1982. Ciclo b
12º Domingo durante el año
20-VI-82
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 4, 35-41
Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla» Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?» Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?» Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen»
SERMÓN
En la liturgia profana de esta fecha toca hoy celebrar juntamente el manoseado ‘día del padre' y el ‘de la Bandera' . Y, si otros festejos no religiosos son inmerecedores de que se recuerden en el ámbito sagrado de la Misa, ciertamente al ‘día del padre' no se lo puede pasar por alto. No solo por lo del cuarto mandamiento, sino porque el mismo Dios, desde Jesucristo, ha querido que el nombre más intimo, el concepto más cercano a su ser, para servirle de apelativo en nuestros labios, sea precisamente el de “Padre”: “Padre nuestro que estás en los cielos”.
Y, desde entonces, responsabilidad tremenda de los padres terrenos será configurar psicológicamente, con su actuación, la idea de partida de la cual jamás podrá ningún cristiano prescindir cada vez que piense en Dios.
Pero, aparte ello, -la psicología profunda nos ha hablado de esto hasta el hartazgo- más allá de todo sentimentalismo tano o tanguero, es sabido cómo la personalidad del ser humano se configura definitivamente, durante la infancia y los años jóvenes, en la fragua unísona de los principios materno y paterno.
La madre encarna la ternura, el hogar, el suelo, el cobijo, el regazo cálido donde desaparece toda pesadilla, el punto de retorno, el descanso, el paisaje familiar donde se esfuman los rostros hostiles, el amor incondicionado, la alegría de vivir, la seguridad, la naturaleza.
El padre , en cambio, representa el ideal, el arquetipo. Es el mundo del pensamiento, de la ley, del orden, de la disciplina. El universo inspirador y creador, el ámbito de los viajes y de la aventura. Es el que impone el norte y el sentido.
Si la madre abre el espíritu a la delicadeza del sentimiento, a la percepción del misterio que late en la belleza y en la lágrima; el padre señala horizontes, descubre significados, espolea a la búsqueda y al heroísmo.
El amor de la madre se vive como algo definitivo, gratuito, que nadie podrá quitarnos. El del padre, como algo que hay que ganar y merecer, pelearlo.
Pero, dado que el padre actúa sobre todo como paradigma, como ejemplo, ello le crea pesada responsabilidad, ya que, para asumir ese papel, debe realizar el ideal en su persona misma. A la madre le basta ‘amar'. El padre, debe ‘ser'.
Principios paterno y maternos no siempre coinciden en la figura real del padre y de la madre. A veces, en cada uno, se mezclan, intercambian los papeles. El padre no puede ser tal si, al mismo tiempo no es un poco madre. Y la madre, si no asume tantas veces el papel de padre.
Pero ambos principios no solo son indispensables en la familia. También el cuerpo social, la Nación, tiene necesidad de poseer figuras paternas y maternas intercambiando sus respectivas riquezas. Ambos principios configuran psíquicamente a cada pueblo y su cultura e ideales.
Pero, cuando hablamos de ‘nación', estamos más cerca de referirnos a lo que en un pueblo hay de materno. Nación, en efecto, viene de ‘nacer', de ‘nacimiento'. Y el oficio de hacer nacer es propio de la madre.
El diccionario nos define: “Nación: territorio de un mismo país”. Y ‘la tierra' es madre. Madre que nos hace nacer en un mismo suelo. Madre que nos hace nación y que nos cobija con su cielo y con sus montañas, con sus mares y sus paisajes. Aunados en la solidaridad fraterna de los hijos de una misma madre. Amamantados con los mismos pechos de trigos y ganados, de galopes y de colectivos, de costumbres y tradiciones, de sierras y de playas, de alegrías y de penas, de bautismos y de entierros.
Pero a un verdadero pueblo no le basta ser ‘nación', también quiere ser 'patria'. Y ‘patria' viene de ‘padre'. Y padre habla de rumbos y de empresas. Patria nos llena de ideales y de cruzadas, de orgullo y de fuerza, de lucha y de combate. Patria canta marchas de estandartes desgarrados flameando al viento, de empresas que no piden ningún sueldo, de cargas gloriosas que terminan solo en la muerte. Nos hace levantar la vista hacia banderas marchando al frente y, también, contener las lágrimas sobre banderas convertidas en gloriosas mortajas.
