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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1993. Ciclo A

13º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo     10, 37-42
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa".

Sermón

Solemos decir: "tal persona no es digna del puesto que le han dado". Ejemplos sobran, así que no nos detendremos en ello. Pero, cuando pronunciamos esa frase, ¿qué estamos haciendo?: Establecemos una comparación entre las exigencias de tal puesto y los talentos que posee el que lo ocupa para satisfacerlas. En realidad a eso se refiere la etimología del termino latino digno, "dignus", de di, que significa dos y gnosco, que significa conocer: conozco, pues, dos cosas a la vez, las comparo. Si están en equilibrio, si son simétricas, si se adecuan la una a la otra, son dignas, las conocemos a las dos como una proporcionada a la otra. De allí vienen la palabra dignidad, dignamente, digno: un amigo que vale lo que el amigo, decimos que "es digno del amigo". O, si con sus méritos se ha hecho acreedor de una distinción, e. d. si sus méritos están a la altura, son comparables, a la distinción, decimos: "es digno de tal honor". O, cuando expresamos: "sobrellevó la enfermedad o la adversidad con dignidad", lo que decimos es que su actitud estuvo a la medida, respondió adecuadamente, a las circunstancias.

El término griego que usa el nuevo testamento para decir más o menos lo mismo es "áxios". Su uso ya está atestiguado en el griego de Homero y significa originariamente el peso que se pone en el otro platillo de la balanza para hacer subir el brazo y ponerla en equilibrio: algo así como lo equivalente, lo que tiene el mismo peso o valor. De allí áxios pasa a significar lo adecuado, lo correspondiente. "Adecuado a una situación", "la mujer adecuada para tal marido", "el precio adecuado a lo que se quiere."

Este término áxios es el que en nuestras versiones castellanas del nuevo testamento suele traducirse por la palabra digno, con el origen latino que hemos explicado.

Como en el refrán que dice Jesús "el que trabaja es axios de su jornal (Lc 10, 7)", es digno, lo merece... O cuando San Pablo señala que los paganos que cometen determinadas acciones son axioi de muerte, dignos de muerte (Rm 1,32).

También Pablo, cuando se defiende delante de los tribunales romanos presididos por Festo, dice "no he cometido ningún delito áxion de muerte (Hech 25, 11)."

Es curioso, empero, que delante de Dios nunca se diga en el nuevo testamento que el hombre pueda ser axios, digno de El. Nunca se dice que el hombre pueda poner en el platillo de su balanza algo que lo ponga en equilibrio frente a Dios.

Es lo que le reconoce el hijo pródigo al Padre: "ya no soy áxios de que me llames hijo tuyo (Lc 15, 21)"; o Juan el Bautista, "yo no soy axios de desatar la correa de su sandalia (Jn 1, 27)".

Y más notable todavía el caso del centurión que tenía a su criado enfermo. Vienen los ancianos judíos de Cafarnaún y le dicen a Jesús: "Nos ha construido la sinagoga, es axios, pues, -es digno- de que lo ayudes (Lc 7, 4)". Y el centurión se apresura a desmentirlos: de ninguna manera: "no soy áxios de que entres en mi casa (Lc 7, 6)", "no soy digno de que entres en mi casa". Frase célebre que todos los cristianos repetimos antes de comulgar.

Es toda la diferencia del judaísmo fariseo o del paganismo y el cristianismo: aquellos creen que si cumplen minuciosamente la ley son axioi, son dignos, merecen, tienen derecho a exigir que Dios les de su favor, o, si cuidan puntillosamente los ritos y tabús, que los dioses les respondan. Piensan torpemente que sus pequeñas obras pueden ponerse en un platillo de la balanza para equilibrar en el otro el peso inmenso del amor de Dios. El cristiano, representado en el centurión, piensa, en cambio, que de ninguna manera tendrá jamás derecho a exigirle nada a Dios y que no será nunca por sus propias fuerzas áxios, digno, de su amor.

Pero, al mismo tiempo, tiene la plena certeza de ese amor, gratuito, inmerecido, -"no soy digno"-, y por eso trata de corresponder, aún cuando torpemente, a la medida de nuestra poquedad, cumpliendo la ley, y devolviendo, sin proporción alguna, amor por amor.

Por eso, en el NT, cuando se utiliza la palabra áxios para mencionar a aquellos que acceden al reino de los cielos se dice así: no "los que son dignos, axios, de la resurrección", sino los que "son considerados dignos (Lc 20, 35)": kataxióo, en griego, el mismo término, pero con la partícula "kata" que significa 'de arriba a abajo'. Es una dignidad, un hacernos dignos si, pero que viene de arriba, de Dios, no de nuestras propias fuerzas. Por ejemplo, dice Pablo: Vuestros sufrimientos son "para que seáis considerados dignos kataxiozénai del Reino" (2 Tes 1, 5). O cuando los apóstoles son azotados por el sanedrín, cuenta Lucas, que se retiran gozosos "por haber sido considerado dignos de padecer por el nombre de Jesús" (Hech 5, 41). Es claro pues que aún el sufrimiento no vale de por si, sino porque Dios les da la gracia, los considera dignos, de usarlo de testimonio por él. El solo sufrir no es digno de nada, como dice el mismo San Pablo a los Romanos: "los sufrimientos del tiempo presente no son axia -no son comprables, no son dignos- con la gloria futura (Rm 8, 18)". El asunto es seguir a Jesús: "El que toma la cruz y me sigue".

