1998. Ciclo C
12º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 18-24
Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado» «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios» Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie. «El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» Después dijo a todos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará».
SERMÓN
Uno de los hechos más traumáticos de la historia de Israel fue la muerte del piadosísimo rey Josías, ungido del Señor. Elevado al trono a los ocho años, en el 640 AC, fue educado por sacerdotes del templo de Jerusalén que le infundieron un alto sentido de su religión y de rechazo de todo lo que pudiera contaminarla. Siendo grande, fue aconsejado, además, por profetas de la talla de Jeremías, Nahum y Sofonías. Desempolvó el libro de la ley, el Deuteronomio, y lo puso en vigencia. Unificó todo el culto definitivamente en el templo de Jerusalén. Consiguió, según las crónicas, un general despertar de la fe y de la piedad, al mismo tiempo que inició un trabajo de reunificación del territorio de Judá con Israel al norte, en ese tiempo bajo la férula de los asirios.
Fue por ello que, cuando los caldeos, al mando de Nabopolasar, independizaron Babilonia y comenzaron a conquistar el decaído imperio asirio, Josías, con la esperanza de la restitución de los territorios del norte se puso de parte de aquellos.
En calidad de aliado quiso detener en Meguido a las tropas del faraón Necao II que acudía en defensa de los asirios. Penosamente allí, en el 609, encontró la derrota y la muerte, atravesado por una lanza egipcia. Al final triunfaron babilonios contra egipcios y asirios, pero eso mismo tornaba para los judíos más inexplicable la muerte de su amado rey Josías después de 31 años de espléndido y bondadoso reinado. ¿No era que Dios apoyaba a los justos y detestaba a los impíos? ¿Qué quedaba de sus promesas, vistos que jamás se había visto en la historia de Judá un rey más bueno y un fin más miserable?
El luto, el llanto y los funerales de Josías sumieron en la más profunda consternación a todo Israel, y sus exequias en Jerusalén fueron grandiosas, al mismo tiempo que la rebeldía y el resentimiento popular contra Jahvé, su Dios. ¿Era esta la justicia divina para con el monarca que más había luchado a su favor?
Eco de estos lamentos y los intentos para consolarlos e interpretar el aciago hecho son los versículos que, siglos después, pronunciará el profeta Zacarías y que acabamos de oír en la primera lectura: "En cuanto al que traspasaron, se lamentarán por él como por un hijo único; y lo llorarán amargamente como se llora al primogénito. Aquel día, habrá un gran lamento en Jerusalén, como el lamento de Hadad Rimón en la llanura de Meguido. Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza".
Son versículos que forman parte de un oráculo más amplio que anuncia "el día del Señor", "aquel día", y en donde Zacarías ha encontrado una cierta explicación a la muerte del rey justo atravesado por la lanza:, la muerte de ese justo será para la casa de David como una fuente de agua que lava del pecado y de la impureza.
Es curiosa aquí la mención de Hadad Rimón. Hadad Rimón es uno de los nombres de Baal, divinidad cananea, el dios de la lluvia, de las aguas dulces, del rayo, el dios benéfico de la vegetación y las cosechas.
Según el mito cananeo, los dos grandes enemigos de Baal, eran Yam, el mar, las estériles aguas saladas, y Mot, la muerte. Baal lograba derrotar a Yam mediante dos clavas mágicas regaladas por Anat, su mujer, personificación de la tierra, pero Mot en cambio finalmente vencía a Baal, a Hadad Rimón, y lo despedazaba sumergiéndolo en el infierno. Esa era la ocasión en que los cananeos -no se sabe si a la llegada del invierno o de las sequías que periódicamente se daban en Palestina cada siete años- realizaban en la llanura de Meguido las ceremonias fúnebres a las que alude Zacarías. Pero, en la continuación del mito, la misma Anat encuentra a Mot, la muerte, la destroza con su daga, la despedaza y siembra los campos con sus restos. Son esos restos los que reviven a Baal, cuyo cadáver Anat había conseguido rescatar de los infiernos.
