Lectura del santo Evangelio según san Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".
Sermón
¿Quién duda de que una de las ambiciones más raigales del hombre es saber, conocer, alcanzar la sabiduría? Sí: en esto, justamente, -en nuestra capacidad de conocer, de saber- se asienta el fundamento de nuestra dignidad humana, de nuestro diferenciarnos de la pura animalidad.
La nesciencia, la estolidez, la ignorancia, nos retroyectan a nuestros preestadios animalescos. “¡Sos una bestia! ¡Sos un asno! ¡Sos un bruto!”, nos sale espontáneamente ante la torpeza ignara de nuestro prójimo. De allí que la antigüedad clásica, en el providencial surgir del mundo helénico, cuna de nuestra civilización, vio en el saber, en la sabiduría, el objetivo supremo del existir del hombre. Palas Atenea, la Minerva griega nacida de la cabeza de Zeus, diosa de la sabiduría, dio su nombre a la capital del Ática.
Pero, preguntémonos ¿qué es saber? ¿qué es ser sabio? Porque la primera imagen que se nos presenta a la cabeza cuando oímos la palabra sabio es la de un atento varón inclinado sobre sus microscopios o llenando un pizarrón de complicadísimas fórmulas y ‘equis' e ‘i griegas' y ‘pis' (al cuadrado. Pero, digámoslo de entrada: no es esa la sapiencia que alaba la Escritura cuando afirma “Dichoso el hombre que ha encontrado la sabiduría, más vale su ganancia que la ganancia de plata, su renta es mayor que la del oro”
La sabiduría de la que habla Dios no es la de los ‘sabios' según los laboratorios. La de los eruditos y doctores, la de los científicos. Ciencia no despreciable, por cierto -si verdadera-, pero que no interesa demasiado a los caminos de Dios.
Es otra la sabiduría de la cual nos habla el Evangelio: para científicos, sí, pero también para analfabetos. Para inteligentes en saberes mundanos y para obtusos. Para todos.
Veamos pues cuál es la noción de ‘sabiduría' que maneja la Escritura y es común a la antigüedad.
Tanto en las colecciones de literatura sapiencial que nos fueron legadas por Egipto y Mesopotamia, como la sabiduría de los legendarios ‘siete sabios' de la antigua Grecia, se trata de un conocimiento al alcance de cualquier hombre de buena voluntad, de índole existencial, que permite al éste ubicarse y actuar en la vida y en el mundo de modo de alcanzar la felicidad.
Ese es el objetivo de la sabiduría verdadera: la Felicidad.
Los siete sabios , mosaico Pompeya
Al comienzo el fruto de esta reflexión se vuelca en forma de colecciones de refranes, de fábulas, de mitos.
Recién en la Grecia del siglo VII AC la reflexión se hará más técnica, más especulativa, aparecerá la filosofía, la moral. Porque ubicarse y actuar en la vida y en el mundo para alcanzar la felicidad, supone preguntarse qué es el hombre, qué es la vida, qué es el mundo, qué es la felicidad. Las distintas escuelas respondían de maneras diferentes. Estoicos, epicúreos, platónicos, aristotélicos, exponían diversamente sus doctrinas. Sin embargo, poco a poco, su interés se desplazó al conocimiento científico de este mundo o a la vida en sí misma, como fenómeno definible.
El ‘sabio' de la Biblia, se interesará poco en este tipo de conocimiento y nunca alcanzará la brillantez del método científico iniciado por los griegos. Sería inútil buscar ese tipo de conocimientos en la Sagrada Escritura, como a veces se ha intentado. La Escritura permanece en la perspectiva más antigua y sencilla de la búsqueda de la dicha, entendida sobre todo como producto de las rectas relaciones del hombre con Dios y con su prójimo.
No es que no tenga curiosidad por las cosas de la naturaleza, pero ese tipo de conocer no se refleja en su peculiar literatura. Pensemos que gran parte de lo que consideramos el Antiguo Testamento se redactó en épocas en las cuales ya el pensamiento griego imperaba en el mundo en el cual vivían los hebreos y seguramente habría ya judíos peritos en las ciencias más avanzadas de su época aunque no hayan dejado rastros de su saber en la Escritura. Si, quizá, su aprecio por ese saber.
