Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 1-12. 17-20
En aquel tiempo: El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Id! Yo os envío como a ovejas en medio de lobos. No llevéis dinero, ni alforja, ni calzado, y no os detengais a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, decid primero: "¡Que descienda la paz sobre esta casa!" Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a vosotros. Permaneced en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. En las ciudades donde entréis y seáis recibidos, comed lo que os sirvan; curad a sus enfermos y decid a la gente: "El Reino de Dios está cerca de vosotros." Pero en todas las ciudades donde entréis y no os reciban, salid a las plazas y decid: "¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre vosotros! Sabed, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca" Os aseguro que en aquel día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad» Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre» Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No os alegréis, sin embargo, de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo»
Sermón
"En lo sucesivo, el día 9 de julio será reputado como festivo de ambos preceptos, del mismo modo que el 25 de mayo; y se celebrará en aquel, misa solemne con tedéum en acción de gracias a Dios por los favores que nos ha dispensado en el sostén y defensa de nuestra independencia política; en la que pontificará siempre que fuese posible el muy reverendo obispo diocesano, pronunciándose también un sermón análogo a este memorable día."
Este decreto del 11 de junio de 1835 lo firmaba el gobernador Don Juan Manuel de Rosas, modificando así un decreto anterior de 1826 en el cual el presidente Rivadavia se negaba a festejar el 9 de Julio aduciendo textualmente: "la repetición de estas fiestas, irroga perjuicios de consideración al comercio e industria".
Pero Don Bernardino Rivadavia tenía otros motivos menos confesables para no tenerle ninguna simpatía al 9 de Julio, porque, mientras un grupo heroico de diputados de las provincias, había declarado, en circunstancias dificilísimas, la independencia del país, él se encontraba en España, procurando llegar a Madrid para implorar humildemente la clemencia del Rey, y acogerse, él y el país que oficialmente representaba, a su soberana protección. "Estos pueblos que represento -le escribía- deberán ser considerados por Su Majestad como otros tantos hijos extraviados por la fatalidad de las circunstancias; y por eso recurren a un padre generoso, para poner término a las funestas consecuencias que pueden seguirse en tan desgraciada desunión."
Es verdad que, casi al mismo tiempo, Carlos María de Alvear, que había presidido la Asamblea del año XIII, ofrecía el país al protectorado inglés.
Aunque quizá el motivo del resentimiento de Rivadavia contra el 9 de julio fuera, en última instancia, su decidido apoyo a las ideas, precisamente de esa Asamblea del XIII, manejada por las logias y que luego él pondría furiosamente en práctica siendo ministro de Martín Rodríguez y, luego, Presidente.
El Congreso de Tucumán fue decididamente otra cosa. Contra la prepotencia de las logias porteñas y del puerto de Buenos Aires enriquecido por el comercio inglés, se reúne en auténtica representación de la voluntad de las provincias. Caída finalmente la dictadura de Alvear en Buenos Aires, aún los porteños mandan allí representantes moderados, entre ellos a Fray Cayetano Rodríguez y al Padre Antonio Sáenz que fuera luego el fundador de la Universidad de Buenos Aires.
En realidad los pueblos del interior estaban hartos de la anarquía continua en que se encontraban desde 1810 a causa de los intentos de la masonería porteña de manejar a las provincias y el espíritu antirreligioso que en ello habían demostrado. Ya se había perdido la Banda Oriental por la reacción de Artigas; y a Artigas se habían adherido Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos.
Es así que Tucumán fue como una especie de sana corrección a todo ese espíritu. Fíjense que la fórmula de juramento de los diputados, sancionada en la ocasión, contiene como primer punto "¿Juráis a Dios Nuestro Señor y prometéis a la patria conservar y defender la religión católica, apostólica, romana?"
Y no es extraño: estaban vivos en el pensamiento del interior los recuerdos de los actos blasfemos y sacrílegos del ejército del norte conducido por Castelli, antes de Belgrano, o los desbordes de Agrelo y Monteagudo -a quien Pacho O'Donnel dedica, encomiásticamente por supuesto, su último libro-. "La irreligión, la impiedad y todo aquello que se opone a la Iglesia gana terreno en nuestras provincias." -informa Francisco Rivarola desde Buenos Aires en agosto de 1815 al obispo Videla en Río cuarto; y continúa:- "Las malditas sectas han venido a devastar estas regiones. Parece increíble por aquí el partido de que se hacen los francmasones y todo género de libertinaje."