Todo lo cual nos sirve para entender mejor lo que en nuestro evangelio de hoy quiere enseñarnos el Señor cuando afirma que el que ama a su padre o a su madre o a su hijo o a su hija más que a él, o quien no toma la cruz y lo sigue, no es axios de él.

Vean que estas afirmaciones nos suenan tan duras, porque precisamente se refieren a los bienes más inestimables que se puedan poseer en este mundo: los padres, los hijos, la propia vida.

Pero estaría equivocada quien creyera que Jesús viene a mitigar en lo más mínimo estos amores naturales. Al contrario: ellos constituyen, en el cuarto mandamiento, una de las obligaciones que con más insistencia pregonan los autores del antiguo y nuevo testamento.

Pero aquí de lo que se trata es precisamente de mostrar la enorme desproporción, la incapacidad de poner en dos platillos equilibrados de la balanza, por un lado el llamado que Dios hace al hombre, más allá de las posibilidades de su naturaleza: el de acceder a la vida divina, el de ser considerado digno de ella, y, por el otro, aquellas cosas puramente humanas, de las cuales sí puede hacerse digno, conseguirlas con sus propias fuerzas, pero que además de ser pasajeras, son en proporción, por comparación, indignas, ínfimas, en relación a aquel Reino.

Uno escucha decir muy fácilmente, muy poéticamente, el amor es eterno, el amor de los que se aman no pasará jamás, el amor redime. Famoso tema literario que, por ejemplo, desarrolla tan maravillosamente Wagner en "El holandés errante": la redención de la muerte por el amor. ¡ Macanas! ¡pavadas! Temas engañosos hoy reeditados para consumo popular por la "New age". Eso es mentira: el amor humano se acaba con la muerte, los amores puramente humanos también se pudren en las tumbas junto con los cadáveres o se hacen humo en las chimeneas de los crematorios. Todo lo del hombre, si queda solo en lo humano, perece.

Solo serán considerados dignos de vivir para siempre, los amores que hayan sido vivificados por la gracia, por el amor de Dios, por la caridad, por la vida sobrenatural. Solo serán dignos de resurrección los amores que han sabido protegerse amando a Dios sobre todas las cosas, a Jesucristo que es Dios, más que la propia vida, y desde Dios y en Jesucristo amado a los demás, a sus padres, a sus hijos, a si mismos.

'El que encuentre su vida', aún en el amor humano, 'la perderá', porque la vida humana y el amor humano de por si siempre quedan encerrados en el yo, y, como mucho, en el egoísmo compartido. Solo 'el que pierde su vida por mí', la encontrará. Solo el que regala su vida por Dios, el que se abre totalmente a su don, el que se sabe indigno de él y sin embargo se deja amar por él y está dispuesto a regalarse todo a él y, desde él, ama a los suyos, solo ese la encontrará.

Porque Jesús no se sienta en una mesa redonda con otros credos, o con otras ideologías; no es uno más que venga a ofrecer su secta o su club. No viene tampoco a ofertar soluciones a tus problemas humanos, tus depresiones, tus enfermedades, tus faltas de dinero, tus ansiedades. De solucionar todo eso vos mismo podés hacerte digno, axios, con tu esfuerzo, con el apoyo de los tuyos si has sabido ganártelo, con tu médico, con tu político de turno, con tu gurú, si querés, con tu psicólogo.

Jesús es otra cosa, Jesús es Dios, y viene con la majestad y, al mismo tiempo, con el inmenso amor del mismo Dios, a proponerte algo que está mucho más allá de tus apetencias y felicidades de hombre, que terminarán tarde o temprano cuando te des de bruces con Lázaro Costa. El te viene a proponer la estupenda aventura de la santificación, de tu crecer hacia la eternidad, del abrir tu corazón a los gozos del mismo Dios, del inyectar en tus venas la misma savia vital de la Trinidad. Y, para ello, te tiene que pedir, no que le des un momento de tu tiempo: "martes y viernes clases de yoga de 3 a 4"; "dentista el jueves a las 16"; "colegio o facultad a la mañana", "a la tarde estudiar", "de lunes a sábado ocho horas trabajar", "fin de semana en el country o en CUBA", "Jesús de 21 a 21.15", "Misa los domingos".

No: Cristo, porque te quiere, y quiere sacarte de vos mismo para darte todo, te quiere todo -a lo mejor haciendo las mismas cosas que hacías hasta ahora, pero regaladas todas a él-.

Y el todo que el quiere darte es la belleza y la dicha del infinito que no se acaba. El todo que te pide es tus, como mucho, ochenta noventa años que acabarán.

Se trata -su propuesta- de un orden flamante, de una escala de valores nuevo, de una meta que determina toda mi existencia, todos mis actos, todos mis instantes, todos mis quereres; se trata de un amor que, a lo mejor no toca mi sentimiento, pero que determina mis prioridades y que hace que todo frente a él sea relativo, puesto a su servicio, subordinado a él.

Y es desde allí donde la vida alcanza su real magnitud. Y aún los amores a los nuestros, y los gestos, y las obras caducas de este tiempo, de por si incapaces de merecer a Dios, an-axios, indignas, pasajeras, efímeras, aún el alcanzar de beber un vaso de agua fresca por su amor, serán considerados dignos de recompensa, alcanzarán proyección de eternidad.

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