El primer libro de los Reyes, cuando hace el elogio de Salomón –el gran ‘sabio' de la tradición bíblica- afirma: “Habló sobre las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que brota en el mar. Habló de los cuadrúpedos, de las aves, de los reptiles y de los peces”. Más aún, admira la creación y el orden que en ella imperan y su fe le enseña a ver en las cosas la mano sabia y poderosa de Dios, como cantan abundantemente Job y el Eclesiástico.
Salomón, Rafael 1518
Pero se preocupa, ante todo, por saber ‘cómo' conducir la vida para obtener la verdadera felicidad. Si todo hombre experto en su oficio merece el nombre de sabio –dicen Isaías y Jeremías- el sabio por excelencia es el experto en ‘el arte de bien vivir'.
El pensamiento del sabio judío lanza al mundo humano que le rodea su mirada lúcida y sin ilusiones, conoce sus limitaciones y sus taras, sabe del corazón del hombre y lo que le es pena o alegría. Y entonces traza reglas para sus discípulos: prudencia, moderación en los deseos, trabajo, humildad, ponderación, mesura, lealtad en el lenguaje.
Consejos prácticos que encontramos explayados en el libro de los Proverbios o del Eclesiastés. Sabios consejos que se extraen de la experiencia, sobre todo la de los ancianos o la que es transmitida por la tradición. Comunes, por otra parte, a similares indicaciones de egipcios o caldeos.
Estas consideraciones populares, empero, poco a poco, van quedando en pura sabiduría humana, incomparable con la que, a medida que el pueblo de Israel va tomando conciencia de su especial relación con Dios, le viene de Éste.
Isaías pronostica, en su época, que la pura sabiduría humana quedaría confundida. Cuando la catástrofe de la destrucción de Jerusalén y el exilio babilónico caen sobre Israel, los profetas acusan a la ‘falsa sabiduría' de los consejeros regios que, queriendo realizar una política puramente humana, han provocado el desastre.
Es que el hombre sufre siempre la tentación de, en lugar de aceptar la sabiduría venida de Dios, usurpar el privilegio divino y adquirir por sus propias fuerzas el ‘conocimiento del bien y del mal'. Sabiduría engañosa, calamitosa, a la cual nos ha atraído la astucia de la serpiente. “¡Ay de los que son sabios con sus propios ojos, inteligentes según su propio parecer!” clama Isaías. Es menester buscar la sabiduría en su misma fuente: Yahvé.
Por eso los sabios, los escribas, después del Exilio, tienen tal culto por la sabiduría divina que se complacen en personificarla, para darle más relieve. Es “una amada a quien hay que buscar con avidez”, “madre protectora”, “esposa nutricia”, “dueña de casa que invita a su festín opíparo y feliz” . Contrariamente a “doña necedad, cuya casa es vestíbulo de la muerte”.
Más aún, es una “ realidad divina que existe desde siempre y para siempre”. “Habiendo brotado de la boca del Altísimo como su aliento o su palabra, la sabiduría es un soplo del poder divino, una efusión de la gloria del Todopoderoso, un reflejo de la luz eterna, un espejo de la actividad de Dios, una imagen de su Excelencia” . “Habita en el cielo; comparte el trono de Dios, vive en su intimidad”, afirman el libro de los Proverbios y el Eclesiástico. “Presente en el momento de la creación, retozaba a sus lados, dice Proverbios “ y todavía sigue rigiendo el universo” .
Pero, y siempre según el AT, este saber divinal no quedó solo en su estado de regencia trascendente y divina. Bajó, “ se instaló en Jerusalén, como un árbol de vida ”, manifestándose especialmente bajo la forma concreta de la Ley.
Es por eso que, finalmente, para los hebreos, toda la sabiduría se resume en la Ley. La Ley es la sabiduría de Dios encarnada, única que lleva al hombre y al pueblo a la felicidad. Ley contenida en los pasajes legislativos del Pentateuco y, compendiosamente, en el Decálogo.
Pero a los cuales escribas y doctores añadían multitud de preceptos producidos por sus escuelas y tribunales. Sujetarse a esta Ley era transformarse automáticamente en sabios, ponerse en camino de la felicidad.
Y, en los escritos rabínicos, esto se describía bajo la metáfora del ‘yugo': ponerse bajo el yugo de la ley es garantizar la dicha, la paz, el ‘shalom'. Los que se ajustaban a la Ley en todas sus minucias eran los sabios y prudentes -que no podían ser sino una minoría ya que conocer los vericuetos de las normas era tarea de especialistas-; los que no, eran el pueblo ignorante, los ‘ham ja hares' , los pequeños.
