2003
SERMÓN
Mt 16, 13-19 (GEP 29/06/03)
No lejos del Coliseo, del lado opuesto al Palatino, en las alturas del Esquilino, lugar poco transitado por el turismo, abriéndose a una linda 'piazza', se levanta, en Roma, la antigua iglesia de San Pietro in Vìncoli. Templo conocido, sobre todo por los fragmentos de la monumental sepultura que el Papa Julio II, en 1505, había encomendado diseñar y comenzar a Miguel Ángel, con el propósito de colocarla en San Pedro, en el Vaticano. Finalmente, el monumento no pudo completarse porque, a la muerte de Julio II, sus sucesores no tuvieron interés en proseguir una obra tan costosa. Finalmente, Paulo III la interrumpió del todo, encargando a Miguel Ángel que aprovechara sus últimos días pintando el maravilloso Juicio Final de la capilla Sixtina.
Julio II fue enterrado en San Pietro in Vìncoli, porque era la Iglesia que, cercana a sus palacios, los Della Róvere, su noble familia, habían siempre cuidado, restaurado y embellecido. De todos modos su sepulcro se encuentra bien servido, ya que allí se halla la estatua de la cual, al mirarla, y para convencerlo en nombre de Paulo III que se dedicara al Juicio Final, un cardenal dijo a Miguel Ángel, que era tan bella que, por si sola, bastaría para honrar la sepultura de cualquier Papa. Claro: era el famoso y sobrecogedor Moisés, con su actitud solemne y autoritaria, que hubiera formado parte del monumental conjunto.
Pero, a pesar de que la Iglesia está llena de escudos con el blasón de los Della Ròvere -un árbol con las ramas entrelazadas-, en realidad su estructura primitiva había sido levantada once siglos antes para custodiar, como gran relicario, la cadena de la cual -cuenta nuestra primera lectura de hoy- se liberó Pedro, al ser encarcelado por Herodes Agripa por instigación de los fariseos. La cadena se ve, en nuestros días, en un nicho iluminado al pie del altar, tras un ventanuco, apenas mirada por los turistas, que acuden allí solo para admirar el Moisés.
Vaya a saber de qué cadena se trata. Es seguramente romana y del siglo I, pero fue reconocida como la de Pedro, después de Constantino, en medio de las excavaciones de la ciudad, cuando, a mediados del siglo IV, se desenterraban los lugares santos mandados demoler y tapar por Adriano durante la última insurrección judía. La cadena, en poder del emperador Teodosio II, que reinaba en Oriente, Bizancio, fue regalada por su mujer a su hija Eudoxia, a su vez casada con el emperador Valentiniano III, penúltimo emperador romano de Occidente. Y Eudoxia fue la que mandó construir la Iglesia, sobre los restos humeantes de una anterior, devastada por el saqueo de Roma hecho por las hordas de Alarico veinte años antes, en el 410. Se llamó San Pietro in Vìncoli, precisamente por las cadenas de Pedro, los 'vínculos' de hierro, que allí Eudoxia mandó honrar y resguardar.
En realidad se trataba de dos cadenas, ya que, como narra nuestra lectura, Pedro fue encadenado a dos soldados uno a cada lado, a la manera como hace a veces la policía con sendas esposas o mancuernas para trasladar a delincuentes peligrosos. Pero cuenta una leyenda, nacida en el medioevo, que, probando su autenticidad, puestas en contacto, frente a la emperatriz, se soldaron prodigiosamente. Por eso hoy vemos una sola.
Sea lo que fuere de esta reliquia legendaria, el relato de Lucas, el autor de Hechos, la primera lectura, señala un momento importante en la historia de la Iglesia. El martirio de Santiago, el hermano de Juan, uno de los Doce, marca el fin de la era apostólica estrictamente tal, es decir, del Colegio de los Doce.
