 1756, que arrasó con media población de la ciudad, recuerda a Leibniz y dice "La frase 'todo es bueno' no es sino un escarnio, una mofa, a los dolores de la vida".
Y ¿quién podrá decir que Voltaire no tenía razón? ¿Qué puede representar a mis penas, a mis dolores, a mis sufrires, este consuelo ecológico de que mi mal contribuye al bien del todo?
Problema grave el del mal, sobre todo para nosotros. Porque vean, el hombre primitivo acepta como naturales muchos de los males que hoy a nosotros nos escandalizan, como por ejemplo la muerte de un anciano. Lo llora sin duda, pero esa muerte no le plantea problemas, es el destino natural del hombre. Las muertes y dolores que se infligen los seres hu-manos mutuamente tampoco le plantean problemas teológicos. Solo el dolor imprevisto, el accidente, la enfermedad y la muerte temprana: eso si exige explicación. Y surge la respuesta, en la concepción animista de esos pueblos, de que tales calamidades obedecen a que el hombre ha vio-lado alguna norma, algún tabú, alguna regla de cortesía respecto a algún dios o demonio.
Pero la respuesta no paree ser solución: porque el hombre se da cuenta de que aún respetando cuidadosamente todas las normas o tabúes puede ser aquejado injustamente por el mal.
Buscando otra explicación muchas grandes metafísicas o religiones postulan entonces la existencia de dos principios contrapuestos origen del mundo: el del bien y la luz y el de las tinieblas y el mal, en lucha permanente, en dialéctica perpetua. El hombre vive en el medio de este combate, sufriendo azarosamente el tironearse de los dos contendientes.
Pero la pregunta se hace realmente acuciante cuando, en el ámbito de la revelación, el pueblo judío sostiene impertérritamente que no existe más que un solo Dios, trascendente al universo y creador de todas las cosas y a eso añade la afirmación de su bondad, omnipotencia y sabiduría. Y ¿entonces, el mal? Si Dios sabe y quiere evitarlo, puesto que el mal existe, no es todopoderoso. Si puede y quiere, es que no sabe cómo evitarlo. Si puede y sabe, al no evitarlo es que no quiere hacerlo ¿dónde está entonces su bondad?
Y allí los teólogos judíos se precipitan a defender a Dios, y para ello acusan al hombre . Es el hombre el que causa el mal, al no obedecer libremente las indicaciones bondadosas de Dios. El pone claramente al hombre frente al doble camino de su ley o de la desobediencia. Si el hombre sigue la senda de las saludables indicaciones divinas, todo le irá bien, vivirá largamente, será colmado de bendiciones, de hijos y de riquezas. Si elige el sendero de la soberbia y de la violación de las normas, encontrará fracaso, abismo, enfermedad, muerte temprana.
Este esquema simplista se proyecta en un cuento arquetípico, en el mito adámico, en el cual se grafica el drama o la tragedia de todo hombre que viene al mundo: u optar con su libre albedrío hacer lo que se le antoje y su razón le dicte para intentar obtener felicidad, o aceptar la sabiduría y la salud que le ofrece Dios. La primera opción es lo que aparta al hombre de la felicidad, del 'shalom', del paraíso: la que trae aparejado al mal.
Pero el sabio hebreo que compone el relato sabe bien que el hombre muy difícilmente peque prometeicamente, lúcidamente. Sabe que la mayoría de los pecados son errores, debilidades, extravíos, y que los males que provocan, que el dolor de la humanidad en general, son excesivos para ser explicados solo por el pobre pecado humano.
Pero, entonces, si Dios de ningún modo es culpable y el hombre, en realidad, lo es en tan mezquina medida ¿a quien culpar? El autor tiene primero la tentación de culpar a la mujer, la parte más débil de lo humano, según los antiguos, y de hecho ella , en el mito griego de Pandora, es la introductora de las calamidades en el mundo.
Pero esto no sería propio del mensaje hebreo de igualdad entre el hombre y la mujer. Allí queda sin embargo Eva como siendo la primera tentada. Restos de machismo. En cambio se introduce la figura misteriosa, polisémica, ambigua, de la serpiente, que, mucho más tarde, algunos lectores del relato trataron de identificar con esa otra figura del demonio.
El relato permanece poco claro, insinuante, pero irreductible a conceptos claros y distintos. ¿De dónde sale esa serpiente?
De todos modos la culpabilidad del hombre queda atenuada. El mito refleja admirablemente en la figura de la serpiente esa conciencia con-fusa que todos tenemos de que el mal existe antes que nosotros, antes que nuestras opciones libres y que, aún pecando, no somos totalmente nosotros quienes lo hacemos, en una división vital entre el bien que deseamos y el mal que no queremos hacer y empero realizamos. Ese mal que va más allá incluso de nuestras intenciones, como la mano del piloto que aprieta la palanca haciendo caer la bomba que provocará tragedias que si una a una él tuviera que decidir de cerca jamás la movería.
