Sermones de LA SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS
PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



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SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO

(Sermón no pronunciado-1989)

Al último de los tres hijos legítimos de Herodes el Grande: Arquelao, Herodes Antipas y Filipo, nacido de una de sus postreras mujeres, Cleopatra de Jerusalén, le tocó –como a buen hijo menor– una de las peores partes de la herencia territorial de su sanguinario progenitor. Los dos mayores se habían repartido Judea, Samaría e Idumea, Galilea y Perea. Filipo había debido conformarse con las zonas más modestas: los territorios situados al este y al norte del lago de Galilea –los Iturea y Traconítide que menciona Lucas–. Región lindera con la Siro-Fenicia y expuesta a los avances de los nabateos y los partos.

Allí, desde las crestas rocosas del Anti-Líbano, dominado por la altura permanentemente nevada del monte Hermón, nace el Jordán, de cuatro corrientes alimentadas por las aguas que recogen las montañas y que caen entre los peñascos en cascadas y saltos y, atravesando la depresión de Hulé, comprimido por paredes basálticas de 350 metros de alto, se precipita al lago de Galilea. Por algo se llama Jordán: “el que desciende con fuerza”.

Cerca de uno de esos afluentes, el Banyasi, en medio de un paisaje rocoso y agreste, de peñascos y alturas, se levantaba, en un macizo pétreo, la milenaria ciudad de Páneas –hoy Baniyas– que, habiendo sido centro religioso de la tribu de Dan, fue, en época helénica, lugar de culto al dios Pan –de allí su nombre–.

En ese paraje montañoso, 30 kmts al norte del mar de Galilea y dominado por la silueta imponente del monte Hermón, Filipo, heredero de la farónica manía constructora de su padre, había ordenado reconstruir la ciudad de Páneas. Y la rebautiza en honor de aquel a quien debe, vasallo, su modesto reino: Octaviano Augusto, César y Emperador de Roma. “Cesarea” se llamará la ciudad. Y la designarán “de Filipo”, para distinguirla de la Cesarea marítima, en la costa.

Sobre el peñón más elevado Filipo levanta un magnífico templo a Augusto. Mármoles blancos traídos de Grecia, sobre el basalto negro y poderoso de la peña.

En ese paisaje casi brutal de riscos y de lajas, uno de los rincones más obscuros y dejados del Imperio, los capiteles y frisos marmóreos, sostenidos por columnas implantadas sólidamente en la fuliginosa roca, gritan a los cuatro vientos que también allí ha llegado el poderoso vuelo del águila romana.

Y allí está hoy Jesús, frente a ese espectáculo majestuoso y silente, tan al norte de sus lugares habituales, como si necesitara de ese paisaje y silencio para la acción fundadora que quiere realizar.

Agudo contraste: por un lado, la roca inexpugnable sosteniendo la ciudad fortificada y, en su ápice, el desafío blanco del templo, símbolo del poder romano, burla a la religión y a la humillación del pueblo hebreo sojuzgado. Por el otro, en el llano, trece pordioseros de pies descalzos.

Por un lado, un imperio inmenso, extendido desde Inglaterra al Golfo Pérsico, desde el Rin y el Danubio hasta el desierto del Sahara y alto Nilo. Antiguas civilizaciones, milenarias culturas, pueblos bárbaros y refinados, mosaico de religiones y costumbres. Todo férreamente manejado por el hombre –Tiberio– a quien llaman el César y muchos apodan dios y que controla ese universo desde el Palatino, Roma. Sostenido por la fuerza del ejército más poderoso de la antigüedad: veinticinco legiones, entre las cuales se cuentan la VI Macedónica, la Escítica, la III Augusta, la Fidelis, la Victrix, protagonistas de gloriosas jornadas; manejadas cada una por un general –el legado– y por oficiales superiores –los prefectos y tribunos–; cada una formada por seis mil soldados de infantería y 120 de caballería, más seis mil quinientos efectivos de tropas auxiliares y de aliados; amén de las nueve cohortes pretorianas, veinte mil hombres escogidos que, en el Castro Pretorio, forman la guardia personal del Emperador. Todo eso por un lado.

Por el otro: una compañía de doce personajes lamentables y el rabino de mirada de acero que no ciñe sable.

Y al contraste penoso, en un gesto a todas luces aparentemente absurdo, desde la pobreza y la miseria de esa muestra flaca de la carne humana que son esos pobres doce hombres, a la vista de la roca fuerte de Cesarea sustentando el símbolo del romano poderío, el Rabino procede a fundar otro imperio.

Claro, el Rabino no es cualquiera. Es Yeshúa de Nazareth, Jesús, el hijo de María. Pero es también Dios, el Hijo de Dios, el Verbo.

