1996 - Ciclo A
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
Cuando estemos en el cielo, ¿cómo recordaremos nuestros momentos de angustia en este mundo, nuestras penas, nuestros sufrires, enfermedades, dolores...? ¿Entenderemos que todo eso era pasaje obligado, circunstancia, de la cual ni siquiera Dios en su bondad podía eximirnos, para alcanzar la felicidad...? ¿Viviremos esa afirmación tan tajante de Pablo "los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros" (Rm 8, 18) o "nuestra angustia que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida" (I Cr 4, 17)? ¿Será como esos momentos de tribulación antes de los exámenes que luego de aprobados caen en el olvido, o esos esfuerzos que tanto nos costaron pero que prepararon nuestra actual holgura...?
Quizá, pero mientras tanto, ¡qué real, que pungente, que lacerante es el sufrir; y qué lejos parece el cielo de nosotros!
En todo caso es evidente que Juan, del cual hemos leído recién el relato de la Pasión, no escribe desde el horror de lo ocurrido a la pobre y destrozada humanidad de Jesús, sino desde la perspectiva de la Resurrección y del Señorío del Cristo Resucitado. Los detalles peores han sido limados, Jesús se mueve desde la majestad de su ser divino, los guardias que van a apresarlo caen a su vista, en todo instante conserva la serenidad, domina totalmente la situación, habla con autoridad a Anás y al pequeño déspota romano. Es el Rey que, con soberana majestad, en el fondo todo lo maneja; y así es enterrado, como Rey, embalsamado con treinta kilos -nada menos- de mirra y áloe...
Juan redibuja el relato de la Pasión muchos años después de lo sucedido desde el ángulo de la realidad divina del Señor y la teología profunda del significado de la cruz. No pretende ya ser un relato periodístico de los hechos y sobre todo de las palabras pronunciadas, sino el desentrañamiento verídico del sentido que, en la mente divina de Cristo, la del Verbo, tuvieron los acontecimientos de la pasión.
Quizá más cerca de nosotros, de nuestra condición humana, de nuestro transitar aún en este valle de lágrimas, sean los relatos de Marcos, de Mateo y aún de Lucas. Allí resuena todavía el horror de los momentos vividos, la exclamación desolada de Jesús en su " Dios mío, Dios mío porqué me has abandonado ", la huida despavorida de los discípulos, la soledad de Jesús en medio de la turba, de la brutalidad de la soldadesca, del desprecio del romano, del odio y la falsía de los dirigentes judíos, el corazón estrujado y desolado de la madre...
Lóbregas épocas en que la vida del hombre no valía un ardite frente a la despótica actitud de los fuertes y los poderosos; en que la tortura era mirada con indiferencia; y hacía de espectáculo a las masas embrutecidas la lucha a muerte de los gladiadores o el ser devorados, de esclavos y vencidos, por las fieras...
Un pequeño grupo que tenía el poder y la riqueza; el resto, enorme masa de miserables, de carne de cañón, de objetos de trueque, animales de trabajo...
Y no pensemos solo en los despotismos orientales, en las sociedades de castas, sino en nuestros antecesores griegos y romanos, con sus leyes y libertades solo para las exiguas minorías de varones libres, servidos por las mujeres, los esclavos y los sometidos.
Estamos tan habituados a concebir -al menos idealmente- a nuestra sociedad asentada sobre las leyes de Dios y los derechos individuales, que olvidamos que todo ello es fruto de la revolución cristiana, de esa transformación formidable que introduce Cristo en la historia y que transfigura a la multitud sufriente y anónima en personas, en sujetos de derecho, en imágenes y semejanzas de Dios.
Pero justamente, ahora, Cristo, frente a los esbirros que lo toman, ha dejado de ser persona; y de la imagen de Dios poco le queda a ese su cuerpo destrozado.
Maniatado, empujado, es llevado como un perro a donde lo arrastra la traílla de sus amos...
