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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2002. Ciclo A

13º Domingo durante el año
(GEP 30-06-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo     10, 37-42
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa".

Sermón

        Tanto el libro del Deuteronomio (Dt 13, 6ss; 33, 9) como el de los Macabeos (2 Mac 7,22-23) en el Antiguo Testamento -sin mencionar al precepto del "amor a Dios sobre todas las cosas"- hablan de la necesidad de posponer absolutamente todos los afectos, aún los más sagrados como los de la familia, por amor y obediencia a Dios y a su Ley.

            La primera frase del evangelio que hemos escuchado -"El que ama a su padre o a su madre más que a mi..."- no hace sino arrogar a Cristo este privilegio exclusivo de Dios. Lo cual sería desmesurado, ciertamente, si Jesús no fuera nada más que un predicador, un maestro, un filósofo, un fundador de religión, y no, precisamente, el mismo Dios al cual hemos de "amar con todo nuestro corazón, todo nuestro espíritu y toda nuestra vida". El que no se trate de un amor o cariño puramente 'afectivo' sino 'efectivo'; el que no sea un cuestión de 'corazón' sino de 'decisión', es algo absolutamente obvio, en lo cual insistir sería de Perogrullo. Se trata simplemente de esa adhesión incondicionada y total que el hombre, conservando su dignidad, solo puede brindar a Dios, no a ningún hombre, mujer, institución, estado o familia que sea.

            Pero, más aún: si los amores con los cuales nos vinculamos en esta vida todos forman parte de ese entrelazado de quereres que más o menos nos realizan mutuamente y forman parte de nuestras riquezas y carencias de esta vida, es solo el amor a Cristo el que nos pone en el camino de esa plenificación que el hombre solamente puede encontrar más allá de si mismo y de su naturaleza, en la vida sobrenatural. Amar a Dios, entregarse a Cristo, es el único modo que tiene el ser humano para salir de la caducidad de esta vida mortal y lograr la plenitud de su existencia en Dios.

            No está, pues, de más recordar que ni Dios ni Cristo tienen ninguna necesidad de nuestro amor. Toda la creación, toda la actuación de Dios fuera de si mismo en este universo es a puro beneficio del hombre. El no nos necesita para nada. Si Dios nos crea es solo para dar a luz a quienes pueda colmar con sus dones. Nacemos con el único fin de ser regalados por Dios.

            Antes que nada con el don de la vida que, de por si, creada a imagen del mismo Dios, es una lejana reproducción del vivir divino. Vida humana que, bien lo sabemos, encastrada en este bello mundo y rodeada de otras vidas se constituye en el maravilloso existir del hombre, sus relaciones, sus conocimientos y amores, su cultura, su arte, sus riquezas y su técnica. Existir que parecería poder agotar los deseos de lo humano. Existir, sin embargo, precario, no siempre despojado de males, más bien, en su concreción mayoritaria, plagado de dolores, de rencores, de pesares. Existir humano siempre enturbiado en su disfrute por la conciencia del tiempo que pasa y del límite implacable que, tarde o temprano, le impondrá el morir.

            Es que Dios ha proyectado la vida del hombre no solo para que pueda disfrutar sus posibilidades naturales, en esta reproducción umbratil de su Ser, sino con la alocada idea de regalarle Su propia Vida divina.

            Pero ¿cómo recibir esta infinita generosidad de Dios? ¿quién poseerá bolsillos o cajas fuertes suficientemente grandes para guardar lo que liberalmente nos ofrece más allá de nuestras capacidades? ¿quién tendrá estómago suficientemente amplio para digerir el celeste banquete al cual espléndidamente nos convida? ¿quién podrá encerrar en si la infinitud de su Trino vivir?

            Decía un viejo adagio escolástico: "lo que se recibe se recibe al modo acotado del que lo recibe, del recipiente" ("quod recipitur, ad modum recipientis recipitur"). Si recibiéramos a Dios éste quedaría automáticamente achicado a nuestros límites. Nada hay que pueda contener a Dios, recibirlo a modo del Supremo Dador, aprovecharlo entero. Lo finito no puede recibir al infinito. No hay manera alguna de participar de la inconmensurable vida divina 'recibiéndola'. Siendo la vida divina el mismo Dios, lo único que El puede hacer para ponerla a nuestra alcance es preadaptar nuestra mente y nuestro corazón, mediante la gracia, para que podamos acercarnos a El. Pero también esa gracia -la gracia santificante- es creada, y, por lo tanto, limitada, incapaz de contener a Dios. La única forma de poseerlo de algún modo, en la ilimitada medida en que Él quiere dársenos, es que nosotros mismos, libremente y en respuesta de amor, nos entreguemos a Él. No recibiéndolo nosotros a Él, sino Él recibiéndonos a nosotros.

            Si desde nuestro yo finito pretendemos hacer 'nuestro' a Dios, lo reducimos a nuestro ser coartado. No lo poseemos: seguimos encerrados en nosotros mismos, fabricamos con Él un ídolo a nuestro servicio. Es solo ofrendándonos a Dios en amor sobre todas las cosas -El aceptándonos y haciéndonos Suyos- como puede introducirnos en el piélago sin límites de su ser, su felicidad, su belleza y su trinitario amor.

            En realidad ese es el significado etimológico de la palabra 'sacri-ficar', hacer sacro, hacer divino, con-sagrar. Solamente consagrándonos a Dios en espiritual sacrificio viviremos con Él y de Él. Es la dinámica de todo sacrificio auténtico -no de cualquier dolor o pena o mortificación-: algo nuestro hecho ofrenda, que entregamos a Dios y Él, aceptándola, la hace suya, es decir 'sagrada', 'sacrificada, 'consagrada', divina.

