Lectura del primer libro de los Reyes 19, 16b. 19-21
En aaquellos días: El Señor dijo a Elías: «A Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, lo ungirás profeta en lugar de ti» Elías partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando. Delante de él había doce yuntas de bueyes, y él iba con la última. Elías pasó cerca de él y le echó encima su manto. Eliseo dejó sus bueyes, corrió detrás de Elías y dijo: «Déjame besar a mi padre y a mi madre; luego te seguiré.» Elías le respondió: «Sí, puedes ir. ¿Qué hice yo para impedírtelo?» Eliseo dio media vuelta, tomó la yunta de bueyes y los inmoló. Luego, con los arneses de los bueyes, asó la carne y se la dio a su gente para que comieran. Después partió, fue detrás de Elías y se puso a su servicio.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 51-62
Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?» Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo. Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te seguiré adonde vayas!» Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.» Y dijo a otro: «Sígueme» El respondió: «Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre» Pero Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios» Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos» Jesús le respondió: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios»
Sermón
Cuando murió el rey Salomón, las doce tribus de Israel, que precariamente se habían unido en una sola nación bajo el cetro de su padre David, volvieron a dividirse, en el 935 AC, esta vez en dos reinos, el del Norte, Israel, y el del sur, Judá. El del norte se quedó con los territorios más extensos, fértiles y ricos. El del sur, con menguada zona montañosa y desértica: tierra avara en dones de su entraña. Quizá fue ésto lo que hizo que Judá durara mucho más, despertando menos las apetencias conquistadoras de los imperios vecinos.
El reino del sur conservó hasta el final la línea dinástica davídica. El del norte, en cambio, tuvo líneas de sucesión continuamente interrumpidas por asesinatos, golpes y revueltas de palacio. El del sur tenía una única capital, Jerusalén y su único templo dedicado a Yahvé. El del norte varias ciudades importantes, cada una con su templo, e incluso múltiples divinidades distintas a Yahvé.
Es por ello que pululan en el norte hombres de Dios, profetas, que con especial energía y furia, truenan en defensa de la fé en Yahvé, el único Dios de los hebreos.
Uno de ellos, legendario y terrible adversario del culto a Baal, Elías, del cual hay coloridas, explosivas y amenas historias en la Biblia -en el libro de los Reyes (I Re 17;-II Re 1)-, como justamente, una escena en donde, disputando contra los falsos sacerdotes de Baal, hace descender sobre ellos fuego del cielo. La primera lectura de hoy nos trae el pasaje donde Elías llama a su discípulo, a su sucesor, Eliseo, que también será un gran profeta a seguirlo -con el expresivo gesto de echarle el manto encima-, y éste va detrás de él, pero "yendo antes a despedir a sus padres".
En el año 887 antes de Cristo, en el norte, en Israel, un tal Omri había sido hecho rey, después de una serie de monarcas asesinados el uno por el otro. Para escapar al mismo destino de sus antecesores, decide construir su propia capital y hacerla inexpugnable. Para ello compra a un terrateniente llamado Schamer una montaña que, del nombre del dueño, es denominada Schamerón. La fortifica, construye en ella su alcázar y le da el mismo nombre de la elevación: Schamerón; en griego Samaría.
Samaría se hará famosa, no solo por su lujo, sino porque sus reyes polígamos la llenan de templos dedicados a los dioses de sus múltiples mujeres extranjeras. El más famoso y abominable de todos, el templo a la divinidad sidonia Melkart, levantado por el rey Ajab, descendiente de Omrí, para su mujer Jezabel, la terrible y sanguinaria enemiga del profeta Elías. También contra ella finalmente Elías descargará la ira de Dios.
Entre lujo, sangre, injusticias sociales e impiedad, a pesar no solo de la acción y palabras tremebundas de Elías y Eliseo, sino de profetas de la talla de Amós y de Oséas, el reino del norte continúa su historia de asesinatos y revueltas. Hasta que su riqueza y, al mismo tiempo, su debilidad, despierta la atención de uno de los imperios más inhumanos, despiadados y crueles de la antigüedad: Asiria.
En el año 724 Salmanasar V pone sitio a la ciudad de Samaría que gracias a sus fortificaciones, resiste tres años, pero, al cabo, ha de rendirse a Sargón II sucesor de Salmanasar. Parte de los defensores de la ciudad son pasados a cuchillo, parte empalados vivos. Así lo muestra no solo el relato bíblico sino bajorrelieves del palacio de Sargón en Nínive que se conservan en el British Museum. La gran mayoría de los habitantes de Israel, del reino del Norte, son deportados. Se acaba el Reino del Norte. Todos los teólogos del pueblo judío verán este desastre como un castigo de Dios a las impiedades y maldades de Israel, y sus antiguos habitantes serán considerado ejemplo de idólatras, de adoradores del becerro de oro, de pecadores.