Este Congreso de Tucumán de 1816 que se inaugura el 24 de Marzo en el templo de San Francisco con una Misa al Espíritu Santo pidiendo inspiración y que, en el mismo templo, el 10 de Julio, agradece alborozado la independencia con una misa en la que predica el padre Castro Barros, representa a la auténtica Argentina, la de todos, la cristiana. Pero, amén de su espíritu católico, fue un verdadero milagro, porque, si hubo ocasión materialmente poco propicia para la declaración de la independencia, esa fue justamente la de julio de 1816.
En junio del año anterior había sido definitivamente derrotado en Waterloo Napoleón y Europa hervía de una fiebre restauradora de las monarquías. El Congreso de Viena y la Santa Alianza habían declarado guerra sin piedad a todas las sublevaciones e intentos de independencia. Fernando VII había vuelto al poder con toda su ineptitud y toda su saña. Con el aplauso de la masonería porteña los portugueses invadían la Banda Oriental y tomaban Montevideo. Después de la derrota de Rancagua, Chile había vuelto a caer bajo el dominio español. En el norte, el virrey del Perú había acabado en forma aplastante con el ejército argentino al mando de Rondeau en Sipe-Sipe. Allí solo quedaba Güemes con sus pocos gauchos tratando de detener la invasión goda. En Méjico había sido aplastado el levantamiento de los curas Hidalgo y Morelos, ambos finalmente fusilados. El general español Pablo Morillo había ocupado Venezuela y sometido a Cartagena y Nueva Granada. Bolívar había debido huir a Jamaica.
Llegaban rumores de una gran expedición española al Río de la Plata.
Al mismo tiempo la indiada, desguarnecidas las fronteras de tropas, todas usadas en la guerra civil y de independencia, habían vuelto con sus malones por todas partes. Formosa, el Chaco, la mitad de Santiago, parte de Córdoba estaban en manos de la toldería. Por el sur, los detenía apenas el ejército de San Martín, en Mendoza, y recorrían libremente la Patagonia y casi toda la Provincia de Buenos Aires. Los caudillos, a su vez, eran dueños del litoral y de lo quedaba de Santa Fe y Córdoba.
El territorio argentino era apenas un gran islote asediado por todas partes.
Pero esta Asamblea no era una asamblea cualquiera, porque estaba formada por hombres de fe, con sangre de conquistadores en sus venas, hombres cuyos padres y abuelos se habían adherido a la tierra con amor y a fuerza de cruz y de espada, y cuya esperanza humana estaba sostenida por el optimismo irrefrenable de la esperanza cristiana.
No por nada el cuarenta por ciento de los representantes del Congreso de Tucumán eran sacerdotes.
Es por eso que la historiografía liberal de fines de siglo pasado, se esforzó en restar jerarquía a este congreso, magnificando en cambio la Asamblea del año XIII -frente a la cual, la de Tucumán era el polo opuesto, habiendo eliminando muchas de sus disposiciones anticatólicas-. Y si se hacía referencia al 9 de julio, era aislándolo de todo lo religioso. Y aún en las pinturas, y en los famosos relieves de Lola Mora, si aparece algún que otro sacerdote, es simplemente por compromiso, pero sin reflejar la realidad de su número e intervención.
Porque como decía Nicolás Avellaneda: los congresistas de Tucumán se emanciparon del rey Borbón, pero "tomando todas las precauciones para no emanciparse de su Dios y de su culto" La Argentina nació católica desde que tocó nuestro suelo por primera vez España: el 9 de julio es simplemente la toma de conciencia de su adultez; y si deja de ser católica también dejará de ser argentina. Solo un territorio con ese nombre, con límites arbitrarios, manejada por intereses económicos multinacionales, sin personalidad, sin valores que la hagan libre, o con la falsa libertad sus habitantes de ser -en feroz competencia con los más fuertes y capaces- económicamente eficientes para poder obtener la fruición grosera de los productos descartables, de las mujeres descartables, de las religiones descartables, de los valores y las normas descartables..., con escuelas y universidades al servicio no del hombre sino de la producción y del consumo, con un ejército formado no para defender a la patria sino al nuevo orden mundial y pelear guerras ajenas, y con una bandera que ya casi solo sirve para agitar en los partidos de fútbol.
Pero gracias a Dios, todavía nos queda algo de resto católico y argentino; en todo caso no estamos tanto peor que el 9 de Julio de 1816, con los godos, el malón y las montoneras a las puertas, -el cristiano debe ser siempre un empecinado optimista-: todavía podemos juntar 72 discípulos de Cristo y argentinos capaces de escuchar al Señor y salir de dos en dos a reconquistar la patria, a lo mejor sin medios, sin dinero y sin alforjas -que el poder y el dinero están en manos de los otros-, y tratando de sacudirnos hasta la última mota del polvo de nuestros pies que, quizá sin darnos cuenta, se nos ha adherido de ellos.