Porque, paciente, desde el comienzo de la historia humana, más: desde el remoto inicio de los tiempos que escudriña la astrofísica moderna y la paleontología y la antropología, Dios ha esperado esta encrucijada de la historia. Lento plasmarse de la materia, lento plasmarse de la vida, lento plasmarse de la cultura humana, en crecimiento progresivo que es continua creación divina, Dios no quiere acabar este movimiento de vida solo en las realizaciones de los hombres, en sus utopías, en sus amores, en sus riquezas, en sus conquistas, en sus gozos, todos salpicados de dolores y de injusticias, de sinsabores y fracasos, de pecado y, finalmente, siempre, de muerte, sino que ha querido, como fin y culminación de ese proceso, implantar en lo humano el germen de lo divino, en lo caduco la semilla de lo eterno, en la felicidad y belleza amenazadas y perecederas el polen de la plenitud.

“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Esa humanidad gestada por la información creadora, en el estructurarse de la materia, en el aparecer de la vida, en el florecer ascendente de la botánica y de la zoología, en la superación de los primates, en la irrupción novedosa de la razón y el libre albedrío, en la lucha por la cultura que produjo las civilizaciones fantásticas de la antigüedad pero que, encerrada en lo puramente humano, en la idolatría de la naturaleza o de los instintos, en la divinización del tirano o de la belicosa fuerza, había producido, sí, obras maravillosas, pero, al mismo tiempo, cabalgado en ríos de sangre, en extravíos de la mente, en insoportables servidumbres, en inhumanas degradaciones y, al fin, desembocaba ineluctablemente, por imperio de la biología, en la muerte de ricos y pobres, señores y esclavos, vencedores y vencidos…

esa humanidad bella y sombría, altiva y humillada, gozosa y desolada, finalmente, siempre, condenada… pero preparada, a través de un pueblo privilegiado, Israel, en la experiencia sucesiva de sus fracasos mundanos y en la voz estentórea de sus profetas, a una esperanza trascendente, a una infusión de vida y salud que había de venir desde más allá de las fronteras de lo humano…

esa humanidad –digo– es, de pronto, sorprendida y asumida por Dios.

Porque, en Jesús de Nazareth, Dios se humana. La Persona de Jesús es la Persona del Verbo. Y Dios, en Jesús Nazareno, no solo rescata para la eternidad todo lo bueno de lo humano, sino que transforma lo malo: el dolor, el fracaso, las consecuencias del pecado, las injusticias, ¡la muerte! en instrumentos de redención y elevación del hombre a lo divino: es la Resurrección y la Ascensión. Es también la muerte mística y la Asunción de María. “Y Dios creó al hombre. Varón y mujer los creó”.

Ellos son el punto de partida de la nueva especie de los hombres divinizados, llamados a la eternidad, conjurados por la palabra creadora a la participación de la vida del mismo Dios; más allá de toda felicidad puramente humana, más allá de toda utopía terrena, más allá de toda ambición finita del pericardio de los individuos y de las sociedades barridos por el tiempo.

Porque esa experiencia vivida en plenitud definitiva e irrepetible por Jesús y por María, Cristo la ofrece a todos aquellos que aceptan libremente su palabra creadora. A ellos, Cristo regala la misma vida que comparte con el Padre, el mismo Espíritu, el Espíritu Santo. La fuerza vital de ese Espíritu, que en Dios es también Persona, será dada a todos aquellos hombres que acepten realizarse según la imagen de Jesús y que formen su Pueblo.

Y porque esa oferta no es dada solamente a aquellos que hace dos mil años le conocieron en Palestina “durante el imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea y Herodes Antipas tetrarca de Galilea, Filipo su hermano, tetrarca de Iturea y Traconítide y Lisanias tetrarca de Abilene” –como lo ubica sólidamente en la historia Lucas– sino a todos los hombres: “Id y predicad a todo el mundo”, a todos los tiempos… por eso, hoy, en Cesarea de Filipo, para que prolongue su acción germinal de lo divino en la tierra, estructura en sólida piedra, una sociedad que, vivificada luego por el Espíritu de Pentecostés, habrá de encargarse de ofrecer al hombre el semen de la vida divina, prolongar la presencia recreadora de Cristo y del Espíritu entre los hombres, regalar la buena noticia de la muerte vencida y de la eternidad.

Así nace la Iglesia, mensajera de razones divinas en las palabras que prolongan en el tiempo el decir del Verbo, el magisterio del Rabí Jesús; llenas sus alforjas de las semillas de vida trinitaria que son los sacramentos.

