Sermones de LA SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS
PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



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1997

SERMÓN

            Paseo obligado para todo aquel que viaje a Roma es la preciosísima vía Appia que sale de la Urbe atravesando los muros aurelianos a la altura de las termas de Caracalla.

            Gracias a Dios los nuevos barrios romanos se han extendido hacia otras direcciones, de tal manera que esta vía o antiguo camino conserva, a grandes rasgos, el aire de la vieja Roma y su campiña. En medio de villas lujosas, y sombreada por las famosas pinetas romanas, no solo pasa cerca de la entrada de las catacumbas de San Sebastián y de San Calixto -que son de las más visitadas de Roma- sino que se ve bordeada en su trayecto por restos de tumbas antiguas, algunas todavía con muchas esculturas originales del tiempo del imperio y aún republicanas. Entre ellas la conocidísima tumba de Cecilia Metella.

            La vía Appia fue la primera de las antiguas vías o rutas romanas. Fue abierta por el censor Appio Claudio Cieco en el año 316 A C y, ya en el siglo I, llegaba a Brindisi, puerto abierto hacia la costa dálmata y Grecia.

            Es sabido que, hasta el advenimiento de los romanos, los caminos en general en el mundo no eran sino huellas o senderos. Es Roma quien, para poder gobernar el enorme imperio que conquista, sintiendo la necesidad de asegurar comunicaciones rápidas con su capital, trazó magníficas rutas, por donde se movían con rapidez correo, transportes y legiones. Eran caminos con todas las de la ley. Rutas o vías pavimentadas, que ya no seguían huellas naturales, sino que nivelaban ondulaciones, atravesaban abismos por medio de enormes puentes, elegían la ruta más corta a través de pantanos que desecaban, o de montañas por las que construían caminos de cornisa y hasta túneles. Una red de esas vías -la Appia, la Aurelia, la Flaminia, la Casilina y muchas más- todas partiendo desde Roma- cubría el mundo conocido. Se pude decir que las rutas romanas fueron el secreto de la unidad del imperio y, por ellas, Roma, todavía pagana, símbolo de la unificación del mundo. Como, aún hasta principios del siglo XX, las principales rutas de Europa y Asia Menor seguían el trazado de aquellas vías, se pude decir que el dicho "todos los caminos conducen a Roma" era literalmente cierto.

            Es emocionante ver, justamente en la vía Appia, en los tramos desenterrados por los arqueólogos, las lajas de pavimento basáltico trabajado por las llantas de hierro de las ruedas de los carruajes romanos y con las profundas marcas que ha dejado el paso incesante del tráfico hasta el comienzo de la Edad Media, en que, por abandono, fueron quedando tapadas bajo la tierra.

            Pero lo que hoy nos interesa a nosotros de esta vía Appia son las marcas menos evidentes pero no menos emotivas del paso por allí de Pedro.

            El punto de partida habría que buscarlo antes de salir a la ruta, todavía sobre el foro romano, donde se encuentra la famosa cárcel Mamertina, una especie de pozo, no muy amplio, del siglo IV antes de Cristo, donde estuvieron presos, antes de ser ajusticiados, Yugurta, Vercingétorix y los cómplices de la conspiración de Catilina. Hoy se ha transformado en la capilla de San Pietro in Càrcere, porque la tradición afirma que allí estuvo preso Pedro -en un episodio parecido al que hemos escuchado de la primera lectura- antes de ser liberado de sus cadenas. De hecho, una vez en libertad -sigue contando la tradición-, Pedro habría sido convencido por los cristianos de Roma de que su estadía en la ciudad era sumamente peligrosa y debía huir a Antioquía. Para ello, en lugar de dirigirse por la vía Ostiense al puerto de Ostia, -sumamente vigilado, como entrada principal que era a la Capital- y siendo ya estación peligrosa por las tormentas para embarcarse en el Tirreno, Pedro decide dirigirse a Brindisi y arriesgarse en el Adriático y, para ello, debe encaminarse a la vía Appia. Está todavía señalado, en la iglesia de los santos Nereo y Achilleo, el lugar donde, al partir, se le cayeron las vendas que protegían las llagas de sus cadenas. Esas cadenas que se conservan todavía hoy en San Pietro in vincoli, donde esta también el magnífico Moisés de Miguel Angel.

