INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1991. Ciclo B

13º Domingo durante el año
(gep, 30-VI-91)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     5, 21-43
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva.» Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Se encontraba allí una mujer que desde hacia doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada.» Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal» Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?» Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a los pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad» Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas.» Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme.» Y se burlaban de él.Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.

Sermón

             La mezcla que ha hecho Marcos de los dos relatos que acabamos de escuchar, el de la curación de la hemorroísa y el de la hija de Jairo, no es casual. El evangelista ha querido unir estas dos desgracias para iluminar a la una con la otra.

            A primera vista, la curación de la niña parece lo importante: se trata de una muerte, suprema desgracia. En cambio, el flujo de sangre, da la impresión de una enfermedad menor y su cura casi incidental, anecdótica. Al fin y al cabo la mujer vivía sobrellevándola desde hacía doce años.

            Pero pensar así es desconocer totalmente el ambiente judío; no estar familiarizado con las prescripciones del AT. La pobre hemorroisa era considerada por el levítico "impura", algo así como leprosa, apestada, contagiosa. En aquella época no se hacían campañas como se va a hacer a partir de mañana, por ejemplo, para que no se discrimine a los enfermos del SIDA, sino que lisa y llanamente a todo aquel que se sospechara que pudiera tener una dolencia infecciosa se lo expulsaba inmisericordemente de la sociedad. Todo lo duro e ignorante que ésto fuera, primaba el razonable convencimiento de que era mucho más importante el bien común que algún hipotético derecho humano individual.

            El asunto es que parapetados detrás de estas cuarentenas, de estos aislamientos, las sociedades condenaban al ostracismo -todos en el mismo costal- a enfermos infecciosos y a los que lo parecieran -que la capacidad de diagnóstico en aquella época no era demasiado precisa-. Con otros enfermos del alma y de la mente como delincuentes, homosexuales, adúlteros, ladrones y homicidas, simplemente los eliminaban del mundo de los vivos. Lo cual creaba, entre los que quedaban, buenos reflejos de espontáneo querer portarse bien.

            Pero no vaya a creerse que los anteriores, los condenados a vivir apartados de la sociedad, podían considerarse más felices que los que eran ajusticiados. La soledad, el desprecio, la persecución constante y -aun entre los más compasivos-, la repugnancia y el miedo que causaba la presencia de los impuros, hacía de la vida de éstos una especie de muerte viviente.

            Y por otro lado la distancia que los separaba de la verdadera muerte era sumamente sutil. Porque la muerte para el judío no era el punto final de la existencia: era el ingreso en un tipo de vida distinto -no la extinción total del ser- sino la permanencia en la región neblinosa y oscura del 'sheol', de lo infernal. Lo terrible de la muerte, para el hebreo -y también para el griego del pensamiento homérico- era justamente que no cesaba la vida, sino que se pasaba a este existir umbratil, fantasmagórico, apagado, allí en donde se podía oir la voz quejumbrosa de Aquiles: "preferiría servir al más pobre de los vivos, que reinar aquí entre los muertos.

            Así también los salmos usados para invocar la salud de los enfermos piden a Dios, en la Biblia, que los salve de la muerte, porque ella significa estar lejos de la luz, de los amigos y sobre todo lejos de Dios. El mismo Cristo habla de la muerte como un paso a las tinieblas, al frío, al estar privado del banquete, de la alegría de la fiesta, de los seres queridos, en la desesperación del no poder entrar, en el rechinar de dientes impotente del quedarse fuera.

            De tal modo que el mundo de los vivos y el mundo de los muertos no está separado por las lápidas de las tumbas, ni por el mármol de los nichos, ni por el muro de los cementerios, sino que su límite serpentea por el mundo de los hombres vivos, tanto aquí como en el más allá, según vivan en comunión de luz y de amistad con Dios y con el próximo o sobrevivan en la oscuridad pequeña de sus yos cerrados al verdadero amor y distanciados de Dios y de los demás. La hemorroísa está tan muerta como la hija de Jairo; la hija de Jairo está tan lamentablemente viva como la hemorroísa.

            Algo de eso afirmaba Sócrates antes de tomar la cicuta según el impagable diálogo de Platón, el Fedón, que relata las últimas horas del maestro y sus reflexiones sobre la muerte. Tampoco para él la muerte es punto final: es el comienzo de algo distinto, pero que estará en continuidad con lo que se haya vivido en esta existencia. En realidad toda la vida terrena es una preparación para la muerte, una meditación sobre ella, "meditatio mortis", "meléte zanátou". Pero aquí también Sócrates juega con la ambigüedad de la palabra muerte. Porque la muerte temible no es la que decide simplemente la biología cuando cesa de latir el corazón, sino la que decide el mismo hombre en cada una de las opciones de su vida. Porque, para Sócrates, aquellos que han amado en esta vida la sabiduría, los filosofoi, los filósofos, en el sentido etimológico de la palabra, es decir, aquellos que ya han anticipado en esta existencia el gozo de encontrarse con las realidades eternas, ellos no perecerán sino que encontrarán plenamente aquello que aquí han perseguido. En cambio los que han desdeñado la sabiduría y, en vez, han sido amigos de si mismos, de sus cuerpos, filosómatoi, o amigos de las riquezas, filojrématoi o del poder, filarjoi o de los honores filótimoi, jugándose por realidades puramente temporales, ya en esta vida viven de su desgaste y envejecimiento, ya aquí viven la muerte de su egoismo y de su enfermedad.

