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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1979. Ciclo B

13º Domingo durante el año
1-VI-79

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     5, 21-43
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva.» Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Se encontraba allí una mujer que desde hacia doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada.» Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal» Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?» Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a los pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad» Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas.» Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme.» Y se burlaban de él.Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.

Sermón

En el Corán, que contiene las enseñanzas, hechos y leyes de Mahoma, redactadas después de su muerte ‑632‑, en el 650, por el califa Otman ‑Uthman Ibn Affan, 644-656‑ no se hace ninguna referencia a prodigios o milagros realizados por aquel, a pesar de que se hace referencia a los de Moisés y Jesús.
El mismo Mahoma, ante los reproches de sus adversarios que se los pedían, declaraba que no realizaba ninguno porque era suficiente prueba de su misión divina la doctrina según él inigualable que predicaba.
A pesar de estos testimonios del mismo Mahoma, sus biógrafos posteriores le atribuyeron unos cuantos portentos. El más conocido es el de que, frente a la pertinacia de sus impugnadores, mandó a la luna descender sobre la Kaaba y dar siete vueltas en torno a ella, hacer una reverencia y decir en perfecto árabe, dirigiéndose a Mahoma; “La paz sea contigo, verdadero apóstol de Dios”, tras lo cual éste le ordenó entrar, a través de su vestido, por la manga derecha y salir por la izquierda, dividirse en dos partes, una al este y otra al oeste del cielo y luego volver a unirse de un brinco.
En el “Lalitavistara Sūtra”, escrito siete siglos después de la muerte de Buda, se cuenta que, al nacer, éste cayó en pie y dio cinco pasos, el sol y la luna se pararon, tembló la tierra, quinientos elefantes blancos vinieron a rendirle homenaje y así siguiendo.

En Epidauro, cerca del templo de Esculapio, divinidad protectora de los enfermos y de los médicos, se descubrieron dos estelas del siglo III AC con unas cuarenta narraciones de curaciones milagrosas. Por ejemplo: “Cleo estaba encinta desde hacía cinco años. Hizo oración al dios y durmió en el pórtico. Apenas salida del lugar sagrado dio a luz un niño que, en seguida de nacer, se lavó por sí mismo en la fuente, le habló y dio un paseo con su madre.”


Esculapio

A simple vista nos damos cuenta del carácter ficticio, lindante con la fábula de estos prodigios: nada que ver con los milagros ‑de los cuales hoy escuchamos dos‑ que nos transmiten los evangelios. El prodigio mágico ‑cuando no superchería‑ no es sino el recurso literario de tantos apócrifos y leyendas para exaltar el carácter supranatural, heroico, de ciertos personajes semidivinos o demoníacos.
Como en las fábulas donde hablan los animales o en Superman, ningún oyente se engaña respecto de la ficción del hecho.

No. Este tipo de cuentos nada tiene de común con los relatos realísticos, con la sencillez propia de la veracidad y con el detalle vivo ‑característico del testigo inmediato‑ de los milagros evangélicos. Si alguna analogía remota podemos encontrar es ‑y solo en algunos pocos de éstos‑ con ciertos fenómenos de sugestión o psicosomáticos o parapsicológicos que sabemos se dan en contextos de curanderismo, espiritismo o actividad chamánica. Pero aún en estos pocos casos el accionar de Cristo se destaca por su soberano poder y por el sentido religioso de su actuar.
También podemos comparar su actividad taumatúrgica con la que nos relatan historiadores serios de la antigüedad sobre determinados personajes. Por ejemplo, Tácito y Suetonio atribuyen al emperador Vespasiano la curación de un paralítico y un rengo al entrar con sus tropas solemnemente en Alejandría (1) . Pero, suponiendo no se tratara de fraude, ambas enfermedades, por los detalles relatados, parecen ser de origen meramente funcional. Se consulta a los médicos si juzgan posible la curación y, ante la afirmativa, acuden al emperador en procura del influjo sugestivo. Vespasiano no quiere intentarlo, ante el peligro de hacer el ridículo, pero, al fin, se deja convencer. ¿Ven? todo el procedimiento es ajeno al actuar de Jesús, aún ante este tipo de enfermedades.

