Uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de este siglo en lo que respecta a los estudios bíblicos es, el de la antiquísima ciudad cananea de Ugarit, excavada por arqueólogos franceses a partir de 1929, situada en la costa fenicia al norte, frente a la isla de Chipre. Además de sus amplísimas construcciones que revelaron la existencia de un palacio de una manzana de amplitud, templos y un magnífico puerto, el hallazgo más conspicuo fue el de un archivo de más de 30.000 tablillas de barro cocido, escritas en caracteres cuneiformes, revelando distintos aspectos de la vida política, económica y religiosa de Ugarit.
Era una ciudad-estado, con un amplísimo valle aledaño donde se practicaba intensamente la agricultura y, más allá, estepas que daban pasto a su ganado. Empero, de lo que vivía Ugarit era, sobre todo, del comercio y de su puerto cosmopolita, donde se han encontrado depósitos con vasijas cerámicas provenientes de todas partes del mundo. A pesar de su amplio territorio cultivado, Ugarit se sustentaba sobre todo del mar. La ciudad ya era importante desde el neolítico, 6500 años antes de Cristo, pero los restos más significativos datan del 1400 al 1200, cuando la ciudad fue definitivamente destruida por los Pueblos del Mar, luego llamados filisteos.
Son de esa época también la mayor parte de los archivos encontrados. Cuando se descifró su escritura se descubrió que utilizaban un lenguaje cananeo muy semejante al hebreo, y se lo llamó ugarítico. Ya sabemos que el hebreo es un dialecto fenicio-cananeo adoptado por las tribus israelitas que ingresaron en Canaan desde Egipto.
Pero no solamente la lengua. Precisamente el archivo del barrio de los templos de Ugarit nos muestra que también Israel adoptó, tanto para combatirlas, tanto para asimilarlas muchas de las visiones religiosas de ese pueblo.
Por de pronto el nombre del Dios supremo del panteón ugarítico: El -suena así, como el artículo de la tercera persona del singular- que fue equiparado casi inmediatamente con el Jahvé de las tribus judías que se instalaron en el norte de Palestina. En nuestra Biblia actual ese nombre El es el que se traduce sencillamente como Dios.
Sin embargo en el tiempo en que se redactan las tablillas encontradas en Ugarit ya El es, entre los cananeos, un Dios lejano, retirado. En realidad ha sido destronado y castrado por uno de sus hijos, Baal, que también conocemos nosotros por la Biblia como competidor de Yahvé. Baal es en épocas bíblicas la divinidad suprema a la que acuden los cananeos. Es el 'señor del cielo', de las tormentas, cabalga sobre las nubes, se le llama 'príncipe señor de la tierra', se representa con una masa en su mano derecha y un rayo en la izquierda. Baal es el protector de la agricultura, es el que domina las iras del mar protegiendo la costa de Ugarit y el navegar de sus barcos, y el que endulza las insalubres aguas saladas con su lluvia benéfica que fecunda las praderas.
En realidad es precisamente el mar, Yam, el 'príncipe del mar', uno de los grandes enemigos de Baal y en lucha constante contra él. En los documentos es presentado a la vez como dios, título por el cual recibe sacrificios en sus templos; y como demonio, con aspecto de monstruo acuático, dragón de siete cabezas. Bajo este aspecto a veces es llamado Leviatán, que como Vds. saben, aparece también en los salmos, Isaías y Job, dominado por Yahvé.
De hecho Baal, en la lucha, rompe la cabeza a Yam-Leviatán con su clava arrojadiza y lo despedaza.
Sin embargo allí no acaba la historia. Todavía subsiste otro gran aliado de Yam, de Leviatán, Mot, la muerte. Así como Baal reina en el cielo y la tierra, y Yam en el mar, Mot reina en el mundo infraterrestre. Su trono está en medio del fango y rodeado de inmundicias. Baal, dios de la tormenta y de la fecundidad debe bajar a los infiernos a combatir contra Mot. Pero allí Baal resulta vencido y despedazado. Dice una tableta: "Mot lo corta con un cuchillo, lo aventa con el bieldo, lo tuesta con el fuego, lo tritura con el molino; en los campos lo siembra y las aves lo devoran"... Pero es allí, primavera, cuando Baal retorna a la vida, para volver perpetuamente, otra vez, al combate contra Yam y a su derrota frente a Mot.
Esta cosmogonía ugarítica es uno de los tantos mitos del eterno retorno. Sin embargo su visión es profundamente pesimista, porque a pesar de que periódicamente la vida renace, siempre termina de triunfadora la muerte, Mot.