La Iglesia, el pueblo de Dios, en marcha hacia sus destinos eternos en donde quedará definitivamente realizada, en su caminar peregrinante no queda pues librada solamente al recuerdo de las palabras dichas hace dos mil años en arameo por Jesús. La Iglesia apostólica se apresura, sí, a poner por escrito el recuerdo de las palabras y acciones de Jesús interpretadas ya a la luz de Pentecostés. Y servirán siempre esos escritos sagrados como referencias fundantes del actuar y predicar de la Iglesia. Pero Jesús quiso dejar mucho más que un pergamino. Quiso dejar una voz viviente y elocuente que, leyendo la experiencia apostólica la custodiara, tradujera y adaptara a todos los hombres, a todos los tiempos.

Por eso fundó no un código, no una constitución, un libro, un reglamento; no nos dejó una narración, no nos legó solamente su memoria; sino que quiso permanecer vivo, presente en la vitalidad del Espíritu, en el cuerpo humano y divino que es su Iglesia.

Y a esa Iglesia dio voces autorizadas, capaces, en los asuntos que atañen al camino y al fin eterno, de ser guías infalibles del Pueblo de Dios. No infalibles en pequeña política, no impecables en su vida privada, no infalibles en ciencias de la naturaleza, no infalibles en todo lo que digan. Pero si, cuando quieren hacerlo y dóciles al Espíritu están en comunión con toda la Iglesia, infalibles en las cosas de Dios y en las que nos llevan a Dios.

¿Quién negará, claro, que en lo demás, a la luz de la fe y en la experiencia milenaria de lo humano, no puedan decir una palabra prudente y servir de consejeros? ¿Quién no habrá de obedecerlos en todo caso en la disciplina de la Iglesia? Pero, ciertamente, cuando se decide la eternidad, aún desde el más grosero de los apóstoles y sus sucesores en comunión con la Iglesia, saldrá siempre la palabra de verdad, el precepto seguro y el sacramento infalibles. Es promesa de Cristo.

De allí que Jesús haya querido dejar un centro desde el cual se mida la comunión con la Iglesia. “¿Simón, hijo de Jonás, me amás más que éstos? “Sí, Señor, tú sabes que te amo”. “Apacienta mis ovejas”. Por tres veces le dice Jesús. Y, también, en la última Cena: “Simón, yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca… tú, confirma a tus hermanos”.

Pero hoy, la escena es más gráfica, como si Cristo quisiera subrayar sus palabras en el espectáculo de la peña, de la roca enorme y negra que, inconmovible, sostiene el símbolo impertinente del poder de Roma.

En ese paisaje de peñascos y de piedras de Cesarea de Filipo, Jesús mira al medroso pescador que tiene al lado entre los doce, al hijo de Jonás, Simón, y lo transforma también en roca, en piedra.

“¿Quién soy yo?”, ha preguntado Jesús. Pregunta fundamental. La primera y más importante si hay alguna a la que debe contestar el cristiano.

Y, entonces, resuenan las respuestas de los hombres, de los periodistas, de los científicos, de las actrices y los boxeadores, de alguno que otro teólogo: “que Juan el Bautista”, “que Jeremías”, “que un profeta”, que un gran hombre, que un revolucionario, claman pluralista y democráticamente.

Pero ¡qué me importa un profeta que me puede dar bellas enseñanzas, pero no infundirme vida! ¡Hay tantos profetas!, ¡hay tantos doctores!, ¡hay tantos gurúes!.

¡Qué me importa un revolucionario de proyectos futuros, si no puede vencer la muerte! ¡Qué me importa un repartidor de justicia si no puede concederme la justicia que me haga santo y salvo para siempre! ¡Qué me importa un taumaturgo o un médico o una técnica capaz de prolongar mi vida humana si no puede darme la eterna!

Pero. “No ellos, no el mundo, no los sabios, no los peritos, ¡vosotros! ¿quién decís que soy?”

Y los apóstoles callan.

Y, de pronto, iluminado, Simón grita: “Tú. ¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!”. Palabras liberadoras que –ahora sí– abren finalmente el corazón del hombre a la verdadera fe y a la esperanza.

¡Bien respondiste, Simón! ¡Simón, valiente anciano! “Feliz de ti, porque no es la carne ni la sangre quien te reveló esto, no tu razón, ni tu teología, ni tu demagogia, ni tus ganas de agradar a la gente y de hacerte simpático al mundo, sino mi Padre que está en el cielo”.

Sí, Simón, podrás ser alguna vez medroso, equivocarte en cosas secundarias, negarme tres veces. Pero, cuando se te pregunte a ti y a tus sucesores, en medio de las opiniones contradictorias de este mundo, quién soy Yo, qué cosas hay que hacer y creer para salvarse, cuál es el camino a la vida de individuos y sociedades, entonces mi Padre hablará de ti y por ti.