Sí: ¿quien que haya vivido unos años no sabe de males tremendos desencadenados en su vida por un simple error, por una pequeña flaqueza, por una minúscula agachada? ¡qué desesperación no poder volver atrás para cambiar, apenas un ligero ángulo, aquella decisión casi impremeditada que después cambió totalmente mi vida!
No: el recurso a responsabilizar totalmente al hombre de los males ni siquiera tuvo mucho futuro en la Sagrada Escritura. El gran planteo del mal en la Biblia se da en el libro de Job, el justo y bueno, que de pronto es sumergido en un mar de desgracias.
Los que lo van a visitar intentan sostener las respuestas tradicionales: algún pecado habrá cometido, algún error. Pero Job está totalmente convencido de su inocencia o al menos de la inconmensurabilidad de sus males respecto de sus responsabilidades. El misterio del sufrimiento queda incomprendido, injustificado. Aún así Job, que no duda de la omnipotencia de Dios ni de su bondad ni de su ciencia, termina por remitirse a un poder, sabiduría y bondad de tal índole y alucinante dimensión que de ninguna manera puede caber en la medida creada de la comprensión del hombre. Solo resta callar y aceptar. "Marcha hacia donde no sabes; mira hacia donde nada veas; trata de escuchar donde nada resuena ni se oye y estarás donde Dios habla" escribía un autor alemán, Angelus Silesius. De todos modos el final feliz que se introduce en el relato de Job define una fe contra toda esperanza que mantienen inconmovible los autores bíblicos.
Aún así, ¡qué revoltura, qué desazón tremenda, qué sacudida a nuestra fe en el Dios bueno que nos presenta la Revelación, la Iglesia, resulta el sufrimiento del inocente! En realidad de cualquier sufrimiento. ¡Aún en la hipótesis de un destino eterno que recompensará con creces todos los males, de un cielo que dará final coherencia al conjunto, de una construcción terminada que dejará atrás las imperfecciones de la edificación en marcha, de las paredes que faltan, de los techos que aún no cobijan, de las canillas que todavía no dan agua!
Iván no quiere aceptar ese precio: " La entrada es demasiado cara para nosotros. Prefiero devolver mi billete de entrada ... -dice Iván, en "Los hermanos Karamasov" de Dostoiewsky- ... No me niego a admitir a Dios, pero muy respetuosamente le devuelvo mi billete. "Y Alejo Karamasov, el hermano, le contesta: "Eso es rebeldía". ¿Acaso pertenece a nosotros, sacados de la nada por la Bondad divina, fijar las condiciones de un viaje cuyo término es "lo que ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman (I Cor 2,9)"?
" No, no soy rebelde -replica Iván-. Imagínate que los destinos de la humanidad estuvieran en tus manos, y que para hacer definitivamente felices a las gentes, para procurarles finalmente la paz y la tranquilidad, fuera indispensable torturar a uno solo, a un niño que se golpea el pecho con su pequeño puño, y pudieras edificar sobre sus lágrimas la felicidad futura. ¿Consentirías, bajo estas condiciones, edificar semejante felicidad? ¡Responde sin mentir ! " " No, yo no consentiría " -contestó Alejo-.
De todos modos, no es que el tema no tenga algún tipo de respuesta teórica: los teólogos han tejido infinitas disquisiciones sobre el problema del mal, recurriendo al pecado, a la finitud humana, a la necesidad del abandono de lo humano para alcanzar a lo divino, a la desproporción del mal finito comparado con el bien mayúsculo que mediante su permisión Dios es capaz de obtener, todo está allí, escrito en eruditos libros, para quien quiera entenderlo o al menos intentar comprenderlo...
Pero ¿quien irá con una teoría, qué palabra de consuelo razonable podrá prestarse, a aquel que está sufriendo y cuando está sufriendo dolores de cuerpo o de alma, a la madre que pena la pena del hijo, a los ojos que meditan ausencias, a los oídos que reviven idos recuerdos, a los mutilados de miembros o de libertades, a los niños sin techo, a los padres del mogólico, a los disminuidos por el hambre, la enfermedad o la guerra...? Si: ¿qué hacer con el niño que sufre y que aún ni siquiera es capaz de escuchar mi explicación inteligente de su sufrir? ¿qué hacer con el sufrir desolado del que le arrancaron al ser querido de las entrañas de su vida? ¿qué hacer con el sufrimiento del ignorante o del que pertenecer al grupo de los que siempre llegan tarde o de los subproletarios de la mediocridad? ¿qué hacer con el pecado o con su miseria? ¿qué hacer, peor, con la miseria de tantos que ni siquiera se dan cuenta de que son miserables?
