INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1983. Ciclo C

12º Domingo durante el año


Lectura del santo Evangelio según san Lucas  9, 18-24

Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado» «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios» Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie. «El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» Después dijo a todos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará».

SERMÓN

No hace mucho mi hermano, que se ha establecido en el sur de la Provincia, vino a Buenos Aires para renovar su registro de conductor. Según los reglamentos le exigieron presentar la libreta de Enrolamiento o el DNI. El había llevado sólo la Cédula. Por más que explicó que el otro documento lo tenía a 800 kilómetros de distancia y hasta pidió hablar con el ingeniero jefe de la repartición en la Dirección de Tránsito, no hubo nada que hacer: estaba escrito en el reglamento.

Ahora bien, lo curioso del asunto es que, averiguando el por qué de esta exigencia, para éste y tantísimos otros infinitos trámites frente a la burocracia tumorosa y parásita del Estado, determinamos que esta reglamentación fue introducida en un arrebato democrático de no sé cual funcionario de hace unas décadas, como una de las tantas formas de hacer obligatorio el voto. En este caso, quien no comprobaba con su libreta que había cumplido su sacrosanto deber de ciudadano depositando en la urna el papelito que lo transformaba automáticamente en soberano y conductor de la nación, perdía también el derecho de ser conductor de su automóvil.

Pero al aburrido empleado detrás de su ventanilla no sabe nada de esto, ni que, obviamente, dicha reglamentación perdió totalmente su sentido –si es que alguna vez lo tuvo- durante los últimos diez años sin inútiles elecciones. Lo que le importa es el articulito que tienen antes sus ojos y que, durante un instante minúsculo de su vida, lo hace sentirse importante frente a los sumisos habitantes de las colas y, además, lo deja satisfecho por su celo de funcionario.

Ejemplos de ordenanzas y legislaciones semejantes nacidas en determinadas circunstancias pero que, con el tiempo, han perdido su sentido, se podrían multiplicar al finito en el mundo asfixiante de trámites y papeleos del Estado. Ya nadie sabe con qué utilidad, pero el artículo 128 bis que obliga a pasar por el sellado de la oficina ‘X' ¡hay que cumplirlo! Porque, quién sabe cuándo, la jefa de oficina ‘X' que le tenía rabia al jefe de la oficina ‘Y' -quizá porque tenía más empleados que ella- y era muy amiga del director o gerente, convenció a éste de la necesidad de este paso, para lo cual, por supuesto, necesitó luego tres empleados más, y así superó a ‘Y'. Y lo cuento porque conozco algún caso muy de cerca.

El asunto es que, por una razón u otra, el mundo de las leyes y de las ordenanzas, a medida que jueces y funcionarios van perdiendo la libertad de actuar de acuerdo a la prudencia y al sentido común, se va convirtiendo cada vez más en una selva reglamentaria que ahoga la iniciativa, la gana de trabajar del ciudadano honesto e inclusive la justicia, a la vez que alienta a los inescrupulosos, a la coima y las actividades ilegales –a veces, lamentablemente, necesarias-. La burocracia termina por perder tanto tiempo en cumplir y hacer cumplir sus propios reglamentos que se olvida de su fin de servir a la sociedad y termina por ser no solo parasitaria sino rémora de las actividades útiles. Máquina de impedir.

Por otra parte, cuanto más incisos tenga el reglamento, más posibilidad de venta y ‘retornos' hay. Cada artículo tiene su precio, como en Casa Tía.

Pero no vayan a creer Vds. que esto es propio solo de la burocracia y del Estado. Cuando se pierde el espíritu en cualquier orden de la vida, la letra siempre comienza a proliferar.

Algo semejante había sucedido con los judíos del Antiguo Testamento. Desde los relativamente sencillos y correspondientes a los instintos profundos de la naturaleza humana diez mandamientos, que regulaban con simpleza las relaciones con el Dios viviente y con los demás en los asuntos fundamentales de la existencia, entre casuistas, jueces, senadores, doctores en derecho, funcionarios y sacerdotes y con la excusa de proteger a las diez leyes, se había llegado, en tiempos de Jesús, a tal proliferación de normas y reglas que no solamente era imposible para el común el conocerlas y cumplirlas, sino que, finalmente, habían adquirido tanto valor como las fundamentales. Habían obtenido vida propia, aunque ya no se percibiera su sentido o lo hubieran perdido. Y sobre esta maraña legislativa se asentaba el poder y el orgullo del escriba o abogado y del fariseo sobre el resto de la gente –eran los únicos que ‘sabían'-. Igual al poder de amargarnos la vida que tienen sobre nosotros los funcionarios y empleados del Estado.

En vez de la relación gozosa con Dios, el judaísmo había convertido el camino de la vida en un inextricable laberinto que hubiera hecho las delicias de Dédalo y que ningún Teseo podía recorrer sino con la ayuda de las Ariadnas escribas y fariseas. Como hoy las Ariadnas gestores y abogados y coimeros.

