1997 - Ciclo B
viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
SERMÓN
La fortaleza Antonia yergue su mole ominosa sobre el lado noroeste de la explanada del templo. Su presencia -que no puede ocultarse ni siquiera desde el patio de los sacerdotes- es una continua bofetada al orgullo de Israel; es el permanente insulto de Roma a los judíos. Aunque la estatua e imágenes del emperador se ha conseguido no sean introducidas en el recinto sagrado, allí está lo mismo la torre Antonia proyectando desde fuera su sombra insultante sobre el altar.
Es allí donde es llevado Jesús por la guardia del templo, acompañado por algunos miembros prominentes del sanedrín, a obtener del Procurador de Judea esa pena de muerte que ellos mismos no pueden sentenciar, al menos mientras esté presente en Jerusalén el gobernador romano.
Maniatado, lo empujan y arrastran desde la casa de Caifás, a pocos metros de la casa de Juan -donde ayer Jesús ha celebrado su última cena- y, en la puerta de la fortaleza, se detienen y lo entregan a los soldados romanos. Ellos se quedan fuera, porque, siendo la fortaleza casa de paganos, los hebreos se mancharían de impureza si allí entraran.
Pilato, tempranamente despierto, ha dormido mal esa noche, excedido por la comida y el vino. Está en sus apartamentos privados, desde cuyas ventanas puede ver la gran explanada del templo y, mirando más a lo lejos, las montañas que van descendiendo hacia la costa. Espera con impaciencia volver de una vez a su palacio de Cesarea del mar y sueña con su añorada Roma.
Ha comido y bebido esa noche acompañado por su mujer y un grupo de amigos romanos que residen temporariamente en Jerusalén. Ningún judío se atrevería a compartir una comida con él.
Pero ahora, a estas tempranas horas de la madrugada, un centurión interrumpe su ocio tempranero y le anuncia que autoridades judías quieren verlo. Aunque fastidiado, Pilato está preparado para estas caprichosas irrupciones de los judíos a cualquier hora. Para eso ha abandonado su cómoda residencia en Cesarea: para venir por las pascuas a Jerusalén; y a estar dispuesto a digerir todas las demasías de los judíos y evitar a toda costa cualquier tumulto que lo pueda perjudicar en su concepto ante Roma.
Su fastidio sin embargo es doble: Pilato no puede recibir a los judíos en su despacho, recostado en un triclinio, los judíos parados, él haciéndoles sentir su autoridad: tiene que salir al patio, bajando empinadas escaleras, y presentarse al descubierto, al frío del alba, porque los judíos se apiñan bajo los arcos del ingreso fortificado, pero sin pisar el patio: solo hasta allí pueden llegar, según sus rabinos, sin contaminarse.
Jesús ya ha sido empujado adelante, adentro, entre dos guardias. Pilato apenas le echa una mirada, quiere terminar cuanto antes el asunto; seguramente uno de esos líos intrincados que plantean los doctores de la ley perdiendo en ellos un tiempo infinito y que él, romano, quisiera resolver siempre expeditivamente con un par de multas y unos cuantos latigazos.
Pero, sorprendentemente, aquí hay algo nuevo. Los notables, ubicados en primera fila, no están planteándole ningún sutil problema legal: están sencillamente pidiendo una condena a muerte. Y, a pesar de que ya hay tres condenados que habrán de subir al patíbulo al mediodía, eso exige alguna averiguación más. Roma no es amiga de condenas excesivas que puedan despertar resentimientos o rebeliones, y el emperador es cuidadoso, especialmente en esos asuntos, respecto al cumplimientos de los recaudos de la ley. Pilato no puede resolver la cuestión tan simplemente.
Y tendría que preguntar más. Pero hace frío, arriba lo están esperando el fuego de la chimenea, el desayuno y despachos urgentes para Roma. Está cansado por la mala noche y quiere terminar todo cuanto antes. Se vuelve para atrás en el patio y se dirige al hombre alto, atado: una vaga simpatía se le despierta en algún recodo de su interior; y, en cuanto comienza a interrogarlo y se da cuenta de que ese hombre esconde algo importante, que incluso se trasunta en sus palabras, en su actitud, en sus ojos y que, a pesar de que literalmente reconoce su pretensión de ser rey, ni representa un verdadero peligro para Roma ni tiene el aspecto de estar loco, su curiosidad de romano que ha estudiado en academias y sabe de filosofía quiere despertarse. Siempre hubo algo adentro suyo que quiso preguntar, interrogarse sobre la vida, sobre el para qué de las cosas, de la existencia, más allá de sus ambiciones de corto alcance, de riquezas, de prestigio, de poder, de placeres... Y ese hombre encadenado parece que tiene algo importante que decir. Quizá si lo llevara adentro y hablaran un poco; quizá si... Pero, inmediatamente, su curiosidad se apaga, vuelve a sentir frío y cansancio y, además, estos problemas de judíos lo tienen harto... "¿ Qué es la verdad ?" Terminemos de una vez. Hace un breve intento de salvarlo, le manda azotar, y los soldados, que no tienen en qué divertirse a esas horas de la mañana, lo disfrazan de rey. Así lo presenta al pueblo. " Ecce homo ". " Aquí tenéis al hombre ".
