1996
SERMÓN
Eutiques, archimandrita y abad de un monasterio de más de trescientos monjes, en Egipto, que había sido uno de los grandes impulsores del concilio de Éfeso, allá promediado el siglo V, había insistido tanto en la unidad del ser humano y divino de Cristo, que llegaba a afirmar que lo humano de Jesús se fundía, era absorbido por su condición divina. De tal manera que finalmente, según Eutiques, lo que Cristo tenía de hombre se convertía en totalmente divino. Así, resultante de la encarnación, en Jesús había una sola naturaleza : la divina. Como naturaleza en griego se dice "fisis", una naturaleza "monofisis", a esta posición doctrinal se la denominó "monofisismo".
Eso no solo era un disparate -ya que resulta totalmente incomprensible, contradictorio, absurdo que pueda mezclarse, identificarse lo creado y lo increado, lo eterno y lo temporal, lo humano y lo divino- sino que despojaba a Cristo de su condición de hombre, y lo alejaba de tal manera de nuestra condición humana que hacía incomprensible precisamente aquello que pretendía explicar, la encarnación, el acercarse de Dios a nuestra historia mediante lo humano bien humano de Jesús.
Frente a Eutiques el concilio ecuménico de Calcedonia, en el año 451, en donde se reunieron más de 600 obispos presididos por el patriarca de Constantinopla y los delegados papales, se pronunció solemnemente en el sentido de afirmar que Jesucristo era plena y perfectamente hombre y que su unidad con lo divino no provenía de ninguna confusión de naturalezas sino de la unidad de su hipóstasis o persona. De tal modo que en Jesús coexistían en la misma hipóstasis la realidad divina e inmutable de Dios y la realidad creada, finita, del hombre nacido de la santísima Virgen, sin ninguna confusión ni mezcla.
Como Vds. saben las decisiones de ese concilio no fueron aceptadas por la mayoría de los cristianos de Egipto que, desde entonces, enfrentados con la gran Iglesia, se independizaron en la Iglesia llamada luego Copta -que quiere decir egipcio, en árabe- y que pervive hasta nuestros días.
Es verdad que eran cuestiones difíciles de entender y, el vocabulario, inadecuado -hoy mismo nadie podría explicar muy bien qué es lo que quiere decir exactamente una persona y dos naturalezas-. El diálogo ecuménico con la Iglesia copta hoy tiende a la mutua comprensión. Pero lo que quería defender Calcedonia era que Jesús no era un Dios disfrazado de hombre, sino un individuo de nuestra especie, bien hermano nuestro y solidario con nosotros.
Que las cosas, de todos modos, no quedaban claras se demostró porque casi dos siglos después y en vistas a unir la cristiandad contra el ataque de bárbaros, persas y mahometanos, se intentaba utilizar expresiones confusas para atraer otra vez a los monofisitas a la gran Iglesia. Es así que como fórmula de conciliación se propuso sostener, por lo menos, que en Jesucristo había sino una sola naturaleza al menos una sola voluntad, un solo querer: el divino. Como voluntad en griego se dice telos, a esta posición se la denominó monotelismo. Pero también así desaparecían los sentimientos y los quereres humanos de Jesús: según esta postura en Cristo solo existiría la voluntad divina ; así como también desaparecía la conciencia o inteligencia humana de Cristo y solo quedaba el saber divino.
Esto también era mutilar lo humano de Jesús. Por supuesto que la voluntad humana de Cristo se conformaba plenamente al querer divino, como la voluntad de la Santísima Virgen, pero sin de ninguna manera confundirse con aquel.
De tal modo que la posición del monotelismo por más conciliación que se hubiera querido buscar con el monofisismo despertó la alarma de la ortodoxia católica, y de allí en más se sucedieron enfrentamientos sin fin que se prolongaron hasta que, en el año 680, se reúne el cuarto concilio de Constantinopla, sexto ecuménico, que zanjó definitivamente la cuestión al declarar que en Cristo permanecían inconfusas sus voluntades, sus dos quereres, el divino y el humano.
Es en medio estas circunstancias cuando se produce la histórica intervención del Papa Honorio que, llevado por su afán pacificador, parece dar razón a Sergio, el entonces patriarca de Constantinopla que defendía la posición monoteleta, al instar a todos a no discutir más sobre este tema.
Pero esta recomendación tanto favoreció a la herejía que, en ese concilio de Constantinopla, unánimemente los padres condenaron al Papa Honorio por haber fomentado la herejía.