            Pero, ya fuera de los muros, y casi un kilómetro recorrido por la ruta, sucede el incidente hecho famoso por la novela "Quo vadis" de Enrique Sienkiewicz. De pronto ve que, en dirección contraria a su fuga, viene caminando una silueta que le resulta conocida. Ya próxima, reconoce finalmente a Jesús. Lleno de estupor le pregunta "¿Señor, a dónde vas, ?" -Dómine, quo vadis?- Y Jesús le contesta "Venio iterum crucifigi" -"Vengo a hacerme crucificar por segunda vez"-. Pedro entiende y, decidido, vuelve atrás, a enfrentar la muerte.

            El lugar del encuentro sobre la vía Appia, está hoy marcado por la presencia de una iglesia, Santa María in Palmis, pero que los romanos llaman la iglesia del 'Domine quo vadis'.

            Pero todo comenzó aquel día en que el pobre Simón, junto con once rejuntados de las más diversas procedencias por el extraño maestro de Nazaret, recibió de éste el insólito apodo de Piedra, de Roca. "Tu eres roca y sobre esta roca construiré mi iglesia". Simón entonces no había entendido demasiado. Es verdad que era fuerte -acostumbrado a recoger las redes llenas de pescado y empujar las pesadas barcas de su padre varadas en la costa hacia el lago, era un hombre morrudo y musculoso- pero de allí a llamarlo 'Piedra' era un poco exagerado. A menos que se hubiera referido a su lentitud para entender -'neurona de piedra' como lo decían a un compañero mío de corta inteligencia en la Facultad- o a lo cabeza dura que era, según su suegra. Pero no, justamente Jesús lo había designado Piedra, Pedro, después de elogiarlo desmedidamente, porque esta vez había atinado por fin a responder a una de sus tantas difíciles preguntas y ¡qué pregunta!

            Porque la primera no era difícil de responder: "¿qué dice la gente sobre el Hijo del hombre?" Bastaba recoger las opiniones de los vecinos, basta escuchar las tonterías pseudodoctorales de los periodistas, de las mesas redondas, de las encuestas, de los diarios, de la televisión, de la mezcla del pai, del rabino y del pastor, de la actriz y del doctor, del político y del escritor... Allí tenés opiniones para todos los gustos, y si es sobre asunto de mediana importancia, te quitan el trabajo de pensar, podes recoger la opinión más avanzada, más escandalosa, o podés quedarte con la conservadora, la común. Las dos valen lo mismo. Es según vos lo sentís... Y, si toca a algún problema de conciencia, también allí tenes pareceres de toda índole que justifiquen tus agachadas, tus desviaciones, tus inmoralidades... Todo es igual...

            "¿Qué dice la gente?" Mora y Araujo te lo pude contestar, solamente con entrevistar no más de mil personas. Total todo el resto -30 millones- piensa igual. ¡La gente es tan original!-. ¡Pero no es eso lo que le interesa a Cristo y por lo tanto no es eso lo que importa en serio! La verdad no se mide por lo que piensa la gente, ni por los resultados de las encuestas y, mucho menos, por el resultado torpe de las urnas. Y, por otra parte, en las cosas que realmente nos tocan, ni se nos ocurre hacer encuestas: no pedimos la opinión de la gente cuando estamos enfermos o cuando queremos construir una casa: vamos al que sabe, al médico o al arquitecto.

            Y ahora, cuando Jesús quiere una verdadera respuesta, ya deja 'la gente' de lado. No: no la gente, no la opinión digitada por los medios ni la tontería del vecino ni la del que jamás se ha detenido con atención y probidad a estudiar un problema y lo mismo habla sobre cualquiera -sobre todo si tiene un micrófono delante-. Jesús quiere la palabra del que ha estudiado, del que ha meditado, del que lo ha acompañado y, sobre todo, la de aquel que con la respuesta se compromete, se implica, se juega...

            "Y vosotros"... -dice- No la gente, no 'ellos': Vosotros, ustedes, -a quienes no solo pregunto con mi voz sino que interpelo también con mi mirada, de tú a tu- vosotros, quién decís que soy". Y ya tampoco "quien dicen que es", sino "quien decís que soy".

