1993 - Ciclo A
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
Tan solo. El Señor. Está tan solo. Y yo apenas puedo mirarle de lejos, ¡tan pequeño, tan abandonado! En ese patio enorme y brillante de piedras blancas y de luz, reverberando al sol que nace imponente esta mañana del día 14 del mes de Nisán.
Y ¿qué puedo hacer yo, detrás de la multitud, trepado a una columna, viéndolo disminuido en la distancia, sucio de barro y de sangre, mofado por la multitud, agobiado de cansancio y de golpizas?
De este lado, el gentío inmenso, desbordando el patio, y chorreando hacia afuera humanidad, por las puertas del palacio. Al extremo, protegidos por la guardia del templo, los sumos sacerdotes, coronados de mitras y pedrerías; y, deslizándose por medio de la gente, los fariseos, pendiendo de sus frentes las cajitas con las palabras sagradas, y los saduceos, de ademanes resbaladizos, sugiriendo reclamos y nombres y atizando iras y vociferaciones.
Justo frente al reverbero de sol, las lucientes armaduras de los romanos, las chispas del filo de su picas, las llamas de las varas y de la segur de los lictores, el blanco de la toga pretexta, franjada de púrpura, de Pilato.
Y en el medio, ¡que solo, que pequeño, que pálido e insignificante! el Señor.
Y sí que fue Señor.
Todo su porte emanaba esa nobleza de añeja prosapia que no necesita poses ni desplantes para despertar respeto, para suscitar admiración.
Y a pesar de que inexplicablemente, a mi, que apenas podía discutir dos palabras con mi mujer y que cuando niño lograba exasperar al viejo rabino tratando de aprender dos letras, a pesar de que el Señor inexplicablemente -digo- me llamó a su lado para darme su confianza y su amistad, jamás cesé de tenerle esa reverencia que ninguna familiaridad podía conmover. Aún cuando él mismo tantas veces nos servía en cosas cotidianas, y compartimos tanto juntos, aún cuando fue -es, oh Dios mío allí tan solo- aún cuando es mi amigo, nunca dejé, dejamos, de decirle Señor, ese "Señor" que su señorío robaba espontáneamente a nuestros labios.
Y cuanto más lo conocíamos, más Señor era.
Y no porque en cuanto aparecía y miraba a la gente con esos ojos tiernos y a la vez de acero, todos enmudecían. No porque su voz rasgara el aire con imperio de viento y suavidad de brisa. No porque lo miramos, sereno, imponerse al mar y llamar a los peces a nuestras redes. No porque vimos al centurión romano pedirle humildemente por su criado, y a los doctores confundidos por su palabra, y las multitudes saliendo anhelantes a su encuentro, y poblando caseríos y desiertos de esperanza y entusiasmo. No porque hayamos visto huir, frente a su ceño, enfermedades y locuras, desvaríos y debilidades. Sino porque, poco a poco, todos notamos que se había hecho naturalmente Señor de nuestros pechos, de nuestros brazos, de nuestro afecto.
A nadie se le ocurría preguntar porqué, ni siquiera sabíamos a donde nos llevaba, pero ni un momento se nos ocurrió no seguirlo, no ir con él a donde quisiera. Y tan de él éramos, que parecía que a nosotros mismos se nos pegara su nobleza. También a nosotros alguna vez llegaron a llamarnos "Señores".
A mi, "Señor", yo que antes tenía que esperar largas horas en la puerta trasera del palacio de Tiberíades, en medio de panaderos, de labriegos, de proveedores, para que el mayordomo despreciara mis mejores pescados y, si tenía suerte, me arrojara por ellos al suelo unas monedas del tetrarca.
¡Cómo nos engañábamos Señor, -¿todavía eres Señor?- cuando el pueblo nos seguía, y nos rodeaba! Y tu les enseñabas, y les curabas y, al caer de la tarde, venían con sus pequeñas ofrendas, con sus panes de cebada, con sus aves, con lo mejor de sus pobres despensas para saciar nuestra hambre. Y nosotros, ¡"Señores"!, las aceptábamos en nombre del Maestro. ¡Cómo nos engañábamos del aplauso de la gente, del aprobar de las multitudes!
Cómo nos embaucamos a nosotros mismos... ¡que allí, al lado tuyo, en la seguridad de tu gesto, en la fortaleza de tu mirada, en la adhesión del pueblo, nos creíamos capaces de cualquier cosa, de cualquier empresa, de cualquier batalla..!