Sargón puebla esos territorios con colonos de otras diversas naciones vencidas.
A estos pueblos, con los pocos supervivientes de la masacre asiria, ya no se los llamará Israelitas, sino samaritanos, de Samaría.
Arrinconados por el odio de sus hermanos judíos, que los despreciaban como de raza inferior y de fé heterodoxa, en época de Alejandro Magno, construyeron su propio templo en el monte Garizim, al sur de Samaría. Juan Hircano, hijo de Simón, el hermano de Judas Macabeo, destruye ese edificio en el 104 antes de nuestra era. El odio entre judíos y samaritanos no se apagará ya más y está especialmente vivo y virulento en época de Jesús. Ese es el territorio que hoy intenta atravesar Jesús y le niegan alojamiento porque se dirige a Jerusalén.
Más al norte todavía de la odiada Samaría, se encuentran las llamadas "tierras de los gentiles", en hebreo galilea ha goim, o simplemente Galilea, en donde, sin embargo, durante la época del dominio griego - luego romano-, se establecen cantidad de judíos, tanto que prácticamente se transforma en comarca hebrea. Entre ellos se asientan los padres de Jesús. Allí, en tierra casi pagana, comenzará su acción apostólica Cristo, y de esos judíos galileos sacará sus primeros discípulos.
Hoy, en su evangelio, Lucas, ubica a Cristo en el preciso instante en que va a salir de galilea ha goím, en donde, hasta este capítulo noveno, ha desarrollado su misión. A partir de ahora, Lucas concebirá todo el resto de la vida de Jesús, como un lento pero inexorable y empecinado avanzar, ascender, dirigirse conquistador, hacia Jerusalén. Y esto lo entiende no simplemente como un trasladarse geográfico, sino como una verdadera subida, toma, que culminará en su final elevación a través de la batalla de la cruz: "Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación -hemos escuchado-, Jesús se encaminó decididamente a Jerusalén". ("Puso el rostro duro hacia Jerusalén", dice el texto original.)
Jerusalén: el centro del judaísmo ortodoxo, el lugar del templo, la capital del Rey, la capital de los judíos. Desde tierra de paganos, Jesús toma el camino de la Ciudad Santa. Allí será finalmente rechazado y subido al madero. Pero esa subida se transformará también en su definitiva exaltación.
Hasta ahora, en Galilea, sus discípulos han creído que Jesús no es más que otro profeta. Más aún, como tantos judíos esperaban la vuelta de otro Elías, muchos pensaban que Jesús podía ser él, a la manera de Juan el Bautista, profeta tonante, anunciando el juicio de Dios, la venida del día terrible de la venganza de Yahvé.
Pero el evangelista Lucas hace tomar distancia a Jesús de Juan Bautista y de Elías. Jesús pasará por el reino del norte, por Samaría, pero de ninguna manera, como el profeta Elías, destruirá por el fuego a los odiados samaritanos, sino que, tarde o temprano, los convertirá, en amor y comprensión, en ternura y mansedumbre, en perdón y magnanimidad. En esta escena, Jesús, como el gran señor que era, se distancia 'ex profeso' de Elías al negarse a intervenir violentamente como él, al pedido destemplado de Santiago y de Juan. El no ha venido a destruir sino a salvar, acota un versículo omitido en nuestra versión. Más tarde, a propósito, para alejar a sus discípulos de todo racismo, Jesús pondrá a un samaritano como ejemplo de verdadero prójimo, en su parábola del viajero asaltado por los ladrones camino a Jericó. De hecho Samaría será, después de la Resurrección, terreno fértil de cristianos.
No: él no es Elías, ni como Elías; y, al mismo tiempo, es mucho más que Elías. Y, por eso, seguir a Cristo, ser sus discípulos, es muchísimo más comprometido, riesgoso y definitivo que seguir al profeta. De allí esa frase difícil de entender de cómo Jesús no deja a sus discípulos despedirse de sus padres, "deja que los muertos entierren a sus muertos". Frase enigmática que por otra parte encierra toda la distancia que hay entre esta vida destinada a la muerte y la que ofrece Cristo encaminada a la vida. Eliseo, en cambio, -hemos escuchado en la primera lectura-, pudo ir a despedirse de sus padres para luego seguir a Elías. Para ir detrás de Cristo, ni siquiera eso. Como Vds. ven es una hipérbole; una frase para llamar la atención, que solo entiende quien conoce el pasaje de la vocación de Eliseo por Elías y que, al mismo tiempo que muestra la superioridad e Cristo sobre éste, señala el absoluto despojo y libertad que ha de tener el cristiano para ir por el camino de Jesús.
