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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1992 - Ciclo C

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN

Algo todavía puede, tiene, que pasar. Estoy soñando. Es una pesadilla espantosa: de pronto despertaré. ¡Dios de nuestros padres, Dios mío! No prolongues más esta tortura. Ya es suficiente; ya es demasia-do. Ya está bien: me lo han golpeado, se han burlado de él, lo han empujado, escupido, zamarreado, mofado, azotado, ¡oh esa pobre espalda destrozada! ¡ese terrible leño que apenas puede arrastrar..! ¿Porqué lo empujan todavía? ¿Adónde lo quieren llevar? ¡Basta, Señor, basta! Que esto termine de una vez. Por favor. Devuélvemelo. Aunque sea así; aunque ya en su rostro amoratado y su cuerpo torturado nunca más pueda volver a ser lo que fué. Aunque se quede ya para siempre con esa cara de angustia y de estupor; con esa mirada perdida. Aunque me lo devuel-van destruído; nunca más el de antes: ¡devuélvanmelo! Lo mismo lo quiero así. Aunque tenga que llevármelo hasta Nazareth apoyado pesadamente en mi. Aunque volviendo nos señalen con el dedo y se rían de mi. Aunque ya nadie lo siga, ni lo vive, ni lo respete y, cuando vaya a la fuente a buscar agua, las mujeres cuchicheen de mi... No importa Señor, ¡devuélvemelo!, no dejes que esos hombres malos le hagan más su-frir. Ya está bien; ¿qué daño ya les puede hacer?, ¿porqué no lo dejan y me lo dan?, ¿porque no puedo acercarme y secarle la frente con mi pañuelo, limpiarle sus heridas con mis besos, mojarle los labios sedientos, acunarlo en mis brazos? Si ya no es nada; si me lo han destrozado; si ya nadie le quiere; ¿para qué quieren matarlo? ¿no cierto que no lo harán?, ¡devuélvemelo mi Dios! ¿No es verdad que, en cualquier momento, oiré llegar al galope un mensajero de Pilato con la orden del indulto? Dios, si: tu lo puedes hacer. No te pido un milagro, no te pido que mandes ángeles, solo una gota de compasión en el corazón del gobernador, solo un poco de fuerza en los cascos del caballo del emisario para que llegue pronto. Todavía es tiempo Señor. Devuélvemelo.

Esos caballos, que hace mucho tiempo me asustaron tanto, ahora serían música a mis oídos. Si: cuando José nos sacó, en medio de la noche, de casa y, con las pocas cosas que pude juntar, nos cargó en el burro y, apremiadamente, nos sacó de la ciudad. ¡Cómo nos apartaba presuroso del camino cuando oía acercarse caballos! Su cara crispada de hombre joven, -amado José, porqué no estás hoy junto a mi-, sosteniendo las riendas y apretando el morro del borrico para que no hiciera ruido. Y yo, sosteniendo a mi bebe contra mi corazón, mientras quería mover los bracitos y con sus ojazos negros me miraba con ganas de reír y yo, temblando de que lo hiciera, lo acariciaba y acariciaba... Si ¿porqué buscaban a mi bebe esos hombres terribles, de cascos y de espadas, que galopaban por los caminos con sus capas negras al viento..? Y José me explicaba, una y otra vez, que querían matar a mi niño por orden del Rey. Y yo no lo podía creer, ¡a mi pequeño, mi ado-rado, mi risueño bebe! Pero José estaba tan preocupado que, ocultos detrás de los setos, me apretaba el brazo hasta hacerme doler. Recién muchos años después, a la vuelta a Nazareth, el dolor de esas pobres madres a quienes habían matado a sus hijos me hizo dar cuenta del peligro que mi Jesús corrió.

Mil pensamientos y recuerdos despiertan y se agitan en la mente de María aguijada por el terrible dolor.

Oh ese viejo con cara de bueno, que le había dicho tantas cosas lindas, pero que, después, le clavó esa frase horrible que, en los años que siguieron, muchas noches no la había dejado dormir. Cómo hubiera querido no escucharla. Oh cómo a veces estaba tentada de detestar al anciano Simeón: "una espada atravesará tu corazón".

¿Y no había sido suficiente espada esa huida a Egipto, lejos de casa, la tierra extraña, la gente desconfiando de esos extranjeros judíos que éramos nosotros? ¿No había sido suficiente espada esa fiebre y esa tos que lo tuvieron al niño un mes agitándose en la cuna y que el rabino había asegurado gravemente que era enfermedad mortal? ¿No había sido una espada también cuando llegó con la mano llena de sangre y el terrible clavo que lo había herido jugando en la carpintería de José? ¿Y cuando confiado a los parientes tuvieron que buscarlo, per-dido en esta ahora odiosa, inmensa, ciudad de Jerusalén? ¿Y cuando murió José y quedó sola con él? Pobre, apenas un chico, y me tomaba de la mano y me decía con su carita seria, que quería disimular las lágrimas, "no te preocupes, mamá, ahora trabajaré yo, nada te faltará".