Dios sabe que allí no sirvió ninguna explicación, ninguna palabra.
Pero Dios sabe también cuánto nos valió, -más allá de explicarnos cualquier cosa imposible de entender en medio del sufrir-, la compañía de mi hermano hombre , de él o la que padeció conmigo, compadeció mi dolor, del que estuvo a mi lado y quizá no dijo nada, y más bien me escuchó y me acogió. Esa comunión humana que me sostuvo y que hizo inútiles las palabras o quizá donde, allí recién, en esa comunión, las palabras fueron capaces de adquirir sentido.
Se podrá decir cualquier cosa de Dios, podremos blasfemar contra El frente al dolor, romper nuestro carnet de creyentes, negarnos a pagarle la cuota de nuestra fe, de nuestra oración y de nuestra misa, decirle en la cara que no existe, podremos vociferarle que no nos convencen para nada los estúpidos argumentos de sus teólogos, maldecirle por no haber sabido o no podido o no querido evitarnos el sufrimiento... Lo único que no podremos reprocharle es que no haya estado a nuestro lado en el dolor.
Cristo en cruz es el dolor de Dios acompañándonos en nuestro dolor.
Pero quizá vos crees simplemente que, recién leída a tres voces, has escuchado la historia de alguien que vivó hace dos mil años y en pro de la justicia y de la reforma de los hombres y de su reconciliación con Dios, sufrió el altamente espantoso suplicio persa de la cruz: ¡dolor de carne martirizada pendiendo de los garfios de la cruz! ¡pobre hombre joven torturado injustamente en tremendo penar! ¡Salvaje crueldad de los antiguos! ¡doloroso final!
¡Si fuera solo eso! No: es infinitamente peor. Porque no está muriendo un hombre: está muriendo Dios. El ser humano de Cristo se sostiene en su existir en el movimiento eterno por el cual el Verbo se engendra en la voluntad del Padre y en la entrega del Espíritu Santo. Y en el momento de aceptar por los demás, y por obediencia al Padre, el abandono total de si, la conciencia humana del Señor se potencia hasta la percepción de los horizontes de todos los tiempos, de todas las distancias, de todas las dimensiones, en su detalles más minúsculos, en sus abismos más profundos. En percepción plena, detenida en un más allá del tiempo contemporáneo a toda la historia, en la cesura de lo temporal y de lo eterno, allí, reverberando en el cerebro de todos los hombres, la mente y el corazón de Cristo, en la ciencia y el amor que Dios le presta, se precipita a los dolores, pecados, horrores, pesares, alaridos y cloacas de toda la humanidad: Jesús desciende a los infiernos .
Sus heridas se abren a las heridas de todos los hombres, su desamparo al de todos los desamparos, su soledad a la de todas las soledades, su incomprensión de la voluntad de Dios a todas las incomprensiones. Desde el dolor imaginario que turba nuestros días, desde la pena del examen mal dado o del noviazgo roto, hasta el dolor del mal incurable, del hijo muerto, del hogar destrozado, de la injusticia padecida, de la fetidez del pecado y su condena: todo lanza sus llamas y aullidos de infierno en el corazón de Cristo.
Pálida imagen de todo el padecer de la creación sufriendo dolores de parto es el simple madero de la cruz: la angustia de un hombre conteniendo las angustias de todos los hombres, trasuntando la infinita angustia de Dios por nuestros lacinantes pesares. (Casi más elocuente imagen es la de la madre compadeciendo en plena lucidez la cruz del hijo. Más está ella clavada en la madera que el propio Jesús.)
Sí: Dios hoy, Viernes Santo, no quiere explicarte nada, viene a recordarte su sufrir constante al lado tuyo desde la cruz. El está con vos. Especialmente si sufrís o cuando sufras: El y Ella allí estarán.
¡Despierta!, tú, levanta hoy tu compasión, con Cristo, también a los sufrimientos de tus hermanos los hombres. Con Cristo en cruz, pensá en todos los que al lado o lejos tuyo padecen cualquier dolor. ¡Basta de indiferencia!, estate junto a ellos en compasión. Juntemos nuestra plegaria, nuestra incomprensión por la injusticia y el mal, nuestro rechazo, al de Jesús, compadezcamos con El, luchemos con El.
Besemos, en los pies bañados en sangre de Jesús, el dolor de todos nuestros hermanos. Besemos también en esos benditos y lacerados pies el dolor de Dios.