El camino de Jesús. Las primeras generaciones, antes de llamar cristianismo a su doctrina, la llamaban sencillamente el camino. Camino a Jerusalén. Camino a la exaltación y la gloria, a la vida definitiva, al Reino, en la misma dirección y en secuela de Jesús.
Pero seguir a Jesús no es -dice Lucas-, portarse más o menos bien, cumplir una serie de ritos y preceptos, tenerlo como figura divina para solicitar su protección y vivir bajo su amparo, contar con una filosofía de felicidad mundana, familiar, o política, para ayudar a construir una sociedad mejor, colgar una medalla talismán con su imagen al cuello, fijar algún crucifijo o santo para adornar la pared de mi casa, o prender una vela o dar una limosna cuando necesito su favor...
Ser cristiano no es tampoco como adherirse a un partido, ser miembro de un club, hincha de Boca o de River, tener un programa favorito de televisión, ser fanático de determinado personaje o formar parte de una empresa multinacional... Ser cristiano es, antes que nada, ofrendarse a Dios, estar dispuesto a dar absolutamente todo por Jesús, vivir constante y corajudamente en actitud de despojo frente a las cosas por Él, de tal manera que ningún apego humano, ninguna conveniencia personal, ningún placer o comodidad, ningún provecho material o progreso, pueda ser más importante que conservar mi libertad de adherir a Jesús, mi amistad con Él, mi hombría cristiana, mi alegría, mi sed de santidad...
Aún cuando normalmente, salvo en vocaciones particulares, Cristo no me pida que de hecho deje todas las cosas para servirlo, no solo los monjes, no los ascetas, sino todo cristiano, 'in dispositione animi' decían los teólogos medioevales, 'en disposición interior', tiene que estar dispuesto a dar todo, a dejar todo, incluso a lo más querido, incluso a la propia vida, si de una u otra manera, Jesús nos lo pidiera. Y todo lo que poseemos hemos de usarlo -y disfrutarlo, por supuesto-, sabiendo que está en principio, ya, regalado a Jesús. Y en realidad es solo lo ofrendado lo que, el día que inevitablemente todo habremos de dejar al morir, recuperaremos con creces en El.
Y Dios pedagógicamente no deja de pedirnos, a veces, por nuestro bien, muestras de esa disposición de dejarlo todo por Él, condición para acceder a Su Reino, en por momentos dolorosos abandonos. No hablemos de los riesgos comunes de la vida y de lo que los años y la salud nos van obligando a dejar. En estos tiempos corruptos en que es tan difícil ser cristiano y medrar profesional o económicamente sin la tentación de ceder al ambiente; en donde tantas viejas fortunas, campos y empresas se pierden en el descalabro de una economía perversa; en donde tantos matrimonios desechos, a veces sin culpa, no tienen otra salida, si se quiere ser fiel al Señor, que el celibato forzado y la soledad; en donde el prestigio y el status se gana tantas veces en desmedro de la moral, la honestidad y el honor, y en donde ser derechos significa tantas veces ser desplazados en puesto y en trabajo; en donde el caballero y la dama cristianos han de verse suplantados por advenedizos sin valores, sin tradiciones y sin ni siquiera buen gusto; en donde vivir cristianamente como novios parece ser cosa extraordinaria... y cuando el desespero puede tocar a la puerta del cristiano, porque, por cristiano, no puedo dar a los míos lo que quisiera, porque por honesto me es imposible prosperar en la competencia de los inescrupulosos, porque por llevar conducta cristiana se me mira como extraño, se me excluye... es bueno escuchar otra vez estas palabras terriblemente exigentes de Jesús y al mismo tiempo recordar otra vez el exultante motivo de ellas: no ningún mandamiento despótico o cruel, sino nuestra nobleza cristiana y nuestras metas de honra, pundonor, heroísmo y santidad, nuestra voluntad de seguir a Cristo y su glorioso estandarte cueste lo que cueste, hacia la verdadera vida, hacia Jerusalén, hacia el Reino, en actitud de conquista, por su camino, en viril entereza, no mirando hacia atrás, aceptando que no caiga fuego del cielo para terminar con el mal y los corruptos, sin tener a veces ni un respiro, ni una piedra donde reclinar la cabeza, combatiendo con alegría el buen combate, y dejando a los muertos que entierren a sus muertos.