En junio de 1960, dos buzos americanos, Georg Bass y Throckmorton, alertados por un pescador de esponjas del lugar, realizaron frente al cabo Gelidonya, en la costa turca, uno de los hallazgos arqueológicos más interesantes de las últimas décadas. Una nave mercante fenicia con su cargamento intacto seguramente hundida allí, hace 3200 años, por una sorpresiva tempestad.
Bien conocida es Fenicia, poderosa nación que durante tanto tiempo con las flotas de sus célebres ciudades, Biblos, Tiro y Sidón y, luego, de su colonia Cartago, dominó el mar Mediterráneo. Mucho antes de que Roma hubiera podido llamar a éste el Mare nostrum, nuestro mar, así lo habían llamado los fenicios. Sus ciudades eran puertos, todas mirando al mar, que era su vía de comunicación, su horizonte, su medio de vida.
Nadie se puede extrañar pues que este mar fuera personificado como una de las divinidades más importantes del panteón fenicio: Yam o Yammu. Pero no se crea que se trataba de una divinidad propicia, más bien era ambigua, maligna. Porque del mar, según sus mitos, habían salido todas las cosas, de allí había surgido la vida -como Afrodita de Poseidón-_pero no por si mismo, sino porque fecundado por el Sol, por Baal, por Urano. Como tal, Yam deseaba recobrar lo que había salido de su seno. Por eso asediaba la costa y las murallas de las ciudades con sus temibles olas y sus furiosas espumas; por eso, si el dios Sol, Baal, no la reprimía desde lo alto, se tragaba las frágiles naves de sus protegidos los fenicios y ahogaba a sus marineros.
Yam o Yammu representa así la muerte, lo malo, el caos, contra el cual ha de luchar constantemente Baal, el dios bueno de los fenicios, el sol, la luz. Los himnos fenicios encontrados en las excavaciones ugaríticas glorifican a Baal como el guerrero vencedor de Yam.
Como Vds. saben, los fenicios son los llamados cananeos de nuestra Biblia, los adoradores de Baal. Y es justamente en los territorios cananeos donde se asientan poco a poco los que luego serán los hebreos, apoderándose de sus tierras, y también de parte de su cultura y de su lengua. Porque también sabrán Vds. que el hebreo no es sino un dialecto cananeo o fenicio, que los judíos aprendieron de ellos recién cuando se asentaron en Palestina.
También otros poderosos vecinos de Israel, los babilonios, consideraban a la diosa Tiamat, el mar, el abismo salado, como una fuerza maligna, caótica, a la cual había de tener sujeta Marduk, el dios solar.
Es debido a estas influencias que, en algunos pasajes muy arcaicos de la Biblia, antes de que se tuviera bien clara la idea de creación, para glorificar a Yahvé, el dios de Israel, se lo describiera como una especie de Baal o de Marduk victorioso sobre el mar. "¿Quién encerró con dos puertas al mar?", dice la primera lectura de hoy, "Yo le dije: llegarás hasta aquí y no pasarás". Y el Salmo 89 dice: "Tu dominas la soberbia del Mar y calmas la altivez de sus olas; tu aplastastes al Mar como a un cadáver, deshiciste a tu enemigo con tu brazo poderoso".
Pero, a medida que la revelación va iluminando cada vez más el pensamiento de Israel, la lucha dramática entre Baal y Yam, entre Marduk y Tiamat, con masas y espadas, que describen los mitos ugaríticos y babilónicos, se va transformando en un dominio absoluto, perentorio, sereno y trascendente, de Yahvé-Dios, sobre todas las fuerzas de la naturaleza, a las cuales crea y maneja bajo el imperio de su Palabra. Y Dios dijo, "hágase", y las cosas fueron... Y Dios dijo al mar "ábrete", y el mar se secó... y a través de él caminó su pueblo...
Es curioso que la psicología contemporánea, también utilice imágenes semejantes para expresar cómo se va gestando la personalidad de los seres humanos como a partir del mar, del caos, de lo indiferenciado, ¡de lo oceánico! Porque aún materialmente el hombre nace en el agua, en el mar: nadando en el seno de su madre, en el salado líquido amniótico.