Quizás allí se comience a entender lo que en Jesús significó la muerte: ese sentimiento atroz de la pérdida de si en el querer protervo de sus torturadores; ese -una de las sensaciones más terribles que pueda tener un hombre- no poder manejar más su destino, el verse sujeto al vendaval de los acontecimientos, golpear puertas sin respuesta, quedar abandonado de todo apoyo humano frente a hechos que avanzan anónimos y no se pueden detener... Peor cuando, impotente, el hombre se ve en manos de gente infame que se hace tiránicamente dueña de su vida y hacienda. Uno piensa en San Juan de Bréboef a merced de los iroqueses enardecidos por la droga dispuestos a torturarlo de modo de llegar al fondo de su resistencia y obtener como victoria un gemido de dolor, de rendición, un pedido de clemencia; o los raptados en manos de sus raptores; o los prisioneros en manos de secuestradores desalmados y sin ley; o, a la mejor, el horror de la jueza y los rehenes en Sierra Chica... Terrorífica impotencia.
Esa es ahora la muerte de Jesús. Porque la muerte verdadera, para la sagrada Escritura, no es el cese de los signos fisiológicos vitales tal cual la entienden los médicos. Como decían los cínicos "¿porqué temes la muerte? Mientras no ha llegado no puedes sentirla y, cuando llegue, ya nada sentirás". Pero Jesús muere de mil maneras antes de morir.
Algo ya había muerto cuando tempranamente perdió a José. " Padre hágase tu voluntad ."
Murió también un poco cuando de los brazos de María se desprendió, " Adiós mamá ", impulsado por esa fuerza que, dejando el cobijo de su casa, lo llevó a los caminos y por ciudades indiferentes u hostiles a su imposible misión.
Y murió poco a poco, cruelmente, en esa indiferencia, en el rechazo de su pueblo, en el desagradecimiento de sus favorecidos, en la infamia de los rumores que se tejían sobre él, en el fracaso paulatino en el que fue transformándose poco a poco su misión, en su conciencia humana que cada vez fue entendiendo menos el extraño sendero por el cual lo conducía Dios...
Y cuando finalmente ingresó en Jerusalén, también murió en la terrible decepción de ese minúsculo grupo que lo recibió y luego, sin dejar rastros, lo abandonó.
Y en Judas murió; y murió en la soledad total de su oración abandonado por sus discípulos dormidos; y en la triple negación de Pedro murió; y murió en la mirada de dolor, inmenso dolor, de María...
Y ahora no es nada mas que un cadáver que empujan los esbirros, abofetean los sirvientes, burlan los soldados, juzga con indiferencia el gobernador, miran con odio satisfecho los altos sacerdotes y esperan con ansia sádica las turbas para satisfacer su hambre de morbo en el espectáculo brutal de la horrible ejecución...
Pero Jesús muere sobre todo en su conciencia de hijo, en su absoluta incomprensión y rechazo de ese pavoroso sendero a que lo conduce aquel que él había aprendido a nombrar con el nombre de Padre...
Porque todos los estudiosos están de acuerdo en ver como una de las notas esenciales del mensaje de Jesús esa relación extraordinaria que el vive y quiere hacer vivir a los suyos de la paternidad de Dios... Padre, Abba, papá, padre mío, padre nuestro... Oh Dios omnipotente, creador de cielos y de tierra, que, al mismo tiempo, eres mi tierno papá...
Esa imagen de José que se había transformado en su modo sublimado de dirigirse a Dios.
Pero ¿dónde estás ahora padre, José, papá, Abba, para rescatarme de estas fieras, de este atroz abandono, tu que acudías al instante cuando una astilla o un clavo me lastimaban en el taller, o me cuidaste niño en mis noches de enfermo y tu mano fuerte y callosa me trasmitía fuerza y seguridad; tu que me aferrabas con esa misma mano cuando volvíamos de noche a Nazareth y no había ladrido de perros ni aullidos de lobos que entonces me atemorizara; tu que estabas a mi lado para apoyarme cuando los grandulones del pueblo se aprovechaban de mi...?
Y ahora Padre, Dios, Tu que me llamaste a proclamar que esa paternidad se extendía a todos los que me aceptaran como hermano; Tu que me hiciste amarte en los lirios del campo y los pájaros del cielo, en la suavidad de la espiga y en el brillo de las uvas; Tu, Padre, que te reflejabas bondadoso en la sonrisa de los niños y los amaneceres, en las borrascas calmadas, los enfermos curados y las hambres saciadas; Tu que inundabas de paz y de luz paterna nuestros encuentros orantes, mis soledades matutinas, Tu que como padre llenaste de hermandad a mis amigos y compañeros, Tu que desde adentro y desde cerca y desde arriba y desde abajo me hiciste sentir y vivir la experiencia tranquilizante de tu próxima, cercana paternidad, ¿dónde estás ahora Padre?