A la muerte de Judas se había sentido la necesidad de completar otra vez el número, eligiendo en su lugar a Matías. Ya ahora no: los Doce no volverán a actuar como tales nunca más. Ha terminado su misión fundacional.
Comienza ahora la era de los delegados, los misioneros, los presbíteros, los diáconos, los obispos. Aunque estos últimos se llamen a si mismos 'sucesores de los apóstoles', lo son en un sentido muy general, traslaticio. Son, cuanto mucho, custodios de un mensaje cerrado con el final de los auténticos apóstoles. Por otra parte, siendo unos cuantos miles en el mundo -quizá demasiados- no puede ninguno de ellos decirse sucesor de alguno de los Doce en especial.
Queda aparte una honrosa, única y excepcional salvedad: la del sucesor de Pedro. Lo cual resulta claro del hecho de que, aunque los obispos reunidos en Concilio, cuando declaran solemnemente un dogma en materia de fe o de costumbres, gozan de infalibilidad, lo hacen siempre bajo la presidencia de Pedro. Sin él no son Concilio. Pedro, en cambio, el Papa, goza por si solo, en las mismas circunstancias, de ese privilegio. En la actual doctrina de la Iglesia el obispo de Roma está a una distancia mucho más grande del resto de los obispos que la que tenía Pedro respecto de los once.
Justamente, el cautiverio y liberación de Pedro de sus 'vínculos' en Jerusalén, indica el comienzo del ejercicio de su liderazgo mundial respecto a toda la Iglesia. En efecto: ya Lucas no mencionará más a Pedro como persona -salvo como adalid del Concilio de Jerusalén y proclamando que ha sido llamado a predicar el evangelio a todos los pueblos-.
De hecho Simón, llamado la Roca, Cefas, Pedro, terminará como obispo de Roma. Y a él y a sus sucesores, a medida que avancen las posibilidades de comunicación y encuentro, reconocerán poco a poco todas las iglesias, con sus obispos, presbíteros y diáconos. la suprema autoridad.
Esa autoridad que ya le reconocían claramente las iglesias que representa Mateo, cuyo evangelio acabamos de escuchar, y que nos muestra el pasaje en donde dicha potestad le es conferida a Simón por Jesús.
Mateo, que está escribiendo cincuenta años después de los sucesos narrados, ciertamente no está recordando, por afán de historiador o cronista, lo que había pasado ese día luminoso de Cesarea de Filipo, sino que está haciendo teología sobre la preeminencia de Pedro y sus sucesores sobre el resto de la Iglesia. Cuando Mateo escribe Pedro ya ha muerto por lo menos seis años antes, en Roma, y no había ninguna necesidad de reivindicar su figura al modo que lo recuerda hoy en la escena de Cesarea de Filipo, si no fuera para sostener la primacía de sus sucesores o de las iglesias fundadas por él.
Y la escena es de una sugestión imponente. Hay que imaginarla. Cesarea de Filipo, magnífica ciudad romana edificada en honor del Emperador, del Cesar -de allí Cesarea-, por su vasallo Filipo, hijo de Herodes el Grande, bien al norte, en la montaña, estribaciones del monte Hermón, allí donde nacía una de las fuentes del Jordán y ciudad fronteriza donde se celebraba impío culto al emperador. Para Jesús, el lugar más afín para asomarse al mundo romano, desde su misión personal ceñida, en los comienzos, al pueblo judío.
Ese sitio, prácticamente territorio de Roma y no Jerusalén, elige el Señor para investir a Pedro del poder de las llaves. Esas llaves que, en toda la antigüedad, llevaban colgadas al cuello los 'Mayordomos de palacio', como signo de la autoridad delegada de su Rey.
Cesarea de Filipo, la antigua Paneas dedicada al dios Pan, escenario de roquedales ríspidos, sosteniendo los magníficos templos romanos que había elevado en blanco mármol Filipo; amenazando al cielo las águilas de bronce del poder de la Urbe, y asentado todo el enclave arriba de la abovedada gruta -'puerta del Hades', la llamaban- donde, desde hacía siglos, se daba culto a Pan.
Pan era una divinidad infernal, supuestamente dadora al hombre de todos los dones que éste pudiera desear, representante del poder de la naturaleza, de la fecundidad del mundo y de lo humano.
Frente a todo ese espectáculo, símbolo del poder del hombre en su expresión más extrema, Jesús pronuncia las palabras más solemnes que en los evangelios sinópticos haya dirigido a nadie, a Simón, transformándolo en roca y dándole poder sobre esas fuerzas capaces de tornarse hostiles y mortíferas. Es una lástima que nuestra traducción, en lugar de verter 'puerta del Hades', como escribe el original griego, o 'puertas del infierno' como se hacía antes, y que se refiere, en este escenario, a la tenebrosa cueva de Pan, traduzca la frase con un lavado 'poder de la muerte'.
No. Es mucho más. Las 'puertas del Hades', 'de Pan', son todas las fuerzas oscuras de lo humano rebelándose a Dios y que se desatan siempre contra la iglesia -desde afuera o infiltrándola- con todo su poder ideológico, ponzoñoso, financiero, bélico, herético, seductor... Es frente a esas fuerzas malignas que Jesús promete, a Pedro, que no prevalecerán sobre la Iglesia construida, asentada, en su cimiento de Roca.
Al oír esas palabras ¿qué habrá sentido Simón, pobre pescador, seguidor de un líder al cual apenas recién, en un rapto de inspiración fugaz, en un esfuerzo de fe, acaba de reconocer Mesías? Mesías ¡ay! carente de tropas, de dinero, de reconocimiento alguno. ¿Qué habrá sentido Simón de su nombramiento rocoso, allí en el llano, doce 'don nadies' mal vestidos, mirando, hacia arriba, el imponente espectáculo de la aterradora roca y mármol del poder romano y la atemorizadora hegemonía de Pan?
Y sin embargo, Pedro no vacilará. Cuando, liberado del poder de los judíos, en la escena de los Hechos, se desvincula de las cadenas que lo ataban a la gestapo hebrea, se dirigirá a Roma. Las cadenas que se le caen de las manos no son solamente el hierro que lo ataba a dos pobres corchetes al servicio de Herodes, sino su desvinculación definitiva del judaísmo fariseo.
No en Jerusalén, capital del provincialismo hebreo, del orgulloso racismo de un pueblo que desdeña todo lo extraño a él y a su sangre, heredero de gloriosas promesas, sí, pero cautivas en nacionalismo exacerbado y xenófobo. En Roma establecerá su sede. Roma, la cabeza de un mundo, de una universalidad -'catolicidad' en griego- que, más allá de su poder militar, empezaba a unirse, mediante la ley y las rutas romanas, en el respeto a todas las singularidades, en la adopción -quizá demasiado ecléctica- de todas las culturas, pero, al fin y al cabo, en el prevalente dominio de la racionalidad, inteligencia y ciencia griegas, de la cual Roma era heredera, y en la eticididad en pañales, pero eticidad al fin, de la disciplina romana. La Iglesia de Pedro, desde su poder espiritual, tomará todo ello, lo exorcizará de sus antiguos demonios, lo purificará de sus errores y excesos y, con ello y el evangelio, edificará la cristiandad.
Obispo de Roma, desde allí -que los católicos debemos hablar siempre de Roma y no del Vaticano, colina de la otra orilla del Tíber en donde la masonería lo ha empujado-, desde Roma, el sucesor de Pedro siempre cumplirá, bien que mal, no por su calidad humana, sino por delegación de Cristo, su papel de inconmovible Roca.
No: no es un obispo más, por más que obispo de Roma sea. Gran confusión tuvo, fruto de la soberbia, creyendo que era solo una cuestión política, el obispo de Constantinopla, Bizancio -convertida, a su vez, en capital política de un mundo ya dividido, no católico- cuando intentó negar a Roma esa primacía y, cismáticamente, se desvió en la llamada ortodoxia. Lo mismo que, luego, pretendió el patriarca de Moscú, con su Cesar trucho, el Zar -deformación de Caesar-, cuando se creyó dueño del mundo y Moscú la nueva Roma. Como si hoy, se negara a reconocer al Papa romano el obispo de Washington o Nueva York porque el ejército y la economía de los poderes norteamericanos dominan al mundo como otrora lo hacía Roma. No: la eterna Roma seguirá siendo siempre el signo de la verdadera unidad, allende todo poder político o económico, sublimados en la catolicidad y universalidad de Pedro.
Y los católicos debemos saber de esa su cercanía universal ¡y hacer valer nuestros derechos! Porque si bien la autoridad local es el obispo del lugar -que no puede extender su jurisdicción fuera del territorio del cual es nombrado obispo por el Papa- el sucesor de Pedro, en cambio, tiene jurisdicción inmediata y personal sobre todos los cristianos del mundo.
La iglesia no es una confederación de feudos autocéfalos en donde cada obispo puede hacer o decir lo que quiere -ni, menos, cada párroco en su parroquia-, sino una gran catolicidad en donde todos y cada uno podemos siempre acudir directamente al Vicario de Cristo, a Pedro, en su función única y maravillosa, para apelar y proteger nuestra identidad católica, cuando ésta pudiera verse amenazada por la prepotencia o la necedad de los pastores locales.
Pedro y Roma son la garantía no solo de nuestra fe, de la validez de nuestros ritos y sacramentos, de la probidad de nuestra doctrina, de la rectitud de nuestras opciones morales, sino de nuestra verdadera libertad. No es Pedro el monarca absoluto, el tirano universal de la iglesia, sino el padre común, el 'servidor de los servidores de Dios' -uno de sus títulos más queridos-, que nos libera de las extralimitaciones o errores de los posibles déspotas locales, y de sus novedades y de sus desvíos doctrinales y aberraciones rituales.
En la conmemoración de hoy, de los Apóstoles Pedro y Pablo, la Iglesia celebra el día del Sumo Pontífice. Porque también Pablo murió en Roma, y allí se conserva su gloriosa tumba. También él eligió a Roma para predicar y morir. No era de los Doce, pero lo mismo, en un sentido más amplio, se llamó a si mismo apóstol. Por cierto que fundó iglesias, y ejerció, a la manera de un obispo, autoridad; pero, en su carisma personal, en sus escritos teológicos, en su comprensión de Cristo, representa todas las fuerzas que el Espíritu, más allá de lo organizado y planeado, del derecho y lo dogmático, en innovación y vida, en testimonio y martirio, viven siempre alentando pujantes en la Iglesia. Ese carisma paulino también lo hereda el sucesor de Pedro. Más aún, tiene la misión de orientarlo, alentarlo y rectificarlo cuando intenta salir de sus carriles en movimientos que pueden transformarse en extraños a la Iglesia o poblarse de errores o de fantasías iluminadas o falsamente carismáticas o curanderamente sanadoras o socialistamente liberadoras.
Recemos, pues, hoy por nuestros Papas 'de carne y de sangre' -como dice nuestro evangelio-, pobrecitos hombres obligados a cumplir misión de Piedra. Recemos por los pasados y por los futuros. Recemos especialmente por nuestro valiente, enfermo y anciano Juan Pablo. Dios lo mantenga -así como está: doblado, cansado y desfigurado-, roca hasta el final. Jesús premie sus desvelos. María Santísima lo consuele en sus fatigas, en su preocupación por la Iglesia, y lo acoja un día, él que se consagró a Ella, cuando, ya no más Papa, sino hermano de Jesús y hermano nuestro, rinda ante Dios, como lo haremos todos, cuentas de su tremenda misión. Que también para si mismo pueda abrir, con sus llaves, el reino de los Cielos.