Así la madre es, en la figuración psicoanalítica, el agua, el mar. De allí le cuesta salir al neonato, tanto es así que, aún nacido y físicamente separado, los primeros días sigue unido psicológicamente a ella, sin distinguirse psíquicamente ni de su madre ni de la realidad que lo circunda. Es que todavía está sumergido, dicen los psicólogos, en el "sentimiento oceánico": todo es él, él es todo. En realidad allí todavía es el ello del cual habla Freud, lo innominado. Lo liberará de esa unidad asfixiante con el todo, con la madre, con el océano -cómoda, pero regresiva y mortífera- el principio de realidad, el realitätprinzip, pero sobre todo, la iluminación del principio paterno, de la figura solar, del Padre. El Padre hace, en la dramatización psicoanalítica, el papel de Baal, de Yahvé, de Marduk, que hiende con su espada la indeterminación del principio materno, de la figura acuática y caótica, del sentimiento oceánico. El padre es el que del ello informe, despersonalizado, desestructurado, proteico, líquido, que es la psique infantil, va construyendo, poco a poco, al hombre.
Pero ¿cuál es aquí el arquetipo paterno? Porque el psicoanálisis trabaja con una figura ambigua de padre: como sabemos, en parte represiva, castradora.
Por eso es importante constatar cómo la figura paterna -que, entre los romanos y los griegos habla solo de autoridad, de derecho de vida o muerte sobre los hijos, de represión, de mando, de obediencia- entre los hebreos va, paulatinamente, adquiriendo un sentido mucho más hondo. El padre no es solo el que engendra biológicamente al hijo: la adopción es una legitimación tan profunda y definitiva como el parentesco carnal; y tampoco es el que lo sujeta férreamente a la obediencia y lo usa casi como a un esclavo. El padre es más bien quien lo va engendrando a la mayoría de edad por medio de su enseñanza, de su palabra. Es quien lo va introduciendo en el aprendizaje de la Torah, de la ley de Dios, de la sabiduría. De allí que, entre los hebreos, comienza a llamarse también padre -y quizá casi con más intensidad que a los propios progenitores- a los maestros, a los rabinos, a quienes cumplen en el pueblo la función de ir formándolos, engendrándoles mediante la palabra de Dios. Es desde aquí, también, como, lentamente, sin ninguna connotación biológica, finalmente, en las últimas etapas de la revelación véterotestamentaria, se termina por llamar Padre al mismísimo Yahvé, a Dios.
La paternidad de Yahvé es ahora la paternidad del que va conduciendo y haciendo crecer a su pueblo mediante su palabra. La misma palabra poderosa que aplaca la fuerza de Yam, de Tiamat, es la que saca a Israel del anonimato, del estar oceánicamente perdido entre el resto de los pueblos y le va dando personalidad y sentido, configurándolo paternalmente con la ley y la enseñanza. No es padre que reprima despóticamente a sus hijos en el superego forzado de la represión, ni que lo sujete con la espada de Baal ni la masa de Marduk, sino el que lo lleva a la personalidad y a la libertad, mediante el Verbo, mediante la Palabra. Por eso no es raro tampoco que, en la suprema revelación de la Trinidad, el Hijo sea nada menos que Verbo, Palabra del padre...
Pero el evangelio de hoy nos quiere recordar que la palabra con la cual Jesús nos enseña y nos hace sus hermanos no es una palabra cualquiera, también es la palabra del Padre que crea al universo y sujeta las furias del mar.
Es la misma palabra paterna que resuena en su Iglesia, la barca de Pedro, en medio de las borrascas y nieblas de este mundo, y que en el respeto por la libertad de sus creaturas, aun cuando parezca que duerma y desproteja a los suyos, es idéntica a la que ha creado los cielos, la tierra y el mar, y los sujeta constantemente bajo su poder, sin que ni un solo átomo se mueva sin su permisión.
Que esta figura paterna, sea la que hoy festejemos en el seno de nuestras familias. El padre, por naturaleza el protector de su familia, el varón fuerte custodio de los suyos, el que, respetando la personalidad de los que de él dependen, sabe, por supuesto, imponer cuando necesario su autoridad; pero sobre todo es maestro de su prole; el que con palabra persuasiva, firme y cariñosa -él mismo hecho palabra con su vida, con su ejemplo- engendra a sus hijos a la adultez.
No, pues, la imagen represora que describe el psicoanálisis, no la violencia airada de Baal y de Marduk, sino la palabra paternal, el verbo del maestro, encarnado en donación de vida, en solicitud, en ley, sabiduría y amor... a imagen del Padre de Jesús y Padre nuestro, de quien, como dice San Pablo, 'proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra'.
Gracias a Dios, pues, por habernos dado a nuestros padres buenos; y gracias a nuestros padres buenos por habernos señalado con su vida y con su ejemplo la paternidad de Dios.