Porque la ‘patria' apunta a horizontes trascendentes. La nuestra, enarbolada en los colores de la Madre y bautizada en campos de batalla, es la que da vida y dignidad a la nación del granero y de la fábrica, del ganado y de la factoría.
Cuando la muerte se hace riesgo cierto, cuando la propia vida se ofrece como pago, hay algo que se levanta como grandioso en una nación y la transforma en patria. Y la hace, entonando himnos, izar banderas
Nos habían ablandado los corazones. Éramos un pueblo al que, en las escuelas de Sarmiento, querían enseñarnos a ser buenos comerciantes, buenos técnicos, eficaces trabajadores, excelentes jugadores de futbol y de tenis, manejar nuestros autos raudamente, agitarnos en las músicas importadas y coleccionar motos, bafles y casetes. Eso era nuestro premio por ser ‘graneros del mundo' y merecer, además, la palmada en la cabeza del dólar y de la esterlina.
Allá habían quedado, en un lejano anaquel de la historia que aprendíamos aburrida, fatigosamente, las grandes gestas de la independencia. Apenas cuarenta años donde se mezclaron victorias y derrotas: Chacabuco y Maipú, sí; pero también Huaqui, Vilcapugio, Sipe-Sipe, Ayohuma, Tacuarí, Cancha Rayada. La vuelta de Obligado ¡gloriosa derrota!
Nadie se avergüenza de ellas; no-. Porque siempre se había combatido don honor y con el nombre de Jesús y María en los labios; el escapulario de uniforme y el rosario en el flanco.
Luego, las tristes luchas civiles en donde, al final, prevalecieron, desdichadamente, los fusiles importados y las ideas foráneas.
Y vinieron los largos años, y lustros, y siglo y medio, en donde, a medida que crecía la economía, se achicaba el alma.
Patria de padres que eran oficinistas y empleados, con objetivos de sueldo y de mercado, ambiciones de turismo y de Casa Tía, de barrios lujosos, y de resentimientos de pobres contra orgullos de nuevos ricos.
Pero, ¿para qué seguir? La política no fue más que el reñidero donde pretendían explotarse, en la subasta pública de las elecciones, los altos puestos, los jugosos retiros y las asesorías internacionales.
Y los golpes sucesivo fracasaron siempre en la obnubilación de los principios, del esquema de las finanzas y del suicidio de las urnas.
Y cuando la subversión marxista medró en medio de tanta podredumbre y amenazó tomar el poder, las mismas fuerzas hipócritas que la habían alimentado obligaron, para después poder criticarlos, a lo que había quedado de sano en la patria, en sus fuerzas armadas, a enfrentarla vergonzantemente, muchas veces en la oscuridad, sin la gloria del uniforme y de la luz del día. Aún así, las armas de la patria escribieron una página que continuó, en parte, la verdadera historia argentina.
Pero, ahora, esto maravilloso, grandioso y conmovedor que acabamos de vivir. No una nación, una verdadera patria, ha retomado el hilo de su historia. Entre la brutal tiranía comunista y la no menos tiránica prepotencia liberal, un país en el mundo ¡una patria!, la Argentina, lanzó su grito de independencia, de honor y de rebeldía.
La ocasión fueron unas islas robadas proditoriamente a la soberanía nacional. Pero, de hecho, el motivo fue la dignidad de la nación, la defensa de la libertad y del verdadero occidente cristiano, frente al despotismo de los señores del mundo, de los enemigos de Cristo, de los eternos aliados contra las grandes causas.
Nos derrotaron –era inevitable: fue todo el mundo contra nosotros-. Y mientras los grandes señores ya vienen a comprarnos con sus dólares y sus planes Marshall, los traidores de siempre se ensañan con los vencidos y se disponen a vender nuevamente la nación al dólar y a las urnas y a las izquierdas.
Pero no importa. Porque algo ha despertado otra vez en la Argentina. Hubo gente dispuesta a enfrentar la muerte. Hubo experiencia y enseñanzas. Hubo máscaras que cayeron. Hubo honor y hubo prueba martirial de que hay cosas más grandes que lo que nos ofrecen los ‘made' in USA y en Hong Kong o las utopías sangrientas de los paraísos soviéticos.
Ahora hay que esperar, rezar, lamer las heridas y volver a afilar los sables.
Porque, finalmente, entre tanta porquería y en un mundo que hiede, tenemos otra vez ‘padres', muchos de ellos muertos, pero fundadores -por fin- de una verdadera patria.