Y al menos yo desenvainé la espada; yo, que le había asegurado daría la vida por él, si: saqué la espada...
Era un puñado de guardias, todavía allí parecía posible resistir: la noche nos cegaba...
Y aún tuve el valor de seguirlo con Juan al patio de Anás. Pero no soy hombre de palacios. Y ya entonces todos mis sueños se derrumbaban: los que en el campo, en las aldeas, parecíamos tantos, ya no éramos nada. Ni un conocido, ni un gesto amable, ni una mirada comprensiva. ¿Qué hacía yo en medio de esa gente de ciudad, de esos empleados, criados y soldados de funcionarios y de ricos, que hablaban de política y de fiestas, de chismes del ambiente y de novedades...?
¡Qué solo me sentía, solo, como solo está ahora El!
Claro que lo negué, ¿acaso iba a discutir con ellos, me iba a hacer entender? ¿qué les podía interesar lo que yo pensara de Jesús?
Y cuando el Señor salió y me miró, con esa mirada que aún era de jefe, pero que se anegaba en pena y tristeza, yo lloré. Y más lloraba porque sabía que en la misma situación volvería a negarlo, y porque me daba lástima él, y porque en el fondo sabía que no valía la pena ya enfrentar a la gente y hubiera sido tonto decir que había sido de los suyos, ¡si ya estaba vencido, si ya no era nadie, si todos habíamos estado engañados, exaltados, místicos, y la realidad era que en el fondo a nadie le importaba nada de nosotros ni de Jesús!
Otros son los importantes, los verdaderos señores: allí, el procurador, el poder de Roma, los banqueros, los miembros del sanedrín, del senado, las cortesanas de moda que ahora se asoman desde los pórticos del palacio para riendo mirar el suplicio de Jesús...
No, el sueño se acabó. La realidad no es así. Está bien el ser buenos, trabajar. Pero ¿para qué tratar de ser héroes, de ser "Señor"? Volveré a mi barca, a mi casa de Cafarnaún... El mundo siempre será igual. Los poderosos dominarán, harán las leyes, tendrán jueces que los defenderán, los demás como puedan sobrevivirán, siempre hay en la vida algo que disfrutar... Y no quiero saber nada si hay alguien que sufre, ni lo que le pasa a mi vecino, ni el dolor del pobre, ni del solo, ni de la enfermedad...
¿Para qué luchar contra algo que no se puede cambiar? ¿Para qué enfrentarse con todos, para terminar como él?
La figura, encogida de dolor, salpica sangre al caer sibilante de las trallas hendidas y sutiles que desgajan la carne en hebras.
Del Pretorio a la planicie se vuelca el croar inhumano de la chusma. Hierve el patio de saña, como tierra agusanada.
Dieron cetro, corona y manto a Jesús. Corona tejida con aro recio de juncos; del borde, combándose y saledizas, las zarzas erizadas de espolones de púas.
Sobre la espalda, descarnada en latido de granas, y los músculos, descuajados en goteos escarlata, cae el manto real. El cetro de caña se afinca en la cuerda que muerde su muñeca amoratada
Pedro no puede más y, soltándose de la columna, se abre paso entre el gentío y corre a refugiarse en la casa de la cena de ayer. Santiago, temblando, ya está allí.
Anochece.
El ocaso se puebla de risas y canciones. El templo se enciende de luces de teas y candelabros lucientes. Los sacerdotes visten sus paramentos festivos. Los salmistas afinan sus cítaras y preparan sus cantos. Herodes, en su palacio, ha decidido pedir otra vez a su hijastra, Salomé, que baile para él. Pilato, con su cara recién afeitada y, sus piernas de caballero romano depiladas, vuelve a lavarse las manos y, con sus invitados, hace el primer brindis de la noche.
A pesar de la bulla y de los cánticos, el viento sopla frío y cortante, como un gemido gélido, fantasmal, entre las piedras y los mármoles de Jerusalén.
Por fin, ya de noche, bien de noche, oscura, triste, caliginosa noche, ha llegado Juan, y con él, ha traído a la Mujer.
Solos: Pedro, Santiago y Juan, y, demudada de dolor, pero fuerte como la quiso Jesús, María, la mujer.
Aún sobre la mesa hay reluciente pan que sobró de ayer.
María, de pie, lo toma, y se los da.
La noche comienza, tenuemente, a encenderse en claridad.