Oh, ¡cuando tuvo que decirme, mirándome a los ojos, con esa mirada que siempre parecía mirar más allá de las cosas, pero que ahora se metía totalmente en mi, cuando tuvo que decirme que se iba, que debía obedecer su llamado interior..! ¡Cómo me quedé mirando toda la tarde el recodo del camino por donde había desaparecido, y cómo lo miraba todas las mañanas esperándolo volver aparecer!

Como un ensueño lejano y confuso casi ya me había olvidado del anuncio del Angel. O me quería olvidar. En mis sueños tontos se habían cruzado pensamiento de mi Jesús casado, de una nuera que me ayudara, de nietos jugando y corriendo por el jardín...

María soledad.

Sola, entre los chiquillos ajenos que reían, las parejas que se casaban, las semillas que los hombres plantaban y, en las cosechas, las mujeres recogían. Sola María. Sola con tu soledad.

Y las noticias que te llegaban muy de vez en cuando: que Jesús reunía multitudes inmensas, que todo el mundo lo adoraba, que todos lo seguían.

Pero tu María, sola en casa, no te engañabas, algo presentías, el viejo Simeón te lo susurraba en sueños una y otra vez, "una espada te atravesará el corazón".

Y aquella mañana que te despertaste más temprano que nunca, con esa opresión en el pecho, como si lo esperaras, como si supieras... Cuando en el recodo del camino apareció por fin, jadeando, el mensajero, ya sabías casi lo que te iba a decir.

Y desalada partiste hacia Jerusalén.

Llegaste a la ciudad. Algunas amigas, Juan, te recibieron. "Lo tienen adentro no se sabe que pasa con él. Nadie de los nuestros ha podido entrar." Está en lo de Herodes. Ahora en lo de Pilato. En lo de Anás. En lo de Caifás.

¡Cómo ibas María, como loca, de un lado al otro de la ciudad! Tu pobre bebé. "Oh ¡que no le hagan nada Señor!"

"¡En lo de Pilato, en lo de Pilato!" Y allí fuiste también.

La multitud rugiente, soez, juntada por los sacerdotes y los fariseos en las tabernas, en los barrios bajos de la ciudad, entre los amigos de Barrabás. Y allá arriba, en el balcón del blanco palacio, el gobernador. ¡Que no le hayan hecho nada! ¡que no le hayan hecho nada, Señor! Oh gobernador bueno, no le has hecho nada ¿verdad?, ¿no es cierto que está bien? Es claro, noble caballero romano, ¿cómo no vas a ver la maldad de los que persiguen a Jesús? Es claro que te has dado cuenta de la bondad de mi pobrecito, querido Jesús...

Y, de pronto: todo se derrumbó en tu corazón; porque por fin lo viste aparecer. "¡Aquí tenéis al hombre!" dijo el gobernador. Y tu niño apareció.

Llora, María; que las lágrimas no te dejen ver. Ya no parece tu hijo, tu bebe: disfrazado con ese manto rojo olvidado por un invitado borracho en un banquete de Pilato, con esa grotesca y dolorosa corona en la cabeza, sangrando a chorros su cuerpo desgarrado por el látigo de puntas de plomo, los ojos casi cerrados por la tumefacción de los golpes recibidos...

"Aquí tenéis al hombre".

¿Cómo te atreves, desalmado romano, a burlarte así de un corazón de madre, ...aunque no te des cuenta de ello?

María Dolores. María de las Angustias. María Soledad.

Y ahora Jesús cae otra vez. El látigo del guardia restalla nueva-mente sobre su espalda vencida. Se levanta como puede, se aferra al leño, ya no sabe donde va. Su mente es una terrible oscuridad. Confusión. Pero ¿qué quiere Dios de mi? Hice todo lo que tenía que hacer. Dije todo lo que tenía que decir. Y por supuesto, Padre, había aceptado morir. Pero. ¿Así? Ya sabía que no me iban a reconocer como rey; ¿pero no iba acaso a morir como un profeta? ¿y acaso los profetas no mueren en Jerusalén, y apedreados por judíos? ¿Porqué me sacan de Je-rusalén? ¿porqué me llevan al lugar donde se ajusticia a los criminales? ¿porqué la sórdida cruz en vez de la limpia piedra? ¿porqué sayones paganos y no piadosas manos de hermanos judíos; a pesar de todo hermanos?