Este caso único en la historia de la Iglesia fue uno de los argumentos en contra que se esgrimieron en el concilio Vaticano I, reunido en 1869 con el fin de declarar como dogma la infalibilidad papal. Si Honorio había podido equivocarse en asunto tan grave y sido luego condenado por un concilio ecuménico parecía contradictorio afirmar ahora que el Papa no podía equivocarse.
En realidad un estudio serio de la cuestión permite discernir que el Papa nunca afirmó el error, sino que mediante su carta permitió que éste se propagara y fortaleciera ; lo cual ciertamente no habla bien de su prudencia, pero nada dice de su infalibilidad.
Lo cual nos lleva hoy, día de San Pedro y San Pablo, a detener nuestra atención en el misterio de la Iglesia, que prolonga en el tiempo y el espacio la presencia de Cristo.
También la Iglesia como Cristo tiene su realidad divina y su realidad humana. Pero a diferencia del Señor en donde la unión en la persona hacía que su naturaleza humana estuviera en perfecta consonancia con la divina y que jamás su voluntad de hombre se desviara de la voluntad de Dios, la Iglesia vive su unión con lo divino en el seno de la naturaleza pecadora, falible, a pesar de la gracia inclinada al mal y al error, de los seres humanos, hombres y mujeres, que la componen.
De allí que en su historia, brillen, junto a cúspides sublimes de santidad y de nobleza humana, también ejemplos de maldad, de error, de mezquindad, de miseria. Junto a la verdad incontaminada que es la propia de Cristo, revelador del Padre, coexisten modos infantiles de entenderla y aún errores y supersticiones, incluso entre aquellos que tienen como oficio predicar la verdad. Pero esto no puede escandalizar a nadie que no sea monofisita. Ningún cristiano ni no cristiano puede tomar de los pecados y errores de los cristianos motivo para dudar de la santidad fundamental de la Iglesia, divina, pero también humana.
La Iglesia Santa, proclamamos los católicos, no porque formada por santos sino porque en la debilidad de la carne de los que la componen se asienta también la gracia luminosa de Cristo capaz de llevar al hombre a la vida eterna, a la vida de Dios.
Por cierto que Cristo no podía obligar a nadie a creer en su Iglesia y, al mismo tiempo, no darle un criterio para discernir cuándo se acercaba a lo que ella tenía de santo y cuándo de humano.
Ese criterio, es, en cuanto a los medios de santificación, los sacramentos. Siempre estaremos ciertos, por ejemplo, de que el más humanamente indigno de los sacerdotes cuando imparte la absolución, celebra la Misa o administra la unción, lo hace no desde lo que tiene de humano, sino desde lo que tiene de Cristo, de Dios, y por ello los sacramentos siempre serán válidamente recibidos aún de un sacerdote vil.
Pero en cuanto a lo que hemos de admitir en la fé como verdad también el Señor ha querido dejarnos un criterio infalible de certeza. No hubiera sido razonable que nos obligara a creer lo que la Iglesia predica -el que vosotros escucha a mi me escucha- sin darnos una indicación clara de cuándo los hombres de Iglesia hablan en nombre de Dios.
El concilio Vaticano primero ha explicitado que precisamente uno de esos criterios de garantía de verdad se encuentra en la palabra del sucesor de Pedro, cuando desde su suprema cátedra declara como dogma algún asunto atinente a la fé o las costumbres. Feliz de ti Simón porque esto no te lo ha dictado lo humano, sino mi Padre que está en el cielo"
Ese mismo Simón Pedro que en el pasaje que sigue del mismo evangelio Cristo tendrá que retar severamente "Apártate de mi Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres".
La infalibilidad no toca pues todos los actos y palabras, ni de la Iglesia ni del Papa, en ellos muchas veces, en la medida de su fidelidad a Cristo, brillará la sabiduría y la prudencia, pero también a veces el error y la imprudencia. Gracias a Dios hemos de decir que, aún en lo humano, la historia de la Iglesia muestra una gran mayoría de Papas prudentes, sabios y fieles al Señor. Pero no es esa parte de su actuación por más buena que sea la que se impone a nuestra fé de cristianos, sino la que Cristo nos garantiza a través del servicio de la infalibilidad.
Es verdad que el último Papa que uso de esa prerrogativa fué Pio XII al declarar el dogma de la Asunción de la santísima Virgen, pero no es menos verdad que el católico descansa su fé en la Iglesia, no en la buena actuación o bondad o inteligencia de sus dirigentes -que a veces realmente dan que pensar- sino en la promesa de Cristo hecha a Pedro, la firme Roca sobre la cual ha querido edificar su Iglesia, humana y divina, pecadora y santa.