Teseo con el hilo de Ariadna al entrar al laberinto.
France, debut de XIXe siècle: Ariadne et Thésée. Musée des beaux arts, Rouen.

El judaísmo de la época de Cristo había deformado la vieja religión de Israel. La relación del pueblo con el Dios que los había liberado de las cadenas de la esclavitud egipcia y luego babilónica había sido mutada en una nueva esclavitud, la de una legislación que pretendía regular hasta el último de los detalles de la vida y separaba, así, dentro de los mismos israelitas, a los que decían conocerla y cumplirla –que eran la minoría farisea y saducea: ‘los justos'-, del resto ignorante del pueblo –‘los pecadores'-.

La religión ya no era el “ Cantar de los Cantares ”, la historia de amor entre Dios y su pueblo: era el código de infinitas ordenanzas cuyo cumplimiento vigilaba supuestamente el divino Juez, severo rostro, en su puño cerrado los rayos de sus sanciones.

El Dios familiar de Abraham, de Isaac y de Jacob, el que marchaba al frente de su pueblo, había sido ocultado en el judaísmo oficial por una maraña de ordenanzas y prohibiciones que lo transformaban en un ser distante e iracundo. Al Dios que llevaba a la libertad y a la vida lo habían transformado en un legislador despótico que se complacía en el “no” y en el castigo.

Jesús viene a corregir esa situación servil de su pueblo y de la humanidad. Él es, otra vez, entre los suyos, la suprema proximidad del ‘Dios de Isaac, de Abraham y de Jacob'. El es el amor de Dios no solamente a los puros, a los que cumplen los estatutos y las recetas, sino también a los ignorantes, a los pecadores, a los débiles, a los pequeños.

El camino a la Vida y a la libertad ya no será la Torah y sus interpretaciones rabínicas, que habían, al contario, matado la vida y aherrojado el libre albedrío, sino Jesús, Él mismo, camino, verdad y vida.

Ser cristiano no es perderse en el abstruso mundo del escrúpulo, del miedo a la Ley y derivar, en vaivén, desde el orgullo satisfecho del cumplimiento al angustioso complejo de culpa del transgresor. Ni es andar inquiriendo sobre el límite del ayuno y del precepto, y sobre el momento en que lo permitido se transformará en pecado. Ni es andar cribando, en la zaranda, el mosquito del mal pensamiento y cuándo el venial puede hacerse mortal. Sino que ser cristiano es seguir a Cristo, olvidándose de la estupideces del propio yo.

No. No viene Cristo a liberar a su pueblo de la esclavitud, de la dominación de los romanos, como Pedro ingenuamente piensa cuando lo confiesa hoy como el Mesías. Jesús viene a liberarlos de la esclavitud de ‘la ley' interpretada por los fariseos y, más aún, de la esclavitud del ‘yo', de esa fuerza de gravedad del ‘ego' que, a la vez que digiere para sí a todos y a todo, nos impide salir de nuestro límite y orbitar hacia la Vida verdadera.

“El que quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo”, que arroje los lastres de su yo, que se abra –más allá de la búsqueda de si mismo- a las grandes empresas, a las grandes batallas y conquistas que nos propone Dios.

Quien se quede en el pequeño reducto de su egoísmo, aunque lo defienda con mil leyes y preceptos, aunque pomposamente sume a los mandamientos la Moral a Nicómaco o a Eudemo, al final nada conseguirá –esclavo de su yo mediado por su orgullo o quizá, tarde o temprano, enlodado por la rebelión de sus pasiones-.

Jesús llama más allá del foso y de la empalizada: Él no es medroso generalejo de defensas. Es caudillo para el ataque y el rescate, para la carga y la invasión.

Olvídate de tu yo y de tus amparos –que mucho tiempo ya te has reservado y mirado al espejo y, quizá, criado grasa y rollos en la cintura de tu espíritu. Baja el puente levadizo y sal a campaña. Sigue a Jesús.

Quien sigue a Jesús ha encontrado un nuevo moto de vivir –no el mezquino de su yo-. Ya no es él su propia razón de ser. Sigue otra voluntad más grande y noble que la suya. Por eso él mismo se hace noble y grande.

De tus mezquinos miedos, de tus miras bobas, de tus tontas avaricias y concupiscencias, él te llama a los grandes destinos. Te pide que pierdas tu vida estéril, para alcanzar la vida de los héroes. Que mueras, para que vivas –no que vivas para morir-.

No se trata de un esfuerzo sobre vos mismo, ni de la renuncia a tal o cual pecado o inclinación o particular deseo. Se trata de ser de Cristo y seguirlo. Y la Cruz no será solamente el cansancio del camino; sino también el polvo de tus debilidades y pecados.

¡Pero qué tanto llorar y acomplejarte y mirar los reglamentos! ¿Dejarás la lucha a causa del barro y de la herida?

El capitán te grita: “¡arriba! ¡levántate! ¡atrás mío! ¡adelante!”

 

MENÚ