Yam y Mot -el mar y la muerte- son, para el mito ugarítico, los representantes del caos primitivo cuando todavía Baal no había hecho surgir el mundo de las aguas primordiales; pero, aún una vez emergida la tierra firme. Baal debe defenderla constantemente en la costa para que las olas espumosas, vanguardia de Leviatan, no avancen sobre ella; y, lo mismo, proteger a las naves de Ugarit para que Yam no las hunda y las devore.
Es sabido que cuando Israel con su dios tribal Yahvé se pone en contacto con Canaan, al mismo tiempo que repudia el culto a Baal, asimila a Yahvé muchos rasgos de éste. Desde entonces es Yahvé quien hace llover y da fertilidad a la tierra; es Yahvé quien domina el caos acuático y sigue conteniendo las olas del mar: "Llegarás hasta aquí y no pasarás, dice Yahvé, -hemos escuchado en la primera lectura, el libro de Job- aquí se quebrará la soberbia de tus olas." "Tú Yahvé dividiste el mar con tu poder, quebraste las cabezas de los monstruos marinos; aplastaste las cabezas del Leviatán y lo diste como alimento a las bestias marinas" canta el salmo 74. Y, triunfalmente, el profeta Isaías exclama: "Aquel día castigará el Señor con su espada a Leviatán, el dragón que huye, a Leviatán, la serpiente que se desliza, y matará al monstruo del mar."
Y con estas figuras y metáforas míticas, poco a poco Israel irá dándose cuenta de que su dios tribal Yahvé no es solo el que hace llover o contiene a los engendros del caos, sino que es el mismísimo creador de todo el universo, el que todo lo sostiene con el solo poder de su palabra. Es allí donde nacerá la fe de Israel en el Dios no solo capaz de rechazar periódicamente a los monstruos de la oscuridad y de la nada, del mar y de la muerte, sino de ejercer sobre ellos su soberanía para siempre. Yahvé, El, Elohim, Dios, no es la divinidad de los ciclos perpetuos, del eterno retorno a lo mismo, sino el que hace apuntar la historia hacia lo definitivo, hacia la vida, hacia el triunfo permanente de los suyos.
Es ese fin de la historia el que se han dado cuenta que ha llegado con Cristo sus discípulos. En la Resurrección han comprendido que Jahvé ha dicho en su Hijo Jesús su palabra definitiva. Por eso en Jesús resuena no solo su voz humana sino la palabra omnipotente del Padre.
Eso es lo que quiere significar nuestro evangelista Marcos cuando rescata de la memoria de los discípulos esta escena vigorosa de Jesús domeñando con su sola palabra el fragor tempestuoso del mar. Y, en el recuerdo, ya no se trata solo de la pobre barca pescadora que se enfrenta con el modesto lago de Tiberíades, se trata de la nave de la vida de la Iglesia que enfrenta los embates asesinos de Yam, de Mot y de los poderes del mal. Y Jesús triunfa, no machacando trabajosamente las cabezas del monstruo ni cortándolo con la espada, sino con el solo imperio de su palabra, sin señales de lucha o de enfrentamiento alguno, sino con la total serenidad del que tiene plena soberanía sobre todas las cosas.
Precisamente por eso Jesús puede dormir mientras sus discípulos aterrados creen que la barca se hunde. La barca no se hundirá, porque es más poderoso el sueño de Dios que los desvelos de los hombres.
Sin embargo Dios permite que el mal parezca alcanzar el límite de nuestras fuerzas, el dolor buscar el confín de la desolación, nuestra vida asomarse al vértigo del fracaso, la muerte lograr efímeros triunfos, para que en todo ello pueda triunfar la fe de sus discípulos y, precisamente del abismo, sacar en oblación y ofrenda de si mismos la vida de la Resurrección. Jesús no hace de la salvación un retorno cíclico a la vida biológica, sino, desde la nada de la muerte asumida, la superación de la vitalidad terrena y el acceso a la definitiva e irretornable vida de Dios.
Esa ausencia de Dios que tantas veces el cristiano experimenta en los momentos más terribles "¡Maestro! ¿por qué duermes? ¿no te importa que nos ahoguemos?" es la condición de todo acto de verdadera fe.
Porque allí, desde la nada de toda la angustia que se derrumba sobre nosotros con estruendo de infierno, surgirá la voz serena de Jesús "¡Silencio! ¡Cállate!"; y todo entrará en curso otra vez, en esa pedagogía de la fe que Jesús quiere crezca cada vez más en nosotros, "¿Porqué tenéis miedo? ¿Cómo no tenéis fe?", para que, un día, definitivamente destrozadas las cabezas de Yam y de Mot, entremos para siempre en las calmas, soleadas y fértiles praderas de su Reino.