            Es el mecanismo de la Misa: en el ofertorio, en forma de pan -de algún modo expresándonos también en colecta- nos ofrendamos a nosotros mismos. (En realidad: lo que no retaceamos a Dios en pecado y egoísmo. Son los verdaderamente cristianos, los santos, quienes se dan todo.) Dios, mediante el sacerdote -que hace las veces de Cristo- acepta ese pan, ese nosotros, lo 'consagra', lo hace suyo, elevándolo a su nivel divino.  Luego, nos lo devuelve, entrega, en forma de comunión. Lo que no damos no es consagrado, y por lo tanto no es comulgado, no retorna a nosotros transformado en cuerpo y sangre de Jesús.

            Por eso -dice también el evangelio de hoy- la vida que conservamos la perdemos. La que entregamos a Dios y perdemos por Él, esa la encontramos.

            Es lo mismo que sucedió con lo humano de Jesús -tal cual nos lo indica el pasaje de la epístola a los Romanos que acabamos de escuchar-: Cristo, al morir, solo murió a esta vida que -como dice Pablo- se puede llamar -si quedada en si misma- 'vida de pecado': "murió al pecado una vez por todas," pero "ahora que vive, vive para Dios".

            De allí que, en otro pasaje de esa misma epístola (12,1), Pablo nos exhorta, como resumen de todo el vivir cristiano, a que nos ofrezcamos a Dios 'como una ofrenda viva, santa'. Ese -dice- es el 'culto espiritual' que agrada a Dios y que concretizamos en la santa Misa, toda vez que solo en ella, actualizando el misterio de la Pascua, Dios acepta nuestra ofrenda y la hace suya, nos hace suyos.

            La cruz, los sufrimientos, de por si no tienen sentido fuera de esta actitud. No es el dolor ni las penas los que nos hacen aceptos a Dios, sino lo que pueden significar de actitud de oblación y amor que deja nuestro propio 'ego' y cuidado para entregarse, en 'éx-tasis', en salida de si mismo, a Dios y a aquellos a quienes Dios ama. La Cruz no nos interesa como puro instrumento de suplicio ni de muerte, sino como la otra cara de esa entrega de amor en la cual ni Cristo, ni los que verdaderamente queremos seguirlo, guardan nada para su yo. Lo pierden, lo entregan, dejando sus minúsculos y su torpes egoísmos, sus mezquinos éxitos de este mundo, para ofrendarlos, en alegría de amor y de encuentro, a su Señor. Por eso "el que no toma su cruz y lo sigue no es digno de Él".

            Pero es verdad que esa actitud de ofrenda, de verdadero amor, que se prolongará aún en la vida eterna, constituyendo el estado subjetivo mismo de la visión beatífica -"Haz de nosotros ofrenda permanente," repiten varias preciosas oraciones de la liturgia romana-, esa actitud -digo- aquí, en este mundo, se encuentra insidiada constantemente por los intentos del yo y del mundo por asfixiarla. La cultura moderna, con su continua apología de lo humano, de la inmanencia, del aquende, no puede sufrir que le contesten el que ello sea el valor último, absoluto, de la existencia humana: la política, la economía, el logro mundano.

            El cristianismo, en su afirmación soberana de Dios, de Cristo, reduce al mundo del aquí con sus dirigentes, sus condicionamientos, su comercio y sus corrupciones -y aún con todas sus cosas buenas- al estado de creaturas a ser amadas menos que a Dios. Esto es insoportable para el hombre tentado por la serpiente que pretende, por sus solas fuerzas, hacerse Dios. Y, así, este hombre contemporáneo que pretende hacerse Dios y ser para si mismo su propia ley y su propio fin, se opone constantemente al Dios que se hace hombre por amor. En una oposición astuta en la cual si, normalmente, lucha con las armas de la tentación, la hipocresía y la infiltración, a veces no duda en oponerse frontalmente en la exclusión, la persecución y aún la muerte.

            El llamado de Cristo a tomar su cruz y seguirlo, si bien, pues, es la actitud constitutiva del ser cristiano hecho ofrenda, hostia ofrecida a Dios y consagrada, resucitada por Él, más allá de su calidad permanente y religiosa, puede transformarse en concreto, en la vida de todos los días, en renuncias dolorosas, y aún -como en la época en que escribe Mateo- en casos extremos, a seguirlo al Señor por el sendero del calvario, tal cual tantos mártires lo atestiguan a lo largo de la historia.

            Será bueno en estos tiempos en que, aún los que no lo hubiérmos jamás hecho voluntariamente, hemos sido despojados de tantas cosas, nuestros bienes, nuestro nivel de vida, nuestra ciudad tomada por el desorden, la desidia y la delincuencia de arriba y de abajo, nuestra patria alienada, nuestras familias vulneradas... que asumamos todo ello desde nuestro ser cristiano.

            Que no nos despojen de nuestra verdadera vida en rencor y protesta, en mal humor e inquinas, en continua distracción y preocupación por lo cotidiano y, mucho menos, en los escapismos baratos de las diversiones de cuarta. Y que sepamos defender con alegría esa libertad de haber ofrecido todo por Cristo, encontrando, en cambio, nuestra verdadera dignidad de hijos de Dios para, un día, como ofrendas permanentes, vivir eternamente su gozo.  

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