1981
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO
Vigilia, 28 de Junio 81
Tres veces le ha preguntado Jesús: “¿Me amas?” Y Simón se emociona, contristado ante el recuerdo cercano de las tres veces que ha negado, el Viernes Santo, a su Señor.
Pero ahora Pedro ha cambiado. Ya sabe que, si ha obtenido el primer lugar entre los apóstoles, no es por sus méritos. Jesús se lo acaba de evocar con cariñoso tacto, en la triple demanda. Pero cuando hoy le interroga sobre si lo quiere más que los otros, su interpelación mira más al futuro que al pasado. Pedro no ha sido elegido porque ame mucho –lo cual ha sido penosamente desmentido por los hechos- sino porque, una vez elegido, tendrá que amar más que los demás.
Georges de La Tour , Pedro negando a Cristo , c. 1651.
Sabe Pedro, ahora, que amar es enfrentar la muerte por Dios y por los demás. Que no es la fácil exaltación de los sentidos. Que su liderazgo no será un avance triunfal de tropas de yelmos relumbrantes y banderas victoriosas, sino el duro escalar del Calvario, y el ser “atado y llevado a donde no quiera”.
Y, entonces, a ese hombre de carne que le ha renegado triplemente, pero ha aprendido humildad y amor, Jesús le confiere la responsabilidad gravísima del oficio sublime: “ Apacienta mis ovejas ”.
Porque, paciente, desde el comienzo de la historia humana que intentan iluminar paleontólogos y antropólogos; más, desde el remoto inicio de los tiempos que escudriña la astrofísica moderna; Dios ha esperado largas eras para hallarse en esta providencial encrucijada de los tiempos.
Lento plasmarse de la materia, moroso estructurarse de la vida elevada a pensamiento, pausado acrecimiento de la cultura humana. Todo en incremento progresivo que es continua creación divina.
Empero, Dios no quiere acabar este movimiento de vida solo en las realizaciones de los hombres, en sus utopías, en sus amores, en sus riquezas, en sus conquistas, en sus gozos, todos salpicados de dolores y de injusticias, de sinsabores y fracasos, de pecado y yerros, poniendo, siempre, el punto final, la señora muerte. Sino que ha querido, como fin y apogeo de todo ese proceso, implantar en lo humano el germen de lo divino, en lo caduco la semilla de lo eterno, en la felicidad y belleza amenazadas y perecederas el polen de lo perenne.
“ Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Esa humanidad gestada por la información creadora, en el organizarse de la materia, en el aparecer de la vida, en el florecer ascendente de la botánica y de la zoología, en la superación de los primates, en la irrupción novedosa de la razón y el libre albedrío, en la lucha por la cultura que produjo civilizaciones fantásticas pero que, encerrada en los puramente humano, en la idolatría de la naturaleza o de los instintos, en la divinización del tirano o de la belicosa fuerza o de la técnica, había logrado sí, obras maravillosas, pero, al mismo tiempo, cabalgado en ríos de sangre, en extravíos de la mente, en insoportables servidumbres, en inhumanas degradaciones y, al fin, desembocaba ineluctablemente, por imperio de la biología, en el fallecer final de ricos y pobres, señores y esclavos, vencedores y vencidos. Esa humanidad bella y sombría, altiva y humillada, gozosa y desolada, finalmente, siempre, condenada, pero preparada, a través de un pueblo privilegiado, Israel, en la experiencia sucesiva de sus fracasos mundanos y en la voz estentórea de sus profetas, a una esperanza trascendente, a una infusión de vida y salud que había de venir de más allá de las fronteras de lo humano, esa humanidad –digo- es, de pronto, sorprendida y asumida por Dios.
En Jesús de Nazaret, Dios se humana. La Persona de Jesús es la Persona del Verbo. Y Dios, en Cristo Nazareno, no solo rescata para la eternidad todo lo bueno de lo humano, sino que transforma lo malo, el dolor, el fracaso, las consecuencia del pecado, las injusticias ¡la muerte! en instrumentos de redención y elevación del hombre a lo divino.
Es la Resurrección y la Ascensión.
Es, también, la muerte mística y la Asunción de María.
“ Y Dios creó al hombre, varón y mujer los creó ”.
Módena, Duomo de San Giminiano, Creación de Eva
Ellos son el punto de partida de la nueva especie de los hombres divinizados, llamados a la eternidad, conjurados por el Verbo creador a la participación de la Vida del mismo Dios, más allá de toda felicidad puramente humana, más allá de toda utopía terrena, más allá de todo deseo surgido del corazón finito de los hombres.
Porque esa experiencia, vivida en plenitud definitiva e irrepetible por Jesús y por María, Cristo la ofrece a todos aquellos que aceptan libremente su palabra creadora. A ellos Cristo regala la misma Vida que comparte con el Padre, el mismo Espíritu, el Espíritu Santo.
La fuerza vital de ese Espíritu, que en Dios es también Persona, será dado a todos aquellos hombres que acepten realizarse según la imagen de Jesús y que formen su Pueblo: la Iglesia.
Y la Iglesia -el Pueblo de Dios en marcha hacia sus destinos eternos, en donde quedará definitivamente realizada- en su caminar peregrinante, no queda librada solamente al recuerdo de las palabras dichas hace dos mil años, en arameo, por Jesús.
La Iglesia apostólica se apresura, sí, a poner por escrito el recuerdo de las palabras y acciones de Jesús, interpretadas ya a la luz de Pentecostés. Y servirán siempre esos escritos sagrados como referencias fundantes del actuar y predicar de la Iglesia.
Pero Jesús quiso dejar mucho más que un pergamino. Quiso dejar una voz viviente y elocuente que, leyendo la experiencia apostólica, la custodiara, tradujera y adaptara a todos los hombres, a todos los tiempos y lugares. Además de las palabras escritas en el Libro, el Señor ha regalado a la Iglesia una voz que las hace resonar inconmovibles en todos los idiomas, en todas las épocas, en las circunstancias y problemas nuevos de la historia, en la calidez y el sonido de la garganta humana.
Pero ¿cómo podría pedirnos Jesús que creyéramos a esas voces de su Iglesia –“ el que a vosotros escucha a mi me escucha ”- si, en los asuntos fundamentales -los que atañen a la Vida eterna y cómo alcanzarla- ella pudiera equivocarse?
El Verbo, la Palabra, seguirá repicando en el mundo hasta el fin de los tiempos, fundada en Cristo, entendida por los Apóstoles, cristalizada en Escritura, viva en la Tradición y mantenida en su recto sentido, en la solidez de la Roca y en la chispa de la Piedra.
Esa piedra en la cual Cristo había transformado a Simón, el hijo de Jonás y a quien ahora confía el pastoreo de sus ovejas.
Papel de piedra y de roca que habrán de asumir, en la historia de la Iglesia, tantos hombres, con sus flaquezas y sus virtudes, con sus talentos y sus limitaciones, pero siempre sosteniendo en la mano, aún pecadora, la antorcha de la verdad y el fuego de la gracia.
Recemos por ellos.
Que el marco fastuoso con que lo rodea la veneración de los cristianos, no nos haga olvidar al hombre débil que debe soportar el peso de tamaña responsabilidad, en la soledad obligada de los grandes cargos, en el peligro de los atentados, en la penosa atadura de un oficio en donde es permanentemente observado y, actualmente, en circunstancias terribles eclesiales y mundiales, en donde es tan difícil ver claro y se juegan tantas cosas hacia imprevisibles futuros.
Que Dios ilumine a Juan Pablo II para que sepa conducirnos en estos duros momentos a los pastos sabrosos de la eternidad.