Estos acontecimiento míticos patéticos eran para los pensadores cananeos el modo específico de la existencia divina y, por lo tanto, de la existencia en general, modo que implicaba la derrota y la "muerte" seguida de periódicas reapariciones de la vida. Existencia intermitente y circular que trataba de integrar los aspectos negativos de la vida en un sistema unitario de ritmos antagónicos. La muerte entraba así dentro lo normal de la historia, en último análisis venía a ser la condición de la vida.
Claro que esto no tocaba a los individuos: las personas como los animales no eran sino porciones descartables de un ciclo cósmico eterno y recurrente en donde cada uno no contaba para nada. No había en realidad historia porque todo siempre retornaba a lo mismo. Esa era la única eternidad que se concebía, volver el todo una y otra vez a lo idéntico; las partes no interesaban.
El llanto por Josías, en cambio, aunque rememora el de Hadad Rimón, va más allá de una de los tantas muertes y retornos a la vida. Josías no volverá a la vida -al menos a ésta- pero su muerte de justo prepara un futuro absoluto y definitivo para todo Israel, para la casa de David en "Aquel día", "el día del Señor". La historia, vista por Israel, no es el eterno retorno, el círculo, la serpiente que se muerde la cola en donde el inicio coincide con el fin: es una recta que avanza hacia la plenitud.
Era lógico que, cuando el soldado abre el costado de Jesús en la cruz de una lanzada, el evangelista Juan recuerde esta pasaje de Zacarías diciendo: 'esto sucedió de modo que se cumpliera lo que dice la Escritura: "Mirarán al que traspasaron"'
Porque Jesús es la imagen perfecta del justo, del bueno, que soporta la injusticia, el sufrimiento y la muerte. Pero, al rememorar el pasaje de Zacarías, Juan no solo está lamentando la muerte de Cristo, sino que la coloca en dirección al sentido de plenitud de "Aquel día", "el día del Señor" que señala el horizonte final en que se cumplirán las promesas divinas precisamente a través de la muerte y el dolor del justo.
Es por eso que la liturgia coloca esta lectura en paralelo al evangelio de hoy en el cual Jesús define su misión davídica y mesiánica precisamente desde la Cruz, penúltima estación hacia el cumplimiento final de la Resurrección.
Jesús es quien introduce el tema: "¿Quién dice la gente que soy?"
El parecer del vulgo se pierde como siempre en la imprecisión: un profeta, un hombre más que terminó mal, el primer revolucionario -así se oía en la década del setenta-, una persona buena y genial, uno de los grandes maestros de la historia junto con Buda, con Mahoma, con Ghandi ... En fin las bobadas que dicen los que no saben, los que no estudian ..., los rumores, las opiniones que recogen los periodistas por las calles, o las encuestas, o las elecciones ...
Jesús, casi interrumpiendo el tedioso desfile de afirmaciones, se dirige ahora a sus discípulos, a los que se supone que algo saben, han leído, han meditado, han estudiado "Pero vosotros, ¿quién decís que soy?" Y, por supuesto, ellos han estado con El, han percibido la majestad de su presencia, han visto los signos que es capaz de hacer y que demuestran que realmente está señalado por Dios, ven las multitudes que -al menos por ahora- arrastra, y no pueden dejar de pensar que se encuentran nada menos que frente al descendiente prometido de David, el caudillo que liderará a Israel contra sus enemigos, al ungido de Dios, es decir al Cristo, al Mesías que inaugurará el reino definitivo de Dios. Eso es lo que responde Pedro en nombre de los demás y eso es más o menos lo que cree o al menos vive el cristiano medio: un Jesús poderoso capaz de darnos en la oración esa paz que todos necesitamos, que garantiza con sus buenos consejos nuestra felicidad, que responde a nuestras oraciones cuando le suplicamos, que nos pide que lo sigamos por el camino del bien que, al mismo tiempo es el camino de nuestra propia tranquilidad y aún de la paz social...