            Y allí Simón, ya transformado en Piedra, arrebatado por una intuición que, a pesar de sus flaquezas, ya nadie ni nada podrá arrebatarle del corazón, da la respuesta luminosa, contundente, definitiva, que le sale como una explosión de su cerebro repentinamente iluminado por una evidencia superior "¡Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios"!

            Y ahora ya no es el duro de mollera de Simón; es la roca sólida, la piedra dura de Cristo, como los lajas de la vía Appia, como las rocas de basalto negro sobre la que está construida en mármol Cesaréa de Filipo, que hace de admirable telón de fondo a esta escena que permanecerá como fundamento de la historia de la Iglesia y por lo tanto de la creación.

            Porque en este episodio, Jesús, el Hijo de Dios, no solo está fundando a su Iglesia y nucleándola alrededor de la autorizada palabra de Pedro, sino que está iniciando una larga cadena de 'hombres-roca', 'hombres-piedra', desde los cuales, entre las opiniones más o menos necias del mundo, cuando se trate de lo importante, cuando se quiera llegar a Dios y saber cómo hacerlo, se pronunciará la palabra clara y profunda, consoladora y fuerte, luminosa y recta, que apuntará hacia los horizontes plenos de Dios, y mostrará los caminos, y señalará las trampas y los abismos.

            Serán hombres como nosotros, como Simón, con sus grandezas y pequeñeces, con sus testimonios heroicos de santos y también con sus negaciones de pecadores, y por supuesto -como todos los hombres- no inmunes al error, a imprudencias, a opciones desacertadas en asuntos temporales. Pero, como garantía absoluta de nuestra fe, ya que Dios nos pide que creamos sin ver aquellas cosas que aún no podemos ver porque no las hemos alcanzado todavía, y para que esa fe no sea ni irracional ni absurda, Dios ha querido dejar por lo menos a alguien -alguien para ello transformado en piedra, en roca- que, cuando tengamos dudas en aquellas cosas que traten de Dios y en el cómo arribar a Él, nos ofrezca el consuelo de la certeza, de la verdad que no se discute, de la palabra que tiene la veracidad misma de la palabra de Dios.

            Dos mil años de fágiles hombres llevando sobre sus espaldas el terrible trabajo de ser piedras, de ser el sostén de roca de nuestro caminar hacia Dios. ¿Cómo no compadecernos de quien ha de asumir semejante tarea: ser piedra, roca, llevando adentro un frágil corazón de carne?

            Y ¡qué temible tarea en ésta época en donde ya no hay certezas, en donde existen tantos puntos de vista y pareceres cuantos hombres, en donde la verdad no es sino la opinión que mejor mercado tiene, o la que nos permite más libertades, o la que menos nos compromete, o la que más fácil parece...

            ¡Rema contra corriente pescador, hijo de Jonás, que debes secar tu rostro constantemente de las salpicaduras de las opiniones del mundo, de la presión de los medios, de las idas y vueltas de la política, de la hostilidad hipócritamente sonriente del mundo y aún de la rebeldía de tus propios fieles! ¡Rema contra corriente, tu que no quieres que Jesús se te cruce nunca en el camino y te diga que porque tu callas o huyes de tu responsabilidad Él debe otra vez ir a ocupar tu lugar...!

            Juan Pablo, hombrecito vestido de blanco, anciano cuya mano ya empieza a temblar, no te preocupes, no nos engañamos, comprendemos que cuánto más débil y más confiado en Dios, cuanto más niño y más amparado bajo el manto de María, cuanto más anciano y más cercano a recibir tu premio de manos del Señor, más roca eres, y más te queremos y más confiamos en ti.

            Todos los caminos conducen a Roma. Roma símbolo de la unidad. Ya sabemos que ahora hay autopistas que van a muchas y ninguna parte y que Roma no es en el mundo sino una ciudad más, pero nosotros estamos seguros de que más allá de las vías de piedra y las rutas de asfalto de los comerciantes o los turistas, desde el corazón de cada católico sale una vía, una ruta, que nos une a Roma donde Pedro está, y desde donde siempre nos enseñará el camino de la salvación.

            Amada Iglesia nuestra: una, santa, católica, apostólica ¡y romana!

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