            Y ésto es en síntesis lo que nos quieren dejar de enseñanza las lecturas de hoy: Cristo es el camino de la verdadera vida; no solo aquella capaz de prolongar nuestra existencia más allá de nuestra vida biológica, porque esa prolongación puede ser peor que la pura muerte, sino la que llenando de sentido, de luz, de misión, de amor a Dios y a los demás nuestra existencia terrena, "filósofos": amadores de la verdadera Sabiduría, amadores, pues de Cristo, es capaz de florecer para siempre en la fiesta plena de la eternidad. Y no es solo una promesa de vitalidad futura, es un llamado y una oferta de fuerza y salud para vivir, en serio, valiosamente nuestra vida presente.

**********************************************************************************************************************************

            En vez, el filósofo, el amador de la sapiencia, elude el mundo ficticio de lo opinable, perecedero y mortífero, para elevarse al mundo donde se hallan las verdaderas realidades.

            El evangelio de hoy no nos habla solo pues de milagros, nos señala dos caminos, el de Cristo, que lleva a la salud y la vida y la integración en el amor con los demás

            Con mucho menos optimismo, en nuestros días Heidegger opinaba algo semejante: a pesar de que para el la muerte es el fin de todo, solo la consideración de la muerte puede llevar al hombre a existir de un modo auténticamente humano.

            Porque aquel que no asume su existencia como totalidad y simplemente se deja llevar por el flujo del tiempo, jamás adquirirá el ser si mismo, disolverá su yo -su "ich"- en el Se, en el Man. No "yo digo' sino "se dice", no "yo pienso" sino "se piensa"; no "yo hago" sino "se hace". El yo se convierte en el "uno", en "cualquiera". El hombre se pierde en lo que Heidegger llama la existencia 'inauténtica'. Que es caracterizada por él con notas como las siguientes:

            "Das Gerede", la palabrería, alienación en que degenera el lenguaje común, que pierde su finalidad de comprensión y de comunicación entre personas y atiende solamente a lo hablado. No se pregunta qué son las cosas, sino qué se dice: se sustituye la realidad y la profundidad por la apariencia y la superficialidad. La charla por si misma, ya sea con el vecino ya sea en la cama con Moria. Es la conversación insulsa y sin base -bodenlose- consistente en repetir lo que se habla: se alimenta de lo leido en alguna parte. Vive incapaz de distinguir lo que se ha pensado y se afirma convencido de lo que simplemente se repite casi sin entender ni saber. El charlatán no se preocupa de lo aue son las cosas, sino sólo de hablar, de estar al tanto de lo qué se dice.

            Otra de las notas es la curiosidad: no la curiosidad noble del sabio, sino la del ávido de novedades, del querer estar al día; no por comprender lo visto, sino solo por ver. En tal curiosidad el hombre se absorbe inmediatamente en el mundo del que se preocupa, se abandona al presente, cayenbdo en agitación, inestabilidad y dispersión'; en pérdida de si mismo.

            Sería largo hacer la descripción cuidadosa y ennumerar el resto de las notas con las cuales Heidegger describe la existencia inauténtica, pueden encontrarla ustedes en el notable capítulo V de su obra "El Ser y el tiempo" "Sein und Zeit" , pero lo interesante es que para Heidegger es esta existencia inauténtica la que verdaderamente puede considerarse como muerte o, al menos, como existencia decaida, exangüe, decadente. Es una dispersión en lo común, en lo anónimo, en lo que todo el mundo hace y piensa, en el "se", en el despertarse diariamente para sumergirse en el torbellino del desarraigo, del alejamiento de si mismo, de lo inauténtico, de lo sin nombre ni apellido, ni personalidad.

            Y, en el fondo, dice Heidegger, este sumergirse en lo anónimo no es sino uno de los síntomas de las angustia que el hombre vive en lo más profundo de su ser, porque es el único animal que sabe que ha de morir. Para huir de esta certeza es que se sumerge en lo inauténtico, pero precisamente en lo inauténtico es donde malgasta y apaga sus únicas posibilidades de ser. Entonces también para Heidegger, el aceptar que uno es un "sein-zum-Tode" es la única manera de dar autenticidad y plenitud a la existencia. Porque mi existencia cobra sentido no cuando la vivo dispersa en su temporalidad sino cuando la concibo como un todo, como totalidad de ser -Ganz-sein- y es precisamente la anticipación de la muerte, el asumir lúcidamente que un día he de morir lo que me hará preguntar, no simplemente qué hago hoy o qué hago mañana, sino qué hago con mi vida, qué es lo que quiero ser.

            De todos modos la existencia auténtica de Heidegger no lleva a ninguna parte porque la muerte es para él verdaderamente un Nicthsein. Pero tiene razón al menos en dos cosas: en que el vivir inauténtico ya es de alguna manera muerte y en que desde la muerte que tarde o temprano me alcanzará es como en serio debo yo considerar y tomar la vida.

            Cristo precisamente me señala el camino: la muerte terrible no es la que termina con el postrero latir del corazón, ni con el último suspiro, ni con el aplanamiento de las ondas cerebrales, muerte es lo que ya está antes y puede seguir después: la lejanía de Dios, el apartarme de la sociedad de los hombres, el precipitarme en la soledad, la oscuridad y el frío de la existencia inauténtica, del egoismo y del pecado.

            Y la verdadera vida es la que da él, la que en fe, esperanza y caridad, en comunión con El y con los demás, puede dar autenticidad a mi existencia terrena y convertir mi muerte en el comienzo del definitivo y pleno vivir.

MENÚ