Y Jesús no discute a Pedro, como tampoco discute a los que se confiesan el día antes del exámen para que no les vaya mal, ni a los que piensan que porque son más o menos cumplidores todo tiene que salirles bien, ni a los que acuden a El solo en sus apremios, en sus enfermedades, en sus carencias, ni a los que creen que cumplir con El es un seguro de vida, de accidentes de trabajo y de daños contra terceros, garantía de éxito, de salud y de felicidad...
No Jesús no lo niega -porque en el fondo, en el fondo, aunque de otra manera, todo eso es verdad-, El es realmente el Mesías, pero corrige el concepto con el denso párrafo del Hijo del Hombre, de la cruz, de la necesidad de perderse para encontrar la vida.
Pero ya no se trata de la dialéctica compensatoria de Baal y Mot, de la vida y la muerte, de los cananeos... Se trata más bien de la visión de Zacarías, el Mesías traspasado hecho fuente, la cruz abierta no al retorno de lo pasado, sino a un futuro mejor: la cruz mirando a la Resurrección...
Todos sabemos que en realidad esa es la verdadera dialéctica de la vida hecha no de regresos sino de ascensos que hacen a cualquier vivir realmente pleno. El vivir siempre exige el saber dejar: el que no deja el vientre de su madre no se abre a la luz; el que no es capaz de sacrificar diversión y comodidad no crece en el estudio; el que no disciplina la televisión no puede formarse en la lectura; el que no es capaz de dejar cien chicas no podrá jamás casarse realmente con una; el que no sacrifica amores de cuarta no vivirá jamás un gran amor; el que se cierra en su yo no puede abrirse en el tu a la riqueza del nosotros ... y ¡cuántos ejemplos más podríamos dar -hoy que es el día del Padre- de padres que nunca quisieron negar nada a sus hijos y, a pesar de eso o quizá justamente por eso, los ven incapaces de verdadera hombría y felicidad... O ¿que se pude esperar de una sociedad que no quiere exigir a sus estudiantes que para estudiar sacrifiquen mirar un partido de fútbol? ¡que parece que es en las canchas el único lugar donde se juega el honor de la bandera!
Pero la apuesta a la Vida que nos hace Cristo, nuestro Mesías traspasado, es mucho más alta que aquellas cosas de este mundo a las cuales podríamos apostar con parciales renuncias, con limitados sacrificios, con precios razonables
La meta a la cual nos conduce Cristo no está allí nomás más allá del vientre de mi madre, ni de mi recibirme, ni de mi casto noviazgo, ni de mis disciplinadas investigaciones, ni de mi apagar la televisión, ni de mi humana solidaridad ... Ella está más allá de todo lo humano, porque el Hijo del Hombre del cual habla Cristo es la misteriosa figura anunciada por el profeta Daniel, el hombre nacido no de la tierra, sino el que viene del Cielo, la humanidad definitiva recreada por Dios en la gloria, el hombre rehecho según el mismo vivir de Dios.
Solo esta visión de cielo, de gloria y de eternidad, la visión de la Pascua de Resurrección, es la que explica porqué Dios puede y debe pedirnos renuncias a veces aparentemente desmesuradas y que no son sino la otra cara de nuestra entrega a Él, de nuestra elección por Él.
Esta vida que, cerrada en si misma, termina, por ciclo biológico ineluctable, en la nada, en la muerte, puede abrirse a la vida que Dios ofrece si, en vez de querer guardárnosla para nosotros, se la regalamos a Él. "El que pierda su vida por mi ese la salvará". Sin este darnos a Dios, transformamos a nuestra fe en una vaga moralina pseudoreligiosa que a la menor contrariedad, frente a la menor tentación, ante la más mínima exigencia de abnegación, se echa por la borda.
Es la entrega pascual a Cristo lo único que da sentido a las derrotas de los Josías, las cruces de los católicos, la exigencia de pequeñas y a veces grandes renuncias -en dolores, injusticias, incomprensiones o fracasos- que son en realidad la última prueba -si somos capaces de asumirlas en amor y entrega- de que realmente somos cristianos.