Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 51-62
Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?» Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo. Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te seguiré adonde vayas!» Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.» Y dijo a otro: «Sígueme» El respondió: «Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre» Pero Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios» Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos» Jesús le respondió: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios»
Sermón
De entre todas las palabras mágicas y míticas del mundo moderno difícilmente haya otra de poder explosivo más inmediato, de condicionamientos emotivos más arraigados, que el de la palabra ‘libertad'. Esa libertad que, desde niños, con guardapolvos blancos, aprendemos a vocear tres veces, desafinadamente, en nuestro Himno.
¡Guay del gobernante que, para custodiar la moralidad del pueblo, se atreva a poner cortapisas a la petulancia disolvente de algún periodista o a la generosa exposición epidérmica de alguna vedette o al desmán anárquico de algún mocoso etiquetado con el sagrado nombre de ‘estudiante' o a la obscenidad disfrazada de arte -o de ópera- o a la traición a la patria bautizada con la pomposa frase de ‘libertad de información'!
¡Guay del padre o del maestro que osen sentarse en la cabecera de la mesa o en sus cátedras sin la amplia sonrisa del diálogo, la lenidad y la componenda!
¡Qué de rasgarse las vestiduras! ¡Qué de encendidos discursos y agitarse de puños! ¡Qué de reuniones pomposas y telegramas de la SIP, de las Ligas por los diversos ‘derechos', de la comparsa unánime de la prensa internacional, de los psicólogos, pedagogos, sociólogos y políticos!
Pero, cuanto más se habla de libertad, menos se la practica.
Porque en verdad que, bien entendida, la libertad es el don natural más maravilloso que Dios haya concedido al hombre. Es por medio de la libertad, del mérito o el demérito, que forjamos nuestro último destino. Es por medio de ella que, colaborando con Dios, construimos aquel hombre o mujer definitivos que vivirán para siempre en el cielo.
Pero, desde la concepción auténtica y cristiana de la libertad -magníficamente expuesta, para el que quiera conocerla en la encíclica de León XIII, ‘Libertas praestantissimum'- a partir del ‘libre examen' protestante, la guillotina de la Revolución Francesa, el liberalismo y el freudismo, mucha agua ha corrido bajo el puente.
Difícilmente término más sublime haya sufrido el toqueteo y deformación que el de libertad.
Se confunde libertad con desenfreno, libertinaje, carencia de toda autoridad, de todo límite, de toda constricción. Libre es aquel capaz de hacer sin que nadie o nada se lo impida cualquier cosa se le antoje: romper vidrieras y quemar autos por las calles de Córdoba; manosear a la novia en cualquier lugar público; estudiar o trabajar cuando se le dé la gana; propalar a voces las opiniones más nefandas; casarse y divorciarse; tener hijos o asesinarlos en el seno de la madre.
Pero ¿será acaso esta ausencia de constricción externa verdadera libertad? Los antiguos la llamaban ‘ libertad de coacción ' y afirmaban que era la ínfima de las libertades. Decían que era mucho más libre un sabio encadenado que un necio suelto, un monje enclaustrado que un vicioso por las calles de la ciudad.
Porque la verdadera libertad poco tiene que ver con la policía, las prisiones y las fronteras. Es una fuerza íntima del espíritu, un señorío viril sobre los propios actos, un dominio de sí mismos dependiente, sobre todo, de la hegemonía de la razón sobre las pasiones y de la luz de la verdad sobre la razón.
Por ello hay dos maneras de quitar al hombre la libertad mucho más sutilmente que la de encerrarlo en una cárcel. Una, por medo del error y la mentira. Otra, fomentándole sus vicios y sus pasiones desordenadas .
Maestro en ambas formas de matar la libertad nuestro moderno mundo. Lleno de bienes con los cuales tentar y distraer; poderoso en medios de ‘información' con los cuales deformar y corromper.
Porque no es libre el hombre que no sabe resistir la atracción del pecado ni la tentación de sus apetitos desordenados. Tampoco el estudiante incapaz de vencer su pereza y quedarse sentado en su escritorio para cumplir con su deber. No es libre la señora que, el día cuando se le descompone el televisor, no sabe qué hacer con sus momentos vacíos y el silencio, y ansía la venida del técnico más que a su médico cuando enferma. No es libre el que no sabe resistir al qué dirán y sigue a pie juntillas los dictados de las modas más absurdas y, como una oveja de rebaño, tiene que hacer siempre lo que hace todo el mundo. No es libre aquel a quien la propaganda hace creer necesario tener cosas inútiles y se precipita detrás de la última novedad de los mercados. No es libre el blandengue sin vigor para enfrenar sus vicios y manías, alcohol o cigarrillo, droga o sexo. Ni el que sufre porque no puede tener las cosas que ambiciona y depende en su felicidad de ellas. Ni el que se deja llevar por sus impaciencias, sus rencores, sus envidias.
A todos estos San Pablo llama ‘esclavos': esclavos del pecado, de sus apetitos, de sus concupiscencias.
Pero hay una esclavitud quizá peor, y es la de la ignorancia y el error. La del que carece de la luz de la verdad. Por eso no es libre el que se cree todo lo que le dicen los diarios; el que acepta sin crítica las afirmaciones del vecino o de la radio; el permanentemente sujeto a los vaivenes de la ‘opinión pública'; el que renueva sus ideas todos los años según el último pensador de turno.
El necio, el errado, el que vive en la equivocación y la mentira, tiene una libertad semejante a la de un auto sin faros en una ruta obscura sin luna ni estrellas, o la de un ciego en el centro de una ciudad desconocida, o la del que posee un mapa errado para llegar a alguna parte. Nadie lo obliga a nada, nadie lo encadena, pero no sabe dónde está, ni qué camino tomar, ni qué vehículo utilizar.
La Biblia dice que la máxima ignorancia es la del impío que no cree en Dios: lo compara a las mulas sin inteligencia. El ateo es el hombre más trágica y supremamente equivocado. Y es más ignorante el señor profesor universitario que se mofa de lo divino, que el analfabeto que humildemente profesa su Credo. Ese señor inteligente, en medio de su tonto orgullo es el menos libre de los hombres: porque no sabe para qué está en este mundo, para qué vive y respira, qué debe hacer para realizarse como hombre. No tiene idea del para qué de sus dichas y sufrimientos y hacia dónde se dirige inexorablemente su existencia. Vive inútilmente los días que Dios le ha dado para ganarse el cielo y corre peligrosamente el riesgo de transitar la senda de su definitiva frustración
Tiene más libertad el cristiano encerrado en las prisiones de Cuba que el mismo Fidel Castro en sus Mercedes Benz; el Cardenal Mindszenti entre las cuatro paredes de su celda que el porteño esclavo de la propaganda y de sus vicios.
József Cardenal Mindszenty
Y por eso sólo Cristo nos da la verdadera libertad. Porque solamente Cristo con su Iglesia puede darnos la espada tajante de la verdad para desanudar en Gordias los nudos del error; y la fuerza impetuosa de la gracia para arrear a fustazos la debilidad egoísta y cobarde las pasiones desordenadas.
Y, porque nuestra vocación, acabamos de escuchar a San Pablo, es la libertad, “dejemos a los muertos que entierren a sus muertos”, sigamos a Cristo, pongamos la mano en el arado y nunca más miremos hacia atrás.