Instantes terribles en que nos abandona toda seguridad, todo consuelo; instantes de absurdo, de incomprensión; instantes de rebeldía frente al espanto, al sufrimiento inocente, al penar inculpable que nos hacen preguntarnos ¿dónde está Dios?
Ese momento horroroso de desamparo, de muerte una a una de todas nuestras ilusiones, de esperanzas frustradas, de amistades traicionadas, de proyectos fracasados, de oscuridades negras y densas y lúgubres... ¿dónde está mi Dios?
Y Marcos recalca esa terrible desolación de la conciencia humana de Jesús. Porque aquel que hasta ese momento fue invocado con el tierno y confiado nombre de Padre, ahora solo puede ser invocado como Dios, el Dios tremendo, el Dios que exige, el Dios que no da explicaciones, el Dios frente al cual no somos nada. Ya no Padre: Dios : Dios mío, Dios mío porqué me has abandonado ...
Porque los clavos afilados que sostienen ese peso de carne desollada, esas espinas clavadas en su frente, esas espaldas aradas por el plomo cruel del azote romano, no son sino la pálida muestra externa del infierno al cual desciende Jesús en su interior. Allí donde su humanidad toma contacto con el Verbo y se expande en comunión profunda con su todo ver, allí, enloquece de inenarrable dolor en la percepción torturante y plena de todo el pavor del mundo en su hórrida historia de maldad y de aflicción. Todos los sufrires: la naturaleza indiferente que ataca al cuerpo en deformidad, en vejez, en virus y bacterias, en accidentes; las atrocidades del hombre contra el hombre; el llanto de las madres frente al hijo muerto, enfermo, deformado; el miedo que estruja las entrañas frente al multiforme poder del mal; la burla, el desprecio y la opresión; el espanto del pecado y de la lejanía de Dios, el riesgo del infierno... todo vomitándose en torrente imparable en el alma de Jesús, ampliada en su condición de Hijo del hombre para que en ella pueda caber todo sufrir...
Pero, en su espeluznante soledad, con ese Dios que es incapaz ahora de sentir como padre, sus ojos apagados a golpes y a coágulos, de pronto alcanzan a entrever finalmente el rostro de la Madre....
Sí, María está allí -siempre estará allí- transmitiéndole, de pie frente a su cruz, algo de esa calidez que lo abrigó del viento que se colaba por las hendijas del pesebre, que lo consoló abrazado del torpe trote del asno cuando huían hacia Egipto, que enjugó sus ojos cuando apretado a su pecho no quería que lo vieran llorar cuando enterraron a José...
Que cuando se diluye en Jesús desolado la figura del Padre, María todavía está allí parada, en medio del viento frío, del silencio, de la amargura de la desolación. Parada junto a él.
"Ahí tienes a tu Hijo; Mujer..."
Sí: ¿quién no sabe que, a semejanza de nuestras propias madres, María, más allá de Dios, del Padre que se desvanece cuando mi dolor y mi depresión y mi tristeza y mi pecado se hacen insoportables, María siempre está allí, de pie, junto a mi cruz...?
Jesús, tu que aún en el momento del supremo abandono tuviste a María junto a ti -ella que, también, desde el suelo en ti clavada en cruz, vivió el espanto de unirse contigo al querer del Padre en el querer de los verdugos, y en ella también aulló el dolor de todas las madres, y sorbió una a una todas sus lágrimas en la fortaleza de su fuerte corazón, no desde el cielo al cual todavía no había llegado y en donde dicen que todo se explica, sino desde esta tierra donde el sufrir apenas tiene consuelo- en esta tarde solemne, como el discípulo amado, quiero recibirla en mi casa...
Quiero recibirte en mi casa, María, para que nunca me falte tu presencia ni tu ternura, aún cuando, en su inexplicable y a veces incomprensible amor, Dios me imponga, para llevarme a la Resurrección, que me haga también yo, con tu Hijo, ofrenda en cruz.