Y la desolación vacía de sentido de Jesús le pesa más que la cruz. Y no son los clavos que se entrechocan en el zurrón del verdugo lo que le angustian, sino el tremendo no entender nada de esa muerte afrentosa, infamante, indigna, escuálida, que ni siquiera vestido, en la humillación suprema de la desnudez, habrá de enfrentar.

Pero no va a renegar ahora de la voluntad del Padre. Todo su ser humano clamará el abandono, aullará la sensación de desamparo total, de pacto no cumplido. Pero, desde el centro mismo de su ser, allí donde los límites de las tinieblas parecen anunciar ya una sobrecogedora luz, sigue elevándose al Padre el supremo acto de entrega, el hágase tu voluntad de Jesús.

Es en ese límite, en esa aceptación final, desde la pura nada de su ser de hombre despojado, aniquilado, donde Dios lo habrá de re-crear: allí donde el puro aceptar del querer del Padre y del darse a los demás, coincide con la posición del Verbo en el seno de la santí-sima Trinidad: pura recepción del don del Padre y, con él, dándose los dos al Espíritu de santidad.

Cuando en ese acto de entrega suprema, la conciencia humana de Jesús entre en consonancia perfecta con la del Verbo, allí, lo humano de Cristo se transformará, y será la Resurrección, la Glorificación.

Pero ahora tiene que acceder a ese puesto de recreación, a esa nada hecha de dolor, de pecado, de distancia de Dios, de desolación, de infierno, que es la cruz. Ahora habrá de seguir subiendo hacia el Gólgota.

Y, allí, no vivirá su solo propio dolor, porque, en ese momento límite, hecho a la vez de tiempo y de eternidad, en donde la concien-cia humana de Cristo empieza a ser ampliada con la conciencia del Verbo, allí, se arrojarán como buitres hambrientos, como vampiros sedientos, como leones rugientes, como ratas furiosas, como escorpiones punzantes, todas las desdichas, todos los dolores, todas las angus­tias, congojas, abandonos y lágrimas de la humanidad: desde la humilde pena del examen no aprobado o del novio perdido, hasta los terribles sufrires de las guerras, de los hospitales, del impotente dolor de la tortura, del ser querido que sufre o que murió; desde la pequeña frus­tración del talento no desarrollado y de la oportunidad perdida, hasta el horror asqueante del pecado que nos alejó de Dios y quizá para siempre nos malogró.

Todas tus agonías, todas tus heridas, todas tus lágrimas, todos tus pecados, están hoy y siempre clavados, mientras dure la historia de este mundo, en la carne lacerada de Jesús.

No: Ya el mensajero no llegará con el indulto. Lo que llegó es el final. Hasta último momento esperó. Ahora, María ya no espera más.

María Soledad. María de las Angustias. María del Dolor.

Ya el martillo del verdugo anunció el fin de la función. Ya es-tás, María, clavada en la cruz. No importa que los demás te vean allí abajo, de pié. Estás tú, clavada en la cruz. Y ya nadie te consolará.

María Desconsuelo. María Pesar.

Tu también te asomas en tu hijo al abismo de todo dolor. También tu un día te reconocerás para siempre madre del Verbo, madre de Dios. Y ya ahora en este horror que te hace estar clavada a esa madera si-niestra, se va abriendo en tu alma la aterradora gracia plena de la anunciación. Ahora si, en el páramo virgen y estéril de tu alma ani-quilada, empiezas a sentir como madre de Dios. Ahora si, en el vacío supremo de tu hijo moribundo, se hace espacio inmenso para que seas también nuestra madre. Ahora si, en la enorme vasija de tu corazón destrozado y sin confines, pueden cobijarse todos los dolores de la humanidad.

En tu corazón crucificado desmayan cada uno de los dolores de las madres que lloran a sus hijos: madres de soldados, madres de enfermos, madres de disminuidos, madres de fracasados... Todas las madres -y como la mujer siempre sufre de algún modo con amor de madre-, todas las mujeres, en esta historia inmisericorde de varones, vuelcan una a una sus desdichas en tu corazón clavado hasta el fin de los tiempos en la cruz. Todos los sufrires de varones -varones hijos, varones maridos, varones padres- se agrandan redolientes en tu corazón de María mujer.

Viandante que pasas por el camino, no dejes de pararte un momento frente a la cruz. Un hombre y una mujer están clavados en ella. Es tu Dios, y es la madre de Dios. Aunque no lo sepas, ellos están allí por ti. Tu puedes, -si quieres, si no pecas más-, aliviar un algo su s u frir. Tu puedes, -si quieres, si amas-, ayudarlos a hacer más ligera su cruz.

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