Y por eso, Yo te digo: “Tú eres roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia y ninguna fuerza prevalecerá contra ella”.

Porque ¿cómo podría pedirnos Jesús que creyéramos en su Iglesia –“el que a vosotros me escucha a mí me escucha” – si en los asuntos fundamentales ella pudiera equivocarse; si, además de las palabras escritas en el Libro no hubiera una voz que la hiciera resonar inconmovible en todos los idiomas, en todas las épocas, en las circunstancias y problemas nuevos de la historia, en la calidez y el sonido de la voz humana? No. El Verbo, la Palabra, seguirá repicando en el mundo hasta el fin de los tiempos, fundada en Cristo, entendida por los Apóstoles, cristalizada en Escritura, viva en la Tradición y mantenida en su recto sentido en la solidez de la Roca y en la chispa de la Piedra.

Porque ahora hay un nuevo brillo en la mirada de Simón transformado en Roca, transmutado en Piedra: fulgor de pedernal en sus ojos que han visto y verán más allá de la carne el fuego de lo divino. Y quizá en ese instante, en Cesarea de Filipo, Pentecostés anticipado, Simón, ahora Pedro, ve el templo de Augusto convertirse en polvo y conmoverse su base de basalto.

General de ejército descalzo; almirante de barca de pesca, ve quizás anticipado en el futuro, crecer y avanzar sus tropas a conquistar el mundo, con la espada afilada del verbo, con las catapultas y pedreros de la gracia.

Y quizá también vea que un día, sobre su humilde tumba, en el centro del imperio, Roma, un emperador romano abajará las águilas y erigirá grandioso templo…

y entrevea, también, que cuando la historia trague y triture en su memoria lábil la potestad del César y acalle en olvido la resonante marcha de hierro de las legiones, otros Pedros, piedras, rocas, reinarán en Roma. No ya en el poderío del acero y la fría justicia de las leyes; sino en la mansa convicción del Verbo y en el viento y el fuego del Espíritu.

Y ser roca pesará sobre sus débiles espaldas de hueso y carne ¡pobre hombrecillo destinado a piedra! Porque también habrá visto sus miserias y sus cortedades, sus tentaciones y sus enfermedades, los adversarios terribles y los falsos hermanos, las cruces y la muerte que le esperan…

¡Querido hombre de blanco, sólo en tu cargo grande, allá en la colina Vaticana de tu Roma! que, amén de tus flaquezas, has de conllevar todas las nuestras... que tu fe ha de ser tan grande que ha de confirmar la de nosotros tus hermanos…

¡Gracias por ser Roca, hombre de carne!

Gracias, Jesús, por dejarnos esta piedra en donde afirmar nuestro extraviado paso: basalto inconmovible en donde construir el templo de tu peregrino pueblo.

Y, gracias Carlos Woytila, Simón, que tus eslavas tierras dejaste; Abrahán que llevas la patria lejana clavada en tu corazón para, llamado, ponerte al frente de los nómades cristianos en busca de la patria prometida que quiere darnos Dios.

Gracias Carlos Woytila –(¿Karol? te llamaban tus padres, tus amigos) – gracias por haber querido aceptar el pesado título de Su Santidad; gracias Juan Pablo ahora, Pedro, Roca, Padre, Papa, Piedra.

Y perdón por hacerte más pesada tu tarea, con nuestros pecados con nuestras desobediencias, con nuestras claudicaciones, con nuestras iniciativas de la carne y de la sangre. Perdón por tu cansancio y por la bala. Perdón por tu fiebre y tu sufrir. Desde Jasna Gora, te sonría la Virgen de Chestojowa que, en su mejilla morena, soporta paciente doble tajo de dolor.

Y gracias te damos hoy especialmente argentinos y chilenos. Porque no te correspondía, porque nada te obligaba, porque aquí no te ayuda tu infalibilidad, sino tu oración, tu prudencia, tu discernimiento, tu bien querer y la confianza que depositas en tus colaboradores y en las partes que te llaman.

Gracias, porque conmovimos tu corazón de padre; porque te aterraste a la idea que dos naciones dignas y católicas, cuyos ejércitos acababan de rechazar las siniestras fuerzas que quieren subvertir al mundo y llegaron a enrojecer tu sotana blanca, desangraran a sus hijos mutuamente, frente a los ojos lúbricos y astutos del común y peor enemigo. ¿Cómo no ibas a saber el martirio de una mediación en la que se jugaban de ambas partes esos intereses patrios que hacen bullir la sangre noble de los pueblos y guerreros?

Juan Pablo II, sucesor de Pedro, Roca tú también, hombre tú también, Pontífice, Padre, querido hermano… Santidad, contad hoy y siempre con nuestra oración.

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