¡Cómo viene ahora Jesús y dice, al revés: “has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y las has revelado a los pequeños”! Es que la Ley de Moisés, como el mismo Señor acusa a escriba y fariseos, ha sido pervertida y ocultada por escribas y fariseos. Ellos la han despojado de su profundo y sencillo sentido y la han encubierto bajo un pesadísimo bosque de prescripciones, normas, reglamentaciones, interpretaciones, tradiciones.
Interpretaciones, incluso, capaces de despojara a la Ley del primitivo significado, que es lo que reprocha el Señor, duramente, a los fariseos: “ Hipócritas, con vuestra ‘tradición' anuláis la ley de Dios ” “¡ Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas, que pagáis al diezmo de la menta, del anís y del comino y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. Guías ciegos que coláis el mosquito y tragáis el camello! ”
Y es así que esa falsa sabiduría, fruto de pareceres humanos y de falso orgullo farisaico, se constituye en auténtico obstáculo para entender el mensaje de Jesús. Cuando más se sabía de esta Ley, más difícil resultaba aceptar la revolución que introducía la Nueva con su ‘suave yugo'.
Nueva Ley y Sabiduría que ya no era una serie de prescripciones a seguir. La sabiduría de la cual hablaba el AT y había intentado manifestarse por medio de la Ley en Israel, resulta que, ahora -descubierta en su calidad personal de Verbo, de Palabra, de Sabiduría eternamente proferida por el Padre en el seno de la Trinidad- se había hecho carne en Jesús de Nazaret.
Jesús es ahora la Sabiduría, la Ley, la Tora, habitando en el medio de su pueblo. Él es para los hombres, la verdadera sapiencia, el camino que lleva a la felicidad. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús es la forma sabia del vivir del hombre, porque es la sabiduría misma de Dios hecha hombre.
‘Sabiduría Persona', en otro tiempo oculta en Dios -aún cuando gobernando siempre el universo, dirigiendo la historia, manifestándose indirectamente en la Ley y en la enseñanza de los sabios del Antiguo Testamento- ahora revelada en Jesucristo.
Pero a la hora de la Revelación suprema de esta Sabiduría se entabla patente el drama que habían ya puesto en evidencia los profetas. La sabiduría de este mundo negadora de Dios, incapaz de conocer al Dios viviente a través de las cosas –como dice San Pablo- dio remate a su necedad cuando los hombres “crucificaron al Señor de la Gloria”.
Por eso –sigue San Pablo- “Dios condenó esta sabiduría de los sabios y, para darle jaque decidió salvar al mundo por la locura de la Cruz” .
De allí que la Revelación de la verdadera Sabiduría se hace en forma paradójica. No se otorga a los sabios y a los prudentes, sino a los pequeños. Como vuelve a decir Pablo: “ para confundir a los sabios orgullosos escogió Dios a lo que había de loco en este mundo ”. Hay que volverse loco a los ojos del mundo, para hacerse sabio según Dios.
Pero esta aparente locura es el único camino de la verdadera felicidad y de la vida. Que lo diga, si no, el angustiado mundo moderno, apartado de Jesús. Locura del cristianismo que solo entenderá el que crea y ame. Como escribía el Beato Enrique Suso: “Solo un amante, un enamorado, entenderá estas cosas. El no amante juzgará loco, ebrio más bien que sobrio, al que habla de amor; el que no está enamorado es incapaz de comprender las dichosas locuras del novio; no gusta la fuerza del amor, solo oye resonar palabras”
Beato Enrique Suso , O. P. 1300-1366
Pero, por más que se burlen de él, el enamorado sabe que tiene razón, que, en su existencia, ha irrumpido por fin la vida, ha cobrado sentido, empieza a saber de felicidad.
De allí que, para el cristiano, la Sabiduría no es saber muchas cosas, ni muchas leyes, ni siquiera muchas teologías y filosofías, ni muchas morales. Es enamorarse, amigarse de Jesús y la sabiduría, la ley definitiva hecha carne y, “ en Él, con Él, por Él ”, ebrio y loco para el mundo, tomando su suave yugo, encaminarse -embriagándose desde ya de ella- a la definitiva y plena felicidad.