Los arqueólogos han descubierto hace unos años parte del pavimento -el 'Gábata', 'el empedrado'- de ese patio del pretorio de Pilato. En una de las lozas se ha encontrado, grabado a cuchillo, un juego tipo 'ta-te-ti', tipo oca, que seguramente usaban los soldados de la guardia para entretener sus ocios. Curiosamente el juego es una especie de apuesta de un pretendiente a rey que puede terminar coronado, o, si pierde, decapitado. En lo alto se ve dibujada una corona; abajo, una espada...
A nadie se le hubiera ocurrido pensar que un pretendiente a rey pudiera terminar en una cruz.
Porque es a eso finalmente a lo que le condena Pilato, ante la amenaza de los judíos de denunciarlo al emperador por no querer hacer justicia con un rebelde con pretensiones de rey.
Pero Pilato está realmente fatigado y ya no quiere saber más del asunto. Quiere volver a su sala con calefacción, desprenderse de esa vociferante ralea judía, volver con sus amigos romanos... Un último escrúpulo, probablemente una especie de acto supersticioso, que queda en la historia como el supremo ejemplo del 'no te metás' de alguien con obligación de hacerlo, lo lleva a pedir una jofaina y lavarse las manos.
Pilato terminará sus días, años después, desterrado en Francia y sin haber podido volver nunca más a su soñada Roma. Pero eso es lo único que sabremos de él. Ahora ha quedado para siempre pegado a la fe cristiana, en el Credo -" padeció bajo Poncio Pilato "-, en una notoriedad poco envidiable que la pequeñez de su figura ciertamente no merecía, pero que representa las tantas pequeñeces que han transitado la historia de los hombres sin darse cuenta de los dramas, tragedias o triunfos que, en la Providencia divina, sus mezquinas actuaciones provocaban.
Este rápido juicio, que en los anales romanos jamás hubiera ocupado ningún lugar, y que ni siquiera parece haber recibido las galas de un proceso judicial en serio, con escribientes y actas, como se solía hacer en los tribunales de Roma, y del cual Pilato se olvidó tan pronto volviendo a su dormitorio, se hizo para siempre parte de la historia honda y verdadera a la humanidad.
Porque en estos días la historia no pasa por lo que sucede en el palacio de Herodes Antipas, por la celebración de la Pascua de Caifás, por el salón del tesoro del templo -donde los banqueros cuentan los ingentes ingresos de estas fechas-, ni por la sala de banquetes de Pilato, ni siquiera por el Palatino -donde el emperador está decidiendo donde mandar sus ejércitos-, la historia está pasando por cada uno de los hombres y mujeres que participan de este drama que consiste en decidirse en favor o en contra de Jesús, -también, por supuesto, por el corazón de Pilato, pero en cuanto hombre, en cuanto no ha querido preguntarse, ni preguntar, y menos responder, y ha dejado colar, sin querer darse cuenta, frente suyo, como tantos otros, el llamado de Dios...-
La historia pasa por el corazón de Pedro, que ha negado a su Señor tres veces -y lo volverá a negar tantas veces a través de los tiempos- delante de una sirvienta, antes de que cante el gallo encerrado en la jaula de oro que en el templo marca el inicio de la jornada y hace que el levita encargado despierte a todos con el sonido del sophar , la trompeta ceremonial.
La historia pasa, también -y pasará-, por el miedo de los discípulos que se han dispersado despavoridos porque han atrapado a su Señor, porque su Señor no está.
La historia pasa por la desesperación de Judas, a quien le queman en las manos sus malhabidas monedas de plata.
La historia pasa por el corazón de una mujer.
Lo que apenas es noticia para nadie, a Ella le ha llegado quemante, urgente, pungente, a sus pechos de mamá. "Tu hijo, tu hijo está en Jerusalén", "Dicen que lo buscan", "dicen que lo quieren matar..."
¡Corre!, ¡corre María!, desde tu casita de Nazaret, ¡no cierres la puerta, no apagues el fuego, no te despidas, no pierdas tiempo!, ¡corre, vuela, María!, que está en peligro tu hijito Jesús...
Dos días de viaje. Ya no tienes, María, el burro que a Egipto te llevó; ya no tienes al lado el brazo fuerte de José. Corre, pobre madre, pobre viuda, camina, camina sin parar, que en la ciudad hombres malos quieren hacer daño a tu Jesús... No duermas María, no comas, no descanses, que así no vas a llegar; no te seques las lágrimas, que el viento frío se ocupará, ¡camina, corre, vuela a tu Jesús...!
Y ahora está María entre la multitud, ¿qué pasa adentro, qué pasará...?
Ya todo esta hecho. En esas tremendas horas de angustia, de zozobra, de no saber, de verlo de pronto desfigurado, azotado...En esas horas interminables de mirarlo arrastrarse por las calles, con esa horrible cruz y, finalmente, agonizar en insoportable dolor, María ha estado más unida a su Hijo que cuando lo tenía en su bendito vientre, en materna unión...
Ya está María, para siempre, crucificada con Jesús.
Por allí pasa la historia. Porque aún la vida de los grandes es importante en la medida en que sus acciones, intencionales o no, son capaces de repercutir en la vida de dolor o de alegría de cada uno. No son protagonistas de lo que realmente importa las noticias de los diarios, lo que recogen los cronistas, los historiadores. Los protagonistas, los importantes, los que realmente valen para Dios y para si y para los que les quieren, son Alberto, Felisa, Enrique, Pedro, Marta, Cecilia, Juan... Para ellos Dios creó el mundo, no para la historia grande, no para los titulares, no para las masas...
Por allí pasa la historia; y, por eso, más allá de ser realmente un personaje para la historia de los historiadores, Jesús es verdaderamente historia que aún vive porque en Él, Jesús -y en María- cupiste vos, y vos, y yo.
El drama de la cruz es, a la vez, único e irrepetible, y universal, de todos. Ahí, flameando en carne lastimada, herida, allí, también estás vos.
Cristo te deja todo lo bueno para vos, todo lo que de tuyo tenés de feliz, de pleno, de dichoso, no te lo quiere quitar. Reservalo para vos.
Te pide en cambio, hoy, que le des, que te saques de encima, y lo cargues sobre sus hombros, todos tus momentos de fracaso, de dolor, de miseria, de pecado, de angustia, de enfermedad...
Dáselos, dáselos a Él... Con su madre los cargará.
Es Dios que viene a aliviarte. En el interior amante de Cristo, en esa locura del Dios que nos ama y que no puede todavía explicarte el porqué del dolor, viene en Jesús a decirte: "No puedo hacerte entender el porqué del sufrir, el porqué de tanta miseria, de tanto pecado, odio, amencia, perversidad; pero, porque no puedo explicártelo, vengo a compartirlo con vos..."
Que los filósofos y los teólogos traten de elucidar el porqué de la lágrima inocente del niño, el porqué del dolor, el porqué hay hombres que causan tanto sufrir a los demás... Que los que se creen sabios venga a explicar la maldad de los campos de exterminio, que intenten aclarar a una madre porque su hijo nació con esa malformación, que den eruditas charlas sobre los huérfanos deambulando solos llorando perdidos en guerras que no son suyas, de los abandonados en el hospital, de la insensatez, la maldad y la estupidez que gobiernan al mundo y de cómo solucionar sociológicamente esos problemas; que nos ilustren respecto de la inhumanidad y la contrahumanidad; que intenten los predicadores teorizar piadosa o teológicamente sobre los deficientes mentales, los débiles profundos, los trisómicos, los degenerados, los viejos reducidos a vida vegetal, esa población excluida de la luz, sufrimientos no sufridos, no ofrecidos; y al mismo tiempo que traten ellos de convertir con dulces palabras a los gestores de agresiones, extorsiones, crimen organizado, raptos, secuestros, violaciones, asesinatos, torturas, toma de rehenes, en un mundo por otra parte más dispuesto a defender al criminal que a ayudar a la víctima...
Sí, que hablen, que prediquen, que procuren explicarte, que sobre tu dolor ardiente derramen sus palabras frías, que sobre la angustia que sentís en el caracú te llenen de ideas y de frases....
No, hoy estoy mudo, fijado con clavos en la cruz, sin poder abrir la boca. No vengo a decirte nada. Vengo a acompañarte, a padecer con vos, a gritar hecho una sola llaga de dolor mi rebeldía doliente, a protestar mi abandono, "Dios mío, porqué me has abandonado"... Yo vengo a tomarte de la mano y sufrir con vos...
Y el alma de Cristo, ensanchada al panorama infinito de la desdicha humana, de tu desdicha, de mi desdicha, no se escapa al cuarto de al lado, no te mete en terapia intensiva, no te manda al psicólogo ni al geriátrico, no huye de tu compañía... Se hace uno con vos en el sufrir, y su Madre con él. Ecce homo . Aquí tenéis al hombre.
No. Hoy no es momento de hablar; ni siquiera de predicar, de enseñar. Es momento de mirar; mirar entre lágrimas al que está en la cruz, mirar a la que está bañada en lágrimas de pie junto a él, junto a la Cruz...
Hoy, Jesús y María sufren y comparten tu dolor y mi dolor y el dolor inmenso del mundo.
Mañana, en medio de la noche, la luz comenzará a brillar.