Pero el evangelio no tiene ningún interés en distinguir entre enfermedades funcionales, orgánicas o psíquicas, ni entre locura y posesión. El evangelio de Lucas, el médico de Pablo, es el que más cuida estos detalles y calla piadosamente sobre la ineficacia de los galenos. Marcos, que evidentemente no les tiene ninguna simpatía, se encarniza en destacar que la enferma se había fundido con consultas y remedios inútiles y hace menos distinciones hipocráticas.
Pero es que tampoco interesaba a Cristo el que pudiéramos distinguir entre curaciones portentosas, naturalmente imposibles, o fenómenos paranormales o de mera sugestión. Los milagros de Cristo, aun cuando abunden en los evangelios, no son, en sí mismos, lo importante en la vida de Jesús.
No vino precisamente a hacer milagros ni a legitimar como religiosa esa actitud casi supersticiosa de cierta gente que confunde la religión con la magia y está siempre a la búsqueda de lo misterioso. En este sentido tendrían razón aquellos que afirman que la religión es el recurso de la ignorancia allí donde no alcanza la ciencia. Cuando no existía la penicilina no había más remedio que recurrir al milagro. Lo inexplicado recibía la pseudoexplicación de lo sobrenatural. Hoy –afirman‑ ya no se necesitan milagros ni intervenciones divinas.
Claro, eso sería verdad si la religión se confundiera con el ámbito de lo prodigioso. Pero la cosa no es así. Cristo sin duda que hizo milagros. Y milagros se hicieron y se hacen y se harán dentro de la iglesia Católica hasta el fin de los tiempos. Pero no por afán de hacer prodigios ni de montar espectáculos circenses ni suplir la labor de los médicos sino con un sentido mucho más profundo.

Y, tanto los milagro de la Sagrada Escritura nada tiene que ver con los portentos arriba mencionados, que ni siquiera aparece una sola vez en ella la palabra ‘milagro’. Milagro, como Vds. saben viene del latín ‘miraculum’ que quiere decir ‘lo que produce admiración’, ‘provoca asombro’. Y ni a la Biblia ni a Jesús les interesa provocar asombro. En hebreo lo que hoy llamaríamos milagro se designa con los términos ‘mopet’ ‑que significa ‘acto simbólico’‑ y ‘ôt’ ‑que quiere decir ‘signo’. De por si ninguno de los términos se refiere necesariamente a algo maravilloso.

En el NT la palabra que usan los sinópticos es ‘dynamis’ ‑igual a ‘acto de poder’‑ y Juan utiliza los términos ‘sémeion’, signo o ‘ergon’, obra.

Es que, para la mentalidad hebrea, no existen hechos que obedecen a las leyes de la naturaleza y hechos que las superan. El concepto griego de naturaleza y de leyes naturales es ajeno a su forma de pensar. Para ellos todo está en manos de Dios. El mundo funciona no porque existen leyes naturales sino porque Iahvé lo hace funcionar aunque lo haga de una manera previsible, no caprichosa.
Las intervenciones de Dios en favor de Israel, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, no siempre son prodigiosas y sin embargo son ‘mopet’, milagro ‑en nuestro actual vocabulario‑, como la huida de Egipto o la vuelta del destierro de Babilonia.

Nosotros, por nuestra parte, estamos acostumbrados a considerar los milagros de Cristo como pruebas de su divinidad. Acciones sobrehumanas que él habría hecho para probar que lo que decía era verdad. Pero si esto es lo que intentaba hubiera aceptado la tentación del demonio de tirarse desde el pináculo del templo –sin criptonita‑ o hubiera podido hacer maravillas de otro tipo: hacer caminar a un árbol o hacer volar a una vaca. No lo hizo ni quiso hacerlo. Y es que los milagros de Cristo no eran sólo ni primariamente confirmaciones externas de su mensaje, sino que eran vehículo del mensaje mismo. Palabra y milagro juntos eran el signo, la expresión, de la entrada del poder soberano de Dios en el tiempo.
Palabra y poder, ‘logos’ y ‘dynamis’, predicación y sacramentos, liturgia de la palabra y liturgia de la eucaristía, ligados, manifestando la gloria de Dios en el mundo.
El evangelio no es solo instrucción que habla a la inteligencia, es vida que transforma y cura nuestro ser.
Cristo devolviendo la vista, haciendo oír a sordos hablar a mudos, caminar a paralíticos, restituyendo la salud a los leprosos, expulsando a los demonios, multiplicando panes, no quiso hacer la competencia a sanatorios y panaderos, sino que pretendió plásticamente que era capaz realmente de darnos esa Vida que prometía con su palabra y que supera infinitamente la salud y la vida humana.
Por eso todos sus milagros ‑que siempre tienen algo que ver con la salud, con la comida, con la vida‑ apuntan al milagro por excelencia que es el de su propia Resurrección y glorificación.
No interesa el pan de aquí abajo, ni la recuperación de la frágil salud humana, ni de la miope vista de los hombres, sino la Salud por excelencia, el Banquete definitivo, la Vida por antonomasia: la del cielo.

Si, como lo hemos escuchado en la primera lectura., Dios no nos ha creado para la muerte, sino para la vida y si, por el pecado del hombre y la envidia del demonio, ha entrado la muerte en el mundo, Cristo y la Iglesia, con sus milagros nos muestran que esa entrada de la muerte no es definitiva Más aún, ha sido permitida temporariamente como ocasión del acceso a una Vida más plena y eterna.
Vida cuyos gérmenes ya poseemos en esta tierra, a través de los sacramentos, si ‑como el jefe de la sinagoga o la hemorroisa después de escucharlo‑ nos acercamos a Él con fe, aun cuando con nuestras mediocres vidas apenas lo toquemos.

(1) Nos hace recordar el « Le Roi te touche, Dieu